ECONOMIA › TEMAS DE DEBATE CUAL ES EL MODELO ECONOMICO QUE PROMUEVE EL MACRISMO
El gobierno nacional presentó recientemente un plan productivo supuestamente inspirado en el modelo australiano. ¿Es posible que Argentina siga los pasos de Australia? ¿Cuáles son los puntos en común y las diferencias?
Producción: Javier Lewkowicz
Comparación problemática
Por Daniel Schteingart *
Está de moda discutir qué posibles modelos tendrían que inspirar a Argentina para convertirse definitivamente en un país desarrollado. Las propuestas son variadas, pero la más reciente es la que postula a Australia como el faro de nuestro destino. ¿Es posible? ¿Es deseable?
Conocido en el mundo angloparlante como “Down Under” por su ubicación geográfica “allá abajo”, Australia ha centrado su estrategia de desarrollo, sobre todo desde los años ‘80, en encadenamientos productivos a partir de los recursos naturales. Ese modelo, centrado en una apertura gradual y la reconversión de sectores otrora protegidos, es el principal inspirador del Plan Productivo que el gobierno nacional presentó la semana pasada.
La comparación no es totalmente novedosa. Los paralelismos entre Argentina y Australia existen desde principios del siglo XX: dos países de colonización europea, con abundancia de tierras y clima templado. El caso australiano, como el de muchos otros países desarrollados, tiene cuestiones interesantes y dignas de atención en términos de política pública, pero creer que Argentina puede ser un calco de Australia es problemática, por varios motivos:
1. Recursos por habitante. Australia tiene la mitad de habitantes que la Argentina y el triple de superficie. La densidad demográfica, ergo, es ocho veces menor. Y la dotación de recursos naturales per cápita (calculada por el Banco Mundial) es cuatro veces mayor (puesto 11 en el ranking mundial) que en Argentina (puesto 40, detrás de Venezuela, Chile y Brasil);
2. Geoestrategia. Australia fue parte del Commonwealth británico primero y un satélite de la “angloesfera” estadounidense después, tras la Segunda Guerra Mundial. Su posición estratégica como enclave “occidental” en oriente fue clave para eso. Y este alineamiento estable y constante la benefició tanto en términos de exportaciones como de sustentabilidad de sus déficits crónicos de cuenta corriente, sea a través de persistentes flujos de capitales o de transferencia tecnológica. Al extremo, algunos analistas como Erik Paul se han referido al país canguro como el “estado 51 de Estados Unidos”.
3. Lo que exporta. Contrario a la argentina, la canasta exportable australiana, si bien primarizada, está más centrada en minerales que en alimentos (bienes que impactan directamente en el salario). Eso significa que el impacto del tipo de cambio en las canastas de consumo de la población es más acotado.
4. Inserción regional. En términos de geografía económica, Australia ha tenido desde la segunda posguerra una relación de complementariedad y cercanía geográfica con el Este y Sudeste Asiático, región que en su proceso de industrialización fue particularmente demandante de sus minerales.
Estas diferencias no pueden ser soslayadas a la hora de la comparación. Con todo, el modelo australiano también recurrió a la administración del comercio exterior para erigir un tejido manufacturero de cierta envergadura durante buena parte del siglo XX. Su desarrollo no prescindió de la industria y fue recién en el último cuarto del siglo XX –momento en que ya era ampliamente desarrollado– cuando la industria perdió rápidamente peso relativo en la economía, a medida que ésta se fue abriendo más al comercio exterior. En 2014, su PBI industrial per cápita fue de 3.348 dólares (cifra similar tanto a la de principios de los ‘70 –cuando ocupaba el sexto lugar del mundo– como al promedio europeo actual), en tanto que en Argentina es de 1.460 dólares.
¿Podemos o queremos ser Australia? La respuesta tiene que ser capaz de separar el proceso del contenido. Australia diseñó un proyecto de desarrollo y logró establecer un marco institucional estable, algo que Argentina, con sus permanentes rupturas políticas, nunca alcanzó. Pero uno de los motivos por los cuales lo consiguió es que el conflicto distributivo nunca llegó a ser de la magnitud del que experimentó históricamente Argentina. “Allá abajo”, la distribución del ingreso fue más igualitaria que “aquí abajo”, gracias a un compromiso entre trabajo y capital apenas iniciado el siglo XX, regulado luego por medio de mecanismos institucionalmente que permitieron ampliar derechos. Quizás ese sea un buen punto de comenzar a repensar la comparación entre los dos países.
