HACIA UNA CARACTERIZACIÓN DEL GOBIERNO DE CAMBIEMOS. La ampliación del horizonte punitivo y los derechos humanos
Febrero de 2018
A más de dos años de gestión, es necesario hablar del gobierno de Cambiemos sin utilizar como atenuante la insistente coartada acerca de la “herencia recibida”. Importa analizar el actual gobierno en términos políticos, económicos, sociales y culturales, en sí mismo; esto es, como un proyecto autocontenido, visible en las políticas que se han venido aplicando en los diversos órdenes, a lo largo de estos dos primeros años.
Eso no significa que haya que dejar de lado el pasado o analizar la situación actual del país ignorando la historia anterior. Al contrario, podríamos señalar las continuidades y rupturas que representa el gobierno de Cambiemos respecto de otras gestiones gubernamentales, post-1983; también podríamos hacer hincapié sobre las responsabilidades del gobierno anterior en el actual estado de cosas (social, político, económico) o su tolerancia para con la corrupción; asimismo, podríamos marcar los problemas económicos y sociales traspasados por el gobierno anterior así como la ausencia de autocrítica de parte de diferentes sectores –políticos, económicos e intelectuales- respecto de las políticas previas a 2015. También podríamos ocuparnos de ciertas mejoras que se observan en algunas áreas de gobierno con respecto a gobiernos anteriores, como así también del accionar de muchos grupos de la oposición cuya crítica sólo busca limpiar las responsabilidades propias en el pasado y culpar a la actual gestión de todos los problemas del país.
Sin embargo, y no sólo por un problema de extensión, en este primer documento de análisis crítico de la gestión de Cambiemos, nos interesa ocuparnos de una cuestión que ya es un signo inequívoco de este gobierno y que merece una reacción urgente: su retórica y su política en materia de derechos humanos y de seguridad ciudadana. Para ello, lo primero es señalar que las referencias al pasado ya no son suficientes para explicar lo que está sucediendo; incluso, se vuelven cada vez menos necesarias para caracterizar al actual gobierno argentino. Más aún, el uso y abuso que la gestión actual ha venido haciendo de la “herencia recibida” en muchos casos no buscó siquiera superar problemas heredados sino más bien tendió a profundizarlos, tal como lo ilustra la continuidad de la dinámica polarizadora de la sociedad o la profundización de la violencia política estatal y del carácter represivo del accionar de las fuerzas de seguridad.
Nuestro propósito en este documento es hacer eje en las transformaciones que promueve el presente gobierno, con la convicción de que se trata de un proyecto político-ideológico que pretende volverse hegemónico y consolidar un nuevo orden político, económico y social en el país. Este texto no busca agotar esta complejidad sino que representa nuestro primer análisis y nuestra primera declaración en la materia, centrada en la temática de los derechos humanos, vinculada a la protesta social, la problemática indígena y la seguridad ciudadana, por entender que la misma representa una ruptura con los mejores valores que buscó construir la recuperación democrática en el país.
En términos de violencia política estatal, el gobierno de Cambiemos ha cruzado un umbral. El doble discurso, las tensiones y contradicciones propias del kirchnerismo son parte del pasado. En el gobierno anterior había un discurso de derechos humanos, que coexistía con una política de criminalización y represión, mientras que bajo la gestión de Cambiemos no hay invocación alguna a los derechos humanos como guía de las políticas públicas. Por el contrario, contra la doctrina de los derechos humanos, individuales y colectivos, el gobierno de Cambiemos plantea una política de criminalización que se aplica de manera cada vez más sistemática y generalizada sobre el conjunto de los diferentes actores sociales y políticos movilizados, en un contexto de visible aumento de la protesta social.
Así, la violencia institucional se agravó y en los últimos meses se abrió a una nueva época; primero, con el hallazgo sin vida del cuerpo de Santiago Maldonado en el río Chubut, luego de estar desaparecido durante 78 días, donde todavía se desconocen las causas de su muerte por ahogamiento, sucedida en un contexto de represión de fuerzas de Gendarmería, de la cual el gobierno ha buscado de modo sistemático des-responsabilizarse; luego con el asesinato por la espalda del joven mapuche Rafael Nahuel, en Río Negro, por parte de las fuerzas de Prefectura, una acción criminal justificada públicamente por altos funcionarios de gobierno. En un contexto de clara disputa por la tierra con grandes actores económicos, el gobierno convirtió a la población mapuche en una suerte de “enemigo interno” buscando así disciplinar cualquier disputa sobre la apropiación de los recursos naturales en el país.
