Los gobiernos son aquello en lo que devienen, y el actual gobierno nacional, seguramente, no será una excepción a la regla. En la Argentina ha sido habitualmente así: el gobierno de Raúl Alfonsín, por ejemplo, comenzó (con Bernardo Grinspun como ministro de Economía) insinuando un rumbo de tono más bien socialdemócrata, si se quiere, que luego trocó en la defensa de una política económica más ortodoxa (con Juan Sourrouille como ministro de Economía). El gobierno de Néstor Kirchner, para citar otro caso reciente, comenzó insinuando una política “transversal” y de enfrentamiento a los viejos “caciques” provinciales, para terminar dejando de lado tales aspiraciones, y pactar con aquellos a los que en principio denunciaba. En esos deseados inicios, ambos gobiernos definieron ante el público aquello en lo que –según decían- aspiraban a convertirse, aunque luego cada uno de ellos terminara decantando en otra cosa, más vinculada con lo que eran realmente, o lo que podían hacer, o lo que los demás les dejaban hacer (para retomar la idea alfonsinista del “no pude, no quise, no me dejaron”).
El gobierno de Mauricio Macri, como los anteriores, comenzó moviéndose hacia el diálogo y desafiando los peores aspectos de quienes lo precedieron. Si Alfonsín reivindicaba la civilidad y la democracia, contra la dictadura; y Kirchner se mostró siempre respondiendo a la crisis del 2001; Macri también procura definirse en espejo frente al pasado inmediato, al que describe (posiblemente con razón) como un tiempo de prepotencia y corrupción.
El punto es que (para todos) gobernar es distinto que el discurso sobre cómo se va a gobernar. Y es aquí en donde las distintas administraciones que hemos tenido empiezan a mostrar su cara “efectiva” o “real”, habitualmente bastante distinta de aquella que los mismos involucrados invocan para describirse, y diferente también de la que invocan sus críticos, a partir de los prejuicios o predicciones que tienen en relación con quien llega al poder.
Alfonsín no era el “Presidente vendido a la Coca Cola” que algunos quisieron encontrar, ni Kirchner fue el débil Presidente venido desde el lejano sur, tal como sus críticos quisieron describirlo.
Según entiendo, Macri está lejos de ser la contracara de la corrupción kirchnerista, y no va a ser tampoco el “peor que Videla” del que pudiera hablar un ex secretario de Estado (y con él otros tránsfugas, ansiosos de justificar el lugar en el que penosamente estuvieron durante los últimos años).
Entonces, la pregunta importante, y conforme entiendo, es hacia dónde irá el gobierno de Macri, que hasta hoy muestra políticas fundamentalmente inestables. O, para decirlo mejor, la pregunta es en qué lugar tenderá a estabilizarse un gobierno que (como los recién mencionados, en sus comienzos) se ve todavía lejos de un lugar firme, y lejos de un lugar que lo resguarde de las duras presiones de algunos, y los fuertes empujones de otros muchos.
La mala noticia de todo esto es que, por razones seguramente asequibles pero complejas (que requerirían de un examen mucho más detenido), la Argentina, al menos desde mediados del siglo 20, parece haber definido su “punto de reposo” político en la ancha avenida de lo que podríamos denominar un cierto “conservadorismo popular” (a veces, más bien, un “populismo conservador”). Ese lugar es curioso, tal vez tanto como lo fuera el “punto de reposo” argentino en el siglo 19, esto es, el del “liberalismo conservador”. Fue allí –en esa convergencia liberal-conservadora- en donde la Argentina (como una mayoría de países latinoamericanos) tendió a estabilizarse, desde aproximadamente 1850 (con su nueva Constitución alberdiana, también de impronta claramente liberal-conservadora).
Y así como aquella convergencia de hace dos siglos resultó extraña e impensada (¿cómo podía existir una alianza así, si liberales y conservadores habían estado enfrentados a muerte hasta entonces?), hoy la convergencia hacia una suerte de (indeseable) conservadurismo-popular parece ser la más “ganadora” de entre las opciones abiertas al gobierno.