* Doctorando en Sociología (Idaes-Unsam), becario Conicet, profesor UNQ, miembro de SIDbaires.
Por Enrique M. Martínez *
Esperar del gobierno actual un modelo productivo, con identificación de sectores a priorizar, sería el resultado de no entender la matriz conceptual del neoliberalismo. La idea fuerza de la cual se desprende absolutamente toda acción posterior es la hegemonía del capital sobre cualquier otro factor de producción, en especial y con carácter acentuado, sobre el trabajo. Eso es lo que piensa cada uno de los funcionarios educados en esa mirada hacia la vida, incluyendo al Presidente de la Nación.
Es justamente por esa razón que un período de gobierno tan breve como de cuatro años se piensa dividido en dos etapas. La primera, que acaba de concluir, se concentró en transferir hacia el capital todo ingreso que se consideró se había deslizado hacia los trabajadores en el gobierno anterior, transferencia que solo tiene los límites fijados por la resistencia social. Se lo llamó sinceramiento cuando en verdad debió haber sido “recuperación de lo cedido”.
El propio Presidente acaba de marcar el comienzo de la segunda etapa, a partir de niveles de pobreza que sumaron los efectos del brutal traslado de fondos a la situación recibida en 2015. Ahora el capital tiene las manos más libres para actuar y –según se dice y cree– lo hará para la mejora colectiva. ¿Cómo actuará? Buscando su beneficio, lo cual debería requerir la generación de riqueza que de algún modo todos compartiéramos.
La discusión de ese concepto no es siquiera si es conservador o no; si es equitativo o no. En el actual escenario del capitalismo hegemonizado por las finanzas, el postulado es completamente irreal. Hoy se puede, se elogia y se promueve hacer dinero solo con dinero. Hasta estamos asistiendo a una insólita batalla promovida por Estados Unidos para que sus paraísos fiscales desplacen a los de otros países. Depender de las iniciativas de los dueños del dinero, colocándoles alfombras rojas en pisos, techos y paredes lleva a recibir apenas migajas destinadas a la producción, aplicadas a la explotación de recursos naturales y a algún que otro sector donde se asegure que el salario real es tan bajo que la renta a obtener sea suculenta. Horizonte negro si los hay.
Esa mirada enteramente obsoleta es la que lleva a reiterar el error de beneficiar de manera excluyente al capital, sin obtener resultados adecuados que –aún desde una óptica reaccionaria– garanticen una mínima paz social. Los ejemplos son abundantes.
Van más allá del obvio desaguisado que se generó al considerar a un servicio público como un negocio de los productores de gas, sosteniendo que los ciudadanos deben pagar un precio que ni siquiera se sabe cómo se relaciona con el costo de producción.
Se impulsa la energía de fuentes renovables pero solo a través de grandes empresas, sin tener en cuenta a las cooperativas de servicios y a los millones de ciudadanos que podrían poner paneles solares en sus techos.
Se otorga créditos para viviendas terminadas, financiando así a la especulación, cuando debería habilitarse tierra urbana, lotearla al costo y conseguir que millones de personas accedan a un lote donde construir.
Se concentra hasta lo más elemental, perjudicando a los pequeños productores de alimentos, que sin el peso de los intermediarios podrían acceder a ingresos dignos y además liberar producción exportable por productores más grandes.
Todo se piensa como un negocio, cuando el problema de vivir es otro: es satisfacer las necesidades propias y de la comunidad. Pensar de esta última manera implicaría priorizar al trabajo y considerar al capital como subsidiario. Eso es cicuta para un neoliberal.
No hay modelo productivo. No puede haberlo. Solo se rinde culto a un Dios pagano –el capital–, que ya no necesita de las fábricas o campos. Se las arregla con las mesas de dinero, en este camino suicida del capitalismo, que nos quiere arrastrar a todos. De nosotros depende evitarlo.