La agresiva campaña política y mediática que apunta a asociar al pueblo mapuche con la violencia política, supuestamente articulada por el grupo radicalizado Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), de cuya existencia y accionar no se ofrecen pruebas convincentes, se ha vuelto un injustificado ensayo de agresión del poder político y económico contra los grupos más vulnerables de la población. Esta campaña de demonización de grupos vulnerables que protestan contra las políticas oficiales está ligada a la apuesta explícita que el gobierno de Cambiemos hizo por la profundización del modelo extractivo, basado en la explotación de combustibles no convencionales, la megaminería a cielo abierto, la multiplicación de represas hidroeléctricas, de centrales nucleares y la expansión de cultivos transgénicos, a lo cual hay que añadir los emprendimientos inmobiliarios, muchos de ellos en manos de propietarios extranjeros.
Estamos ante una gestión gubernamental que sólo reconoce los derechos del capital en los territorios nacionales, para lo cual ha resuelto profundizar el modelo extractivista adoptando modalidades represivas estatales más graves, que revelan no sólo la responsabilidad del gobierno nacional sino su connivencia con ciertos discursos y representaciones sociales de los sectores más conservadores y reaccionarios de la sociedad argentina.
Causa alarma la insistencia del gobierno, muy propia de las últimas décadas, de tratar las cuestiones de derechos a la luz de lo que expresen coyunturales encuestas de opinión pública. Montado en la ligereza y la irresponsabilidad, propias de las políticas de seguridad de las últimas décadas, el gobierno habla hoy de una “nueva doctrina” en la materia, con lo cual busca justificar crecientes acciones de represión estatal. No se trata de un “plan sistemático” (entre otras razones, por la improvisación con que se maneja en el tema y los “frenos políticos” que mantiene), pero tampoco de meras afirmaciones desafortunadas y hechos aislados. El gobierno, bajo el impulso fundamental, pero no exclusivo, del propio Presidente y su Ministra de Seguridad, busca sostenidamente justificar el “endurecimiento” de la acción represiva del Estado en un vasto campo que se extiende desde el accionar policial hasta la política de derechos humanos y su relación con el Sistema Internacional de Derechos Humanos. En lo que sigue nos ocupamos de señalar algunas de las piezas del sistema que viene articulando.
En relación con el accionar policial, desde los lugares más prominentes del gobierno se alienta la idea según la cual la muerte del delincuente es una opción más, disponible sin mayores resguardos, para los agentes de seguridad. El hecho de que el Presidente felicitara en público a un agente policial procesado por haberse excedido en el ejercicio de sus funciones, y responsable de haber matado a un presunto delincuente (e insistiera con ello aún luego de la confirmación del procesamiento por la Cámara Nacional Criminal y Correccional), es de una gravedad difícil de exagerar: ningún gobierno puede celebrar nunca la muerte de nadie, ni merece poner nunca a quien ha matado, como un ejemplo.
Otro elemento de la nueva doctrina en la materia se observa a nivel probatorio, cuando la Ministra de Seguridad se pronuncia en el sentido de “cambiar la presunción de inocencia a favor de las fuerzas de seguridad”. Esta afirmación no sólo choca contra la Constitución, sino también contra la idea, propia del sentido común, que nos dice que el poder extraordinario que adjudicamos a quienes llevan armas de fuego, exige de cuidados y controles también extraordinarios sobre el modo en que ellos pueden hacer uso de ese poder.
El gobierno y sus defensores también proponen dar un giro en el área procesal, que se advierte cuando quieren presentar como extremas, o propias del fanatismo doctrinario, a las posiciones llamadas “garantistas” –esto es, a la defensa de garantías procesales que son asumidas aún por el más modesto derecho penal liberal, en cualquier país civilizado. Lo cierto es que, si reconocemos derechos, también a los victimarios, ello no es por su condición de criminales, sino porque todos los seres humanos deben ser tratados como tales, si se pretende respetar los derechos humanos universales.
En el ámbito penal, y desde las más altas esferas del gobierno, también se advierte la promoción de pautas conservadoras en cuestiones tan básicas como la prisión preventiva, la libertad condicional, o aún la pena de muerte –que nuestro derecho decide en línea con las exigencias del Pacto de San José de Costa Rica. Todas estas cuestiones siguen siendo elementales para el funcionamiento del Estado de derecho que el gobierno dice querer respetar; como ejemplo, vale señalar que el Pacto establece de modo explícito que “no se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido”. La nueva doctrina que busca difundir el gobierno en materia penal, aparece en clara tensión con los principales rasgos que definen nuestro derecho desde mucho antes que la Constitución de 1853.
