Las imágenes públicas de la desobediencia de prefectos y gendarmes, sobre todo, parecieron contener esta vez más potencia y convicción que el relato que insinuó el kirchnerismo. El conflicto desatado con las fuerzas de seguridad por una mala liquidación de salarios no ha puesto en riesgo la estabilidad democrática.
Desnudó, en cambio, la enorme impericia de gestión que existe en el gobierno de Cristina Fernández.
Esa impericia tomó volumen, en este caso, porque no es común que los agentes de Prefectura Naval y Gendarmería se autoacuartelen y ganen las calles reclamando por sus salarios. Menos aún, que abandonen sus puestos de trabajo, de elevada sensibilidad para la sociedad.
Ese es el costado débil y cuestionable de la protesta.
Pero hace pocos días ocurrieron otras cosas. La Presidenta trastabilló en Estados Unidos por una doble razón: su infortunado comportamiento personal pero, además, la pésima articulación política y diplomática de su salida al exterior. Ayer mismo quedó conformada con fórceps una CGT kirchnerista heterogénea y disminuida para intentar opacar a Hugo Moyano. Tan estrechos parecen sus límites que el metalúrgico Antonio Caló, en su debut como secretario general, se solidarizó con la protesta de prefectos y gendarmes. Luego tomó distancia. Quizás la última cruz de Cristina haya caído sobre él.
El desorden del Gobierno frente al impensado conflicto tuvo fotos y actores. El decreto que firmó Cristina disponiendo un nuevo ordenamiento salarial, que derivó en una rebaja fáctica de sueldos , recorrió un largo camino. Arrancó en la ministra de Seguridad, Nilda Garré. Pasó los despachos del jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, y del secretario Legal, Carlos Zannini.
Nadie supo prever lo que podía pasar . Cuando hace más de un día los prefectos y gendarmes iniciaron el reclamo terció el ministro de Economía. ¿Qué tenía que hacer Hernán Lorenzino en ese entuerto? Luego irrumpió el secretario de Seguridad, Sergio Berni. Ensayó una patriada, de las que le gusta, pero fracasó . No pudo convencer a los manifestantes para que declinaran su actitud ni abrir un canal de negociación con el poder.
Habría que reconocer que Berni alertó hace 60 días sobre el malestar que se estaba incubando en las fuerzas de seguridad por el ordenamiento salarial en ciernes. Incluso, algunas fuentes aseguran que amagó con su renuncia frente a la indiferencia de Garré. Un mensaje, por vía indirecta , de la Presidenta lo habría hecho recapacitar.
Sucede que la política salarial en las fuerzas de seguridad y las Fuerzas Armadas ingresó hace años en un proceso de descomposición. Lo inició Carlos Menem y nunca lo corrigió el matrimonio Kirchner. Los aumentos jamás fueron otorgados sobre los salarios genuinos sino a través de suplementos. Esta situación fue generando un doble desacople: primero, entre el personal en actividad y el retirado; luego, entre los propios retirados: muchos, contrariando a la superioridad, iniciaron juicios que ganaron y engrosaron en forma sustancial sus ingresos.
Esa anarquización salarial interna se tradujo externamente en las indescifrables políticas de seguridad del Gobierno. Los Kirchner relegaron a los militares por su pesada mochila de golpes de Estado, crímenes y desapariciones. Desconfiaron también de las policías bonaerense y Federal. Decidieron apuntarlarse en la Prefectura y la Gendarmería. Hay un dato estadístico que lo revela: los gendarmes desde el 2003 duplicaron su dotación.
Ya superan los 30 mil agentes.
Sin embargo, nunca pareció existir correlato entre ese crecimiento y alguna estrategia kirchnerista para definir el papel de la fuerza. Los gendarmes fueron utilizados como rueda de auxilio para prevenir y combatir el delito. Convocados también para sofocar conflictos sociales y sindicales en el interior. Y desplazados a las grandes urbes. Debieron relegar la vigilancia en las fronteras. Así, la Argentina se transformó en una geografía fácilmente vulnerable.
La descripción, por si sola, demostraría la ausencia de un plan de seguridad como tantas veces se pregonó desde que Cristina entronizó a Garré como ministra. La seguridad se convirtió, al final, sólo en un botín de lucha entre Garré y su subalterno Berni.
Los errores del Gobierno, como casi siempre, pretendieron ocultarse detrás de un relato. Abal Medina responsabilizó a los mandos de la Prefectura y de la Gendarmería por la mala liquidación de los haberes. Y el estallido de la protesta. Dejó boyando un argumento conspirativo que Garré pareció corroborar cuando descabezó a las cúpulas de ambas fuerzas. “Acá no hay un problema salarial. Hay un intento de desestabilización”, exageró la diputada Juliana Di Tulio delante de los opositores que fueron llamados de urgencia al Congreso.
El ardor de Di Tulio provocó una réplica de Alfonso Prat Gay.
“¿Alguna vez se van hacer cargo de un error?” , interrogó. Esos cruces y otras ráfagas no pudieron disimular las vacilaciones opositoras para afrontar este trance. Rubricaron un documento de apoyo a la democracia como si el sistema estuviera en juego de verdad por el conflicto. Pero esa firma tampoco conformó a todos. En el peronismo federal se abrió un debate que enjuició la decisión de Eduardo Amadeo. El radicalismo mostró dos caras distintas: aprobó el documento en Diputados pero lo rechazó en el Senado por la negativa kirchnerista a facilitar una interpelación a Garré.
El pleito sigue y se irradia en otros rincones del país . Roza a la Armada y, según algunas fuentes, también a unidades del Ejército del Sur bonaerense y la Patagonia. No es una buena señal para la autoridad de Cristina pero podría serla, con los días, para el relato fabulador lucubrado por el kirchnerismo. De eso deberían empezar a tomar nota los desobedientes y la oposición.