* Instituto para la Producción Popular.
El gobierno nacional presentó recientemente un plan productivo supuestamente inspirado en el modelo australiano. ¿Es posible que Argentina siga los pasos de Australia? ¿Cuáles son los puntos en común y las diferencias?
Producción: Javier Lewkowicz
Comparación problemática
Por Daniel Schteingart *
Está de moda discutir qué posibles modelos tendrían que inspirar a Argentina para convertirse definitivamente en un país desarrollado. Las propuestas son variadas, pero la más reciente es la que postula a Australia como el faro de nuestro destino. ¿Es posible? ¿Es deseable?
Conocido en el mundo angloparlante como “Down Under” por su ubicación geográfica “allá abajo”, Australia ha centrado su estrategia de desarrollo, sobre todo desde los años ‘80, en encadenamientos productivos a partir de los recursos naturales. Ese modelo, centrado en una apertura gradual y la reconversión de sectores otrora protegidos, es el principal inspirador del Plan Productivo que el gobierno nacional presentó la semana pasada.
La comparación no es totalmente novedosa. Los paralelismos entre Argentina y Australia existen desde principios del siglo XX: dos países de colonización europea, con abundancia de tierras y clima templado. El caso australiano, como el de muchos otros países desarrollados, tiene cuestiones interesantes y dignas de atención en términos de política pública, pero creer que Argentina puede ser un calco de Australia es problemática, por varios motivos:
1. Recursos por habitante. Australia tiene la mitad de habitantes que la Argentina y el triple de superficie. La densidad demográfica, ergo, es ocho veces menor. Y la dotación de recursos naturales per cápita (calculada por el Banco Mundial) es cuatro veces mayor (puesto 11 en el ranking mundial) que en Argentina (puesto 40, detrás de Venezuela, Chile y Brasil);
2. Geoestrategia. Australia fue parte del Commonwealth británico primero y un satélite de la “angloesfera” estadounidense después, tras la Segunda Guerra Mundial. Su posición estratégica como enclave “occidental” en oriente fue clave para eso. Y este alineamiento estable y constante la benefició tanto en términos de exportaciones como de sustentabilidad de sus déficits crónicos de cuenta corriente, sea a través de persistentes flujos de capitales o de transferencia tecnológica. Al extremo, algunos analistas como Erik Paul se han referido al país canguro como el “estado 51 de Estados Unidos”.
3. Lo que exporta. Contrario a la argentina, la canasta exportable australiana, si bien primarizada, está más centrada en minerales que en alimentos (bienes que impactan directamente en el salario). Eso significa que el impacto del tipo de cambio en las canastas de consumo de la población es más acotado.
4. Inserción regional. En términos de geografía económica, Australia ha tenido desde la segunda posguerra una relación de complementariedad y cercanía geográfica con el Este y Sudeste Asiático, región que en su proceso de industrialización fue particularmente demandante de sus minerales.
Estas diferencias no pueden ser soslayadas a la hora de la comparación. Con todo, el modelo australiano también recurrió a la administración del comercio exterior para erigir un tejido manufacturero de cierta envergadura durante buena parte del siglo XX. Su desarrollo no prescindió de la industria y fue recién en el último cuarto del siglo XX –momento en que ya era ampliamente desarrollado– cuando la industria perdió rápidamente peso relativo en la economía, a medida que ésta se fue abriendo más al comercio exterior. En 2014, su PBI industrial per cápita fue de 3.348 dólares (cifra similar tanto a la de principios de los ‘70 –cuando ocupaba el sexto lugar del mundo– como al promedio europeo actual), en tanto que en Argentina es de 1.460 dólares.
¿Podemos o queremos ser Australia? La respuesta tiene que ser capaz de separar el proceso del contenido. Australia diseñó un proyecto de desarrollo y logró establecer un marco institucional estable, algo que Argentina, con sus permanentes rupturas políticas, nunca alcanzó. Pero uno de los motivos por los cuales lo consiguió es que el conflicto distributivo nunca llegó a ser de la magnitud del que experimentó históricamente Argentina. “Allá abajo”, la distribución del ingreso fue más igualitaria que “aquí abajo”, gracias a un compromiso entre trabajo y capital apenas iniciado el siglo XX, regulado luego por medio de mecanismos institucionalmente que permitieron ampliar derechos. Quizás ese sea un buen punto de comenzar a repensar la comparación entre los dos países.