El discurso constitucional del gobierno también aparece degradado en relación con los principios económicos y sociales básicos que dice sostener. En este sentido, sus objetivos en ciertas áreas económicas aparecen inequívocamente por encima de las exigencias que el gobierno debe cumplir en materia de derechos fundamentales. Los derechos económicos y sociales establecidos en la Constitución desde hace más de medio siglo no son tratados hoy como derechos inviolables e incondicionales sino como residuos de un programa que prioriza y garantiza beneficios y rentas al capital más concentrado. El argumento oficial que justifica estas prioridades en el falso apotegma que pretende que así se retomará el crecimiento económico, la generación de empleo y una mejor distribución, es teórica e históricamente insostenible. En la práctica, se traduce por la erosión de las garantías para el acceso a condiciones laborales y beneficios sociales básicos, y continúa políticas asistenciales residuales que no responden a las exigencias de bienestar social de la población en las actuales condiciones de funcionamiento del sistema económico.
Todo lo anterior aparece como un resultado lógico de la señalada postura del gobierno en materia de derechos humanos. En breve, bajo la gestión de Cambiemos, no hay invocaciones fundadas en los derechos humanos. No sólo el Presidente se ha referido a los mismos, más de una vez, en tono despectivo sino que además muchos de sus funcionarios y adláteres parecen negar la existencia de pactos internacionales, de toda una normativa legal y constitucional en defensa de estos derechos, a los cuales parecen considerar como “facciosos” (propios de una determinada facción política) y aún “nocivos” para el accionar público.
En suma, en materia de derechos humanos, como también de la protesta social, del reclamo de los pueblos originarios, de la seguridad ciudadana y del efectivo ejercicio de los derechos económicos y sociales, el gobierno de Cambiemos busca imponer un conjunto de políticas y de representaciones sociales que son contrarias a la doctrina nacional e internacional. Estas prácticas expresan un grave retroceso tanto en cuestiones de libertades individuales como en términos de autogobierno colectivo que es necesario rechazar y enmendar de forma urgente.
Roberto Gargarella, Ruben Lo Vuolo, Maristella Svampa, Beatriz Sarlo, Silvina Ramirez, Horacio Tarcus, Patricia Zangaro, Enrique Viale, Alicia Lissidini, Pablo Alabarces, Patricia Pintos
Febrero de 2018
A más de dos años de gestión, es necesario hablar del gobierno de Cambiemos sin utilizar como atenuante la insistente coartada acerca de la “herencia recibida”. Importa analizar el actual gobierno en términos políticos, económicos, sociales y culturales, en sí mismo; esto es, como un proyecto autocontenido, visible en las políticas que se han venido aplicando en los diversos órdenes, a lo largo de estos dos primeros años.
Eso no significa que haya que dejar de lado el pasado o analizar la situación actual del país ignorando la historia anterior. Al contrario, podríamos señalar las continuidades y rupturas que representa el gobierno de Cambiemos respecto de otras gestiones gubernamentales, post-1983; también podríamos hacer hincapié sobre las responsabilidades del gobierno anterior en el actual estado de cosas (social, político, económico) o su tolerancia para con la corrupción; asimismo, podríamos marcar los problemas económicos y sociales traspasados por el gobierno anterior así como la ausencia de autocrítica de parte de diferentes sectores –políticos, económicos e intelectuales- respecto de las políticas previas a 2015. También podríamos ocuparnos de ciertas mejoras que se observan en algunas áreas de gobierno con respecto a gobiernos anteriores, como así también del accionar de muchos grupos de la oposición cuya crítica sólo busca limpiar las responsabilidades propias en el pasado y culpar a la actual gestión de todos los problemas del país.
Sin embargo, y no sólo por un problema de extensión, en este primer documento de análisis crítico de la gestión de Cambiemos, nos interesa ocuparnos de una cuestión que ya es un signo inequívoco de este gobierno y que merece una reacción urgente: su retórica y su política en materia de derechos humanos y de seguridad ciudadana. Para ello, lo primero es señalar que las referencias al pasado ya no son suficientes para explicar lo que está sucediendo; incluso, se vuelven cada vez menos necesarias para caracterizar al actual gobierno argentino. Más aún, el uso y abuso que la gestión actual ha venido haciendo de la “herencia recibida” en muchos casos no buscó siquiera superar problemas heredados sino más bien tendió a profundizarlos, tal como lo ilustra la continuidad de la dinámica polarizadora de la sociedad o la profundización de la violencia política estatal y del carácter represivo del accionar de las fuerzas de seguridad.