Desnudó, en cambio, la enorme impericia de gestión que existe en el gobierno de Cristina Fernández.
Esa impericia tomó volumen, en este caso, porque no es común que los agentes de Prefectura Naval y Gendarmería se autoacuartelen y ganen las calles reclamando por sus salarios. Menos aún, que abandonen sus puestos de trabajo, de elevada sensibilidad para la sociedad.
Ese es el costado débil y cuestionable de la protesta.
Pero hace pocos días ocurrieron otras cosas. La Presidenta trastabilló en Estados Unidos por una doble razón: su infortunado comportamiento personal pero, además, la pésima articulación política y diplomática de su salida al exterior. Ayer mismo quedó conformada con fórceps una CGT kirchnerista heterogénea y disminuida para intentar opacar a Hugo Moyano. Tan estrechos parecen sus límites que el metalúrgico Antonio Caló, en su debut como secretario general, se solidarizó con la protesta de prefectos y gendarmes. Luego tomó distancia. Quizás la última cruz de Cristina haya caído sobre él.
El desorden del Gobierno frente al impensado conflicto tuvo fotos y actores. El decreto que firmó Cristina disponiendo un nuevo ordenamiento salarial, que derivó en una rebaja fáctica de sueldos , recorrió un largo camino. Arrancó en la ministra de Seguridad, Nilda Garré. Pasó los despachos del jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, y del secretario Legal, Carlos Zannini.
Nadie supo prever lo que podía pasar . Cuando hace más de un día los prefectos y gendarmes iniciaron el reclamo terció el ministro de Economía. ¿Qué tenía que hacer Hernán Lorenzino en ese entuerto? Luego irrumpió el secretario de Seguridad, Sergio Berni. Ensayó una patriada, de las que le gusta, pero fracasó . No pudo convencer a los manifestantes para que declinaran su actitud ni abrir un canal de negociación con el poder.
Habría que reconocer que Berni alertó hace 60 días sobre el malestar que se estaba incubando en las fuerzas de seguridad por el ordenamiento salarial en ciernes. Incluso, algunas fuentes aseguran que amagó con su renuncia frente a la indiferencia de Garré. Un mensaje, por vía indirecta , de la Presidenta lo habría hecho recapacitar.
Sucede que la política salarial en las fuerzas de seguridad y las Fuerzas Armadas ingresó hace años en un proceso de descomposición. Lo inició Carlos Menem y nunca lo corrigió el matrimonio Kirchner. Los aumentos jamás fueron otorgados sobre los salarios genuinos sino a través de suplementos. Esta situación fue generando un doble desacople: primero, entre el personal en actividad y el retirado; luego, entre los propios retirados: muchos, contrariando a la superioridad, iniciaron juicios que ganaron y engrosaron en forma sustancial sus ingresos.
Esa anarquización salarial interna se tradujo externamente en las indescifrables políticas de seguridad del Gobierno. Los Kirchner relegaron a los militares por su pesada mochila de golpes de Estado, crímenes y desapariciones. Desconfiaron también de las policías bonaerense y Federal. Decidieron apuntarlarse en la Prefectura y la Gendarmería. Hay un dato estadístico que lo revela: los gendarmes desde el 2003 duplicaron su dotación.
Ya superan los 30 mil agentes.
Sin embargo, nunca pareció existir correlato entre ese crecimiento y alguna estrategia kirchnerista para definir el papel de la fuerza. Los gendarmes fueron utilizados como rueda de auxilio para prevenir y combatir el delito. Convocados también para sofocar conflictos sociales y sindicales en el interior. Y desplazados a las grandes urbes. Debieron relegar la vigilancia en las fronteras. Así, la Argentina se transformó en una geografía fácilmente vulnerable.
La descripción, por si sola, demostraría la ausencia de un plan de seguridad como tantas veces se pregonó desde que Cristina entronizó a Garré como ministra. La seguridad se convirtió, al final, sólo en un botín de lucha entre Garré y su subalterno Berni.
Los errores del Gobierno, como casi siempre, pretendieron ocultarse detrás de un relato. Abal Medina responsabilizó a los mandos de la Prefectura y de la Gendarmería por la mala liquidación de los haberes. Y el estallido de la protesta. Dejó boyando un argumento conspirativo que Garré pareció corroborar cuando descabezó a las cúpulas de ambas fuerzas. “Acá no hay un problema salarial. Hay un intento de desestabilización”, exageró la diputada Juliana Di Tulio delante de los opositores que fueron llamados de urgencia al Congreso.
El ardor de Di Tulio provocó una réplica de Alfonso Prat Gay.
“¿Alguna vez se van hacer cargo de un error?” , interrogó. Esos cruces y otras ráfagas no pudieron disimular las vacilaciones opositoras para afrontar este trance. Rubricaron un documento de apoyo a la democracia como si el sistema estuviera en juego de verdad por el conflicto. Pero esa firma tampoco conformó a todos. En el peronismo federal se abrió un debate que enjuició la decisión de Eduardo Amadeo. El radicalismo mostró dos caras distintas: aprobó el documento en Diputados pero lo rechazó en el Senado por la negativa kirchnerista a facilitar una interpelación a Garré.
El pleito sigue y se irradia en otros rincones del país . Roza a la Armada y, según algunas fuentes, también a unidades del Ejército del Sur bonaerense y la Patagonia. No es una buena señal para la autoridad de Cristina pero podría serla, con los días, para el relato fabulador lucubrado por el kirchnerismo. De eso deberían empezar a tomar nota los desobedientes y la oposición.