* Doctorando en Sociología (Idaes-Unsam), becario Conicet, profesor UNQ, miembro de SIDbaires.
Por Enrique M. Martínez *
Esperar del gobierno actual un modelo productivo, con identificación de sectores a priorizar, sería el resultado de no entender la matriz conceptual del neoliberalismo. La idea fuerza de la cual se desprende absolutamente toda acción posterior es la hegemonía del capital sobre cualquier otro factor de producción, en especial y con carácter acentuado, sobre el trabajo. Eso es lo que piensa cada uno de los funcionarios educados en esa mirada hacia la vida, incluyendo al Presidente de la Nación.
Es justamente por esa razón que un período de gobierno tan breve como de cuatro años se piensa dividido en dos etapas. La primera, que acaba de concluir, se concentró en transferir hacia el capital todo ingreso que se consideró se había deslizado hacia los trabajadores en el gobierno anterior, transferencia que solo tiene los límites fijados por la resistencia social. Se lo llamó sinceramiento cuando en verdad debió haber sido “recuperación de lo cedido”.
El propio Presidente acaba de marcar el comienzo de la segunda etapa, a partir de niveles de pobreza que sumaron los efectos del brutal traslado de fondos a la situación recibida en 2015. Ahora el capital tiene las manos más libres para actuar y –según se dice y cree– lo hará para la mejora colectiva. ¿Cómo actuará? Buscando su beneficio, lo cual debería requerir la generación de riqueza que de algún modo todos compartiéramos.
La discusión de ese concepto no es siquiera si es conservador o no; si es equitativo o no. En el actual escenario del capitalismo hegemonizado por las finanzas, el postulado es completamente irreal. Hoy se puede, se elogia y se promueve hacer dinero solo con dinero. Hasta estamos asistiendo a una insólita batalla promovida por Estados Unidos para que sus paraísos fiscales desplacen a los de otros países. Depender de las iniciativas de los dueños del dinero, colocándoles alfombras rojas en pisos, techos y paredes lleva a recibir apenas migajas destinadas a la producción, aplicadas a la explotación de recursos naturales y a algún que otro sector donde se asegure que el salario real es tan bajo que la renta a obtener sea suculenta. Horizonte negro si los hay.
Esa mirada enteramente obsoleta es la que lleva a reiterar el error de beneficiar de manera excluyente al capital, sin obtener resultados adecuados que –aún desde una óptica reaccionaria– garanticen una mínima paz social. Los ejemplos son abundantes.
Van más allá del obvio desaguisado que se generó al considerar a un servicio público como un negocio de los productores de gas, sosteniendo que los ciudadanos deben pagar un precio que ni siquiera se sabe cómo se relaciona con el costo de producción.
Se impulsa la energía de fuentes renovables pero solo a través de grandes empresas, sin tener en cuenta a las cooperativas de servicios y a los millones de ciudadanos que podrían poner paneles solares en sus techos.
Se otorga créditos para viviendas terminadas, financiando así a la especulación, cuando debería habilitarse tierra urbana, lotearla al costo y conseguir que millones de personas accedan a un lote donde construir.
Se concentra hasta lo más elemental, perjudicando a los pequeños productores de alimentos, que sin el peso de los intermediarios podrían acceder a ingresos dignos y además liberar producción exportable por productores más grandes.
Todo se piensa como un negocio, cuando el problema de vivir es otro: es satisfacer las necesidades propias y de la comunidad. Pensar de esta última manera implicaría priorizar al trabajo y considerar al capital como subsidiario. Eso es cicuta para un neoliberal.
No hay modelo productivo. No puede haberlo. Solo se rinde culto a un Dios pagano –el capital–, que ya no necesita de las fábricas o campos. Se las arregla con las mesas de dinero, en este camino suicida del capitalismo, que nos quiere arrastrar a todos. De nosotros depende evitarlo.
* Instituto para la Producción Popular.