Nuestro propósito en este documento es hacer eje en las transformaciones que promueve el presente gobierno, con la convicción de que se trata de un proyecto político-ideológico que pretende volverse hegemónico y consolidar un nuevo orden político, económico y social en el país. Este texto no busca agotar esta complejidad sino que representa nuestro primer análisis y nuestra primera declaración en la materia, centrada en la temática de los derechos humanos, vinculada a la protesta social, la problemática indígena y la seguridad ciudadana, por entender que la misma representa una ruptura con los mejores valores que buscó construir la recuperación democrática en el país.
En términos de violencia política estatal, el gobierno de Cambiemos ha cruzado un umbral. El doble discurso, las tensiones y contradicciones propias del kirchnerismo son parte del pasado. En el gobierno anterior había un discurso de derechos humanos, que coexistía con una política de criminalización y represión, mientras que bajo la gestión de Cambiemos no hay invocación alguna a los derechos humanos como guía de las políticas públicas. Por el contrario, contra la doctrina de los derechos humanos, individuales y colectivos, el gobierno de Cambiemos plantea una política de criminalización que se aplica de manera cada vez más sistemática y generalizada sobre el conjunto de los diferentes actores sociales y políticos movilizados, en un contexto de visible aumento de la protesta social.
Así, la violencia institucional se agravó y en los últimos meses se abrió a una nueva época; primero, con el hallazgo sin vida del cuerpo de Santiago Maldonado en el río Chubut, luego de estar desaparecido durante 78 días, donde todavía se desconocen las causas de su muerte por ahogamiento, sucedida en un contexto de represión de fuerzas de Gendarmería, de la cual el gobierno ha buscado de modo sistemático des-responsabilizarse; luego con el asesinato por la espalda del joven mapuche Rafael Nahuel, en Río Negro, por parte de las fuerzas de Prefectura, una acción criminal justificada públicamente por altos funcionarios de gobierno. En un contexto de clara disputa por la tierra con grandes actores económicos, el gobierno convirtió a la población mapuche en una suerte de “enemigo interno” buscando así disciplinar cualquier disputa sobre la apropiación de los recursos naturales en el país.
La agresiva campaña política y mediática que apunta a asociar al pueblo mapuche con la violencia política, supuestamente articulada por el grupo radicalizado Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), de cuya existencia y accionar no se ofrecen pruebas convincentes, se ha vuelto un injustificado ensayo de agresión del poder político y económico contra los grupos más vulnerables de la población. Esta campaña de demonización de grupos vulnerables que protestan contra las políticas oficiales está ligada a la apuesta explícita que el gobierno de Cambiemos hizo por la profundización del modelo extractivo, basado en la explotación de combustibles no convencionales, la megaminería a cielo abierto, la multiplicación de represas hidroeléctricas, de centrales nucleares y la expansión de cultivos transgénicos, a lo cual hay que añadir los emprendimientos inmobiliarios, muchos de ellos en manos de propietarios extranjeros.
Estamos ante una gestión gubernamental que sólo reconoce los derechos del capital en los territorios nacionales, para lo cual ha resuelto profundizar el modelo extractivista adoptando modalidades represivas estatales más graves, que revelan no sólo la responsabilidad del gobierno nacional sino su connivencia con ciertos discursos y representaciones sociales de los sectores más conservadores y reaccionarios de la sociedad argentina.
Causa alarma la insistencia del gobierno, muy propia de las últimas décadas, de tratar las cuestiones de derechos a la luz de lo que expresen coyunturales encuestas de opinión pública. Montado en la ligereza y la irresponsabilidad, propias de las políticas de seguridad de las últimas décadas, el gobierno habla hoy de una “nueva doctrina” en la materia, con lo cual busca justificar crecientes acciones de represión estatal. No se trata de un “plan sistemático” (entre otras razones, por la improvisación con que se maneja en el tema y los “frenos políticos” que mantiene), pero tampoco de meras afirmaciones desafortunadas y hechos aislados. El gobierno, bajo el impulso fundamental, pero no exclusivo, del propio Presidente y su Ministra de Seguridad, busca sostenidamente justificar el “endurecimiento” de la acción represiva del Estado en un vasto campo que se extiende desde el accionar policial hasta la política de derechos humanos y su relación con el Sistema Internacional de Derechos Humanos. En lo que sigue nos ocupamos de señalar algunas de las piezas del sistema que viene articulando.