El kirchnerismo mostró en sus últimos 10 años una variable de aquella opción, y es mi impresión que el macrismo se encamina a ofrecer otra variante de lo mismo (lo que requeriría de futuros nuevos pactos con el “viejo” peronismo).
Quienes apostamos a una vida democrática más horizontal y más plena, vemos esta reiterada perspectiva con una preocupación enorme. Pero tal vez, como otras tantas veces, todo se trate simplemente de un nuevo error de análisis, por parte de uno.
Roberto Gargarella es sociólogo y profesor de derecho constitucional (UBA, UTDT)
El gobierno de Mauricio Macri, como los anteriores, comenzó moviéndose hacia el diálogo y desafiando los peores aspectos de quienes lo precedieron. Si Alfonsín reivindicaba la civilidad y la democracia, contra la dictadura; y Kirchner se mostró siempre respondiendo a la crisis del 2001; Macri también procura definirse en espejo frente al pasado inmediato, al que describe (posiblemente con razón) como un tiempo de prepotencia y corrupción.
El punto es que (para todos) gobernar es distinto que el discurso sobre cómo se va a gobernar. Y es aquí en donde las distintas administraciones que hemos tenido empiezan a mostrar su cara “efectiva” o “real”, habitualmente bastante distinta de aquella que los mismos involucrados invocan para describirse, y diferente también de la que invocan sus críticos, a partir de los prejuicios o predicciones que tienen en relación con quien llega al poder.
Alfonsín no era el “Presidente vendido a la Coca Cola” que algunos quisieron encontrar, ni Kirchner fue el débil Presidente venido desde el lejano sur, tal como sus críticos quisieron describirlo.
Según entiendo, Macri está lejos de ser la contracara de la corrupción kirchnerista, y no va a ser tampoco el “peor que Videla” del que pudiera hablar un ex secretario de Estado (y con él otros tránsfugas, ansiosos de justificar el lugar en el que penosamente estuvieron durante los últimos años).
Entonces, la pregunta importante, y conforme entiendo, es hacia dónde irá el gobierno de Macri, que hasta hoy muestra políticas fundamentalmente inestables. O, para decirlo mejor, la pregunta es en qué lugar tenderá a estabilizarse un gobierno que (como los recién mencionados, en sus comienzos) se ve todavía lejos de un lugar firme, y lejos de un lugar que lo resguarde de las duras presiones de algunos, y los fuertes empujones de otros muchos.
La mala noticia de todo esto es que, por razones seguramente asequibles pero complejas (que requerirían de un examen mucho más detenido), la Argentina, al menos desde mediados del siglo 20, parece haber definido su “punto de reposo” político en la ancha avenida de lo que podríamos denominar un cierto “conservadorismo popular” (a veces, más bien, un “populismo conservador”). Ese lugar es curioso, tal vez tanto como lo fuera el “punto de reposo” argentino en el siglo 19, esto es, el del “liberalismo conservador”. Fue allí –en esa convergencia liberal-conservadora- en donde la Argentina (como una mayoría de países latinoamericanos) tendió a estabilizarse, desde aproximadamente 1850 (con su nueva Constitución alberdiana, también de impronta claramente liberal-conservadora).
Y así como aquella convergencia de hace dos siglos resultó extraña e impensada (¿cómo podía existir una alianza así, si liberales y conservadores habían estado enfrentados a muerte hasta entonces?), hoy la convergencia hacia una suerte de (indeseable) conservadurismo-popular parece ser la más “ganadora” de entre las opciones abiertas al gobierno.
El kirchnerismo mostró en sus últimos 10 años una variable de aquella opción, y es mi impresión que el macrismo se encamina a ofrecer otra variante de lo mismo (lo que requeriría de futuros nuevos pactos con el “viejo” peronismo).
Quienes apostamos a una vida democrática más horizontal y más plena, vemos esta reiterada perspectiva con una preocupación enorme. Pero tal vez, como otras tantas veces, todo se trate simplemente de un nuevo error de análisis, por parte de uno.
Roberto Gargarella es sociólogo y profesor de derecho constitucional (UBA, UTDT)