En relación con el accionar policial, desde los lugares más prominentes del gobierno se alienta la idea según la cual la muerte del delincuente es una opción más, disponible sin mayores resguardos, para los agentes de seguridad. El hecho de que el Presidente felicitara en público a un agente policial procesado por haberse excedido en el ejercicio de sus funciones, y responsable de haber matado a un presunto delincuente (e insistiera con ello aún luego de la confirmación del procesamiento por la Cámara Nacional Criminal y Correccional), es de una gravedad difícil de exagerar: ningún gobierno puede celebrar nunca la muerte de nadie, ni merece poner nunca a quien ha matado, como un ejemplo.
Otro elemento de la nueva doctrina en la materia se observa a nivel probatorio, cuando la Ministra de Seguridad se pronuncia en el sentido de “cambiar la presunción de inocencia a favor de las fuerzas de seguridad”. Esta afirmación no sólo choca contra la Constitución, sino también contra la idea, propia del sentido común, que nos dice que el poder extraordinario que adjudicamos a quienes llevan armas de fuego, exige de cuidados y controles también extraordinarios sobre el modo en que ellos pueden hacer uso de ese poder.
El gobierno y sus defensores también proponen dar un giro en el área procesal, que se advierte cuando quieren presentar como extremas, o propias del fanatismo doctrinario, a las posiciones llamadas “garantistas” –esto es, a la defensa de garantías procesales que son asumidas aún por el más modesto derecho penal liberal, en cualquier país civilizado. Lo cierto es que, si reconocemos derechos, también a los victimarios, ello no es por su condición de criminales, sino porque todos los seres humanos deben ser tratados como tales, si se pretende respetar los derechos humanos universales.
En el ámbito penal, y desde las más altas esferas del gobierno, también se advierte la promoción de pautas conservadoras en cuestiones tan básicas como la prisión preventiva, la libertad condicional, o aún la pena de muerte –que nuestro derecho decide en línea con las exigencias del Pacto de San José de Costa Rica. Todas estas cuestiones siguen siendo elementales para el funcionamiento del Estado de derecho que el gobierno dice querer respetar; como ejemplo, vale señalar que el Pacto establece de modo explícito que “no se restablecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido”. La nueva doctrina que busca difundir el gobierno en materia penal, aparece en clara tensión con los principales rasgos que definen nuestro derecho desde mucho antes que la Constitución de 1853.
El discurso constitucional del gobierno también aparece degradado en relación con los principios económicos y sociales básicos que dice sostener. En este sentido, sus objetivos en ciertas áreas económicas aparecen inequívocamente por encima de las exigencias que el gobierno debe cumplir en materia de derechos fundamentales. Los derechos económicos y sociales establecidos en la Constitución desde hace más de medio siglo no son tratados hoy como derechos inviolables e incondicionales sino como residuos de un programa que prioriza y garantiza beneficios y rentas al capital más concentrado. El argumento oficial que justifica estas prioridades en el falso apotegma que pretende que así se retomará el crecimiento económico, la generación de empleo y una mejor distribución, es teórica e históricamente insostenible. En la práctica, se traduce por la erosión de las garantías para el acceso a condiciones laborales y beneficios sociales básicos, y continúa políticas asistenciales residuales que no responden a las exigencias de bienestar social de la población en las actuales condiciones de funcionamiento del sistema económico.
Todo lo anterior aparece como un resultado lógico de la señalada postura del gobierno en materia de derechos humanos. En breve, bajo la gestión de Cambiemos, no hay invocaciones fundadas en los derechos humanos. No sólo el Presidente se ha referido a los mismos, más de una vez, en tono despectivo sino que además muchos de sus funcionarios y adláteres parecen negar la existencia de pactos internacionales, de toda una normativa legal y constitucional en defensa de estos derechos, a los cuales parecen considerar como “facciosos” (propios de una determinada facción política) y aún “nocivos” para el accionar público.
En suma, en materia de derechos humanos, como también de la protesta social, del reclamo de los pueblos originarios, de la seguridad ciudadana y del efectivo ejercicio de los derechos económicos y sociales, el gobierno de Cambiemos busca imponer un conjunto de políticas y de representaciones sociales que son contrarias a la doctrina nacional e internacional. Estas prácticas expresan un grave retroceso tanto en cuestiones de libertades individuales como en términos de autogobierno colectivo que es necesario rechazar y enmendar de forma urgente.
Roberto Gargarella, Ruben Lo Vuolo, Maristella Svampa, Beatriz Sarlo, Silvina Ramirez, Horacio Tarcus, Patricia Zangaro, Enrique Viale, Alicia Lissidini, Pablo Alabarces, Patricia Pintos