La inflación es la mayor distorsión de la economía argentina. Y aunque la negación es poderosa, incluso en los pasillos oficiales donde sólo se admite por lo bajo, hoy se cuela una evidencia que comparten hace rato el resto de los argentinos, acorralados en pesos pero ávidos de dólares: el problema es la inflación .
¿Pero cuál es la naturaleza y las causas de estas tasas de dos dígitos con la que hoy nos vemos obligados a convivir? ¿Y por qué existe ahora la creciente percepción de que ya no es posible sostener una situación que lleva años de arrastre? Y finalmente, además de asumir el problema, ¿qué es lo que se necesita para solucionarlo?
Para empezar, cabe preguntarse por qué tenemos una inflación alta y sostenida. El crecimiento de la demanda impulsada principalmente por políticas fiscales, de ingresos y monetarias pro-consumo, estuvo muy por encima de las posibilidades de expansión de la oferta doméstica. Además, buena parte de la emisión monetaria estuvo orientada a financiar el déficit fiscal y el pago de la deuda pública, lo que redujo los fondos prestables al sector privado. Así, mientras se fogoneaba el consumo, los elevados niveles de inflación desincentivaron la inversión, desalentando la ampliación y modernización del aparato productivo.
Pero este fenómeno no se manifestó inmediatamente. En los primeros años después de la devaluación, dado que estábamos recuperando la cantidad de pesos en términos de valor que teníamos en nuestros bolsillos, el Banco Central pudo emitir sin que eso implicara una desvalorización de nuestra moneda. De hecho, era necesario que lo hiciera. Ese período podría graficarse utilizando una suerte de fórmula: 2002-2004 = devaluación + necesidad de monetización.
Entre 2005 y principios del 2007 la política económica expansiva del Gobierno pudo ser absorbida por la capacidad instalada ociosa y el desempleo. Los salarios, que venían atrasados, empezaron a avanzar a tasas por encima de la inflación, como consecuencia lógica del reacomodamiento de precios tras una mega devaluación. La fórmula para este período, que se podría calificar como de inflación cómoda, sería: 2005-principios de 2007 = Capacidad ociosa + desempleo + reacomodamiento de precios relativos.
A partir de mediados de 2007, a la intervención del Indec se le sumó que la economía fue acercándose a sus límites, tanto en materia de capacidad productiva como en lo relativo al mercado de trabajo. El traslado a precios de la política económica expansiva fue in crescendo. Además, la política económica actuó procíclicamente, redoblando su sesgo expansivo, en especial en 2010 y 2011. La fórmula que describe esta etapa de alta inflación distorsiva sería: mediados de 2007 hasta hoy = capacidad instalada al tope + intervención del Indec.
Ahora bien, ¿por qué si hace varios años que convivimos con inflación elevada, ahora existe consenso sobre la urgencia de reducirla? Porque el daño ocasionado por el incremento sostenido de los precios es progresivo, y hemos llegado al punto en que las distorsiones acumuladas han complicado la macro sustancialmente, afectando incluso el desempeño de la actividad económica.
En particular, mientras que por el lado de la oferta, la inflación elevada fue afectando la competitividad, las necesidades de financiamiento del Gobierno junto a la divergencia entre la tasa de incremento de los precios, versus la tasa de devaluación de la moneda y las tasas de interés domésticas, motivaron una creciente percepción dólar barato y escaso, alentando un mayor apetito por la moneda extranjera. Esto terminó afectando negativamente los planes de consumo e inversión.
Llegamos así finalmente a la pregunta más importante: ¿cuáles serían las soluciones? Actualmente, la estrategia del Gobierno se concentra en evitar una depreciación sustancial del dólar y contener las paritarias. Claramente este esquema no resulta efectivo. De hecho, en lo que va de 2012 la inflación se ha mantenido en niveles similares a los del pasado año, incluso a pesar de la fuerte desaceleración económica.
Entonces, ¿cómo se podría solucionar la inflación? No existe una medida salvadora, si no que una estrategia antinflacionaria exitosa requeriría un enfoque gradual e integral. Debe incluir tanto la necesidad de anclar expectativas, como una moderación del sesgo expansivo de la política económica.
En materia de expectativas aparecen dos puntos clave. Por un lado, la necesidad de recobrar las estadísticas de precios oficiales, de manera de volver a alinear las expectativas de todos los agentes económicos en torno a un único índice de inflación creíble. Pero también será fundamental el aspecto comunicacional de esta medida: toda la opinión pública debe estar al tanto sobre cómo se planea lograr esa meta.
Y, aun cuando el proceso de anclar las expectativas constituye una pata fundamental, la puesta en marcha de un esquema de política económica más moderada, también será vital. Sería iluso pensar en la convivencia de tasas de inflación de un dígito con tasas de incremento del gasto y los agregados monetarios en torno al 30%. En particular, en materia fiscal actualmente existen gastos que a las claras resultan inequitativos como los subsidios a la energía y al transporte. La estrategia oficial debería centrarse en reemplazar el esquema actual de subsidio a la oferta por otro focalizado en la demanda, lo que mejoraría su progresividad y permitiría reducir su peso, que hoy alcanza nada menos que un 3,2% del PIB.
Además, en cualquier caso este esquema debe acompañarse con una política que favorezca las inversiones, tras un análisis de las necesidades sector por sector. Si bien esto podría subir algunos puntos la inflación en lo inmediato, en un mediano plazo garantizaría la convergencia entre la oferta y la demanda.
Hoy en día la realidad nos muestra como corolario de los desequilibrios que generan las políticas expansivas, a un gobierno y una sociedad que se acostumbraron a vivir de la ilusión monetaria. Esta inercia es la más difícil de romper. Por supuesto, deberán evitarse costos excesivos en materia de actividad en el corto plazo. Pero su concreción debería iniciarse cuanto antes. El tiempo corre y las distorsiones económicas se acumulan. Cada día que pasa es más costoso cualquier intento de ordenar la macroeconomía actual.
¿Pero cuál es la naturaleza y las causas de estas tasas de dos dígitos con la que hoy nos vemos obligados a convivir? ¿Y por qué existe ahora la creciente percepción de que ya no es posible sostener una situación que lleva años de arrastre? Y finalmente, además de asumir el problema, ¿qué es lo que se necesita para solucionarlo?
Para empezar, cabe preguntarse por qué tenemos una inflación alta y sostenida. El crecimiento de la demanda impulsada principalmente por políticas fiscales, de ingresos y monetarias pro-consumo, estuvo muy por encima de las posibilidades de expansión de la oferta doméstica. Además, buena parte de la emisión monetaria estuvo orientada a financiar el déficit fiscal y el pago de la deuda pública, lo que redujo los fondos prestables al sector privado. Así, mientras se fogoneaba el consumo, los elevados niveles de inflación desincentivaron la inversión, desalentando la ampliación y modernización del aparato productivo.
Pero este fenómeno no se manifestó inmediatamente. En los primeros años después de la devaluación, dado que estábamos recuperando la cantidad de pesos en términos de valor que teníamos en nuestros bolsillos, el Banco Central pudo emitir sin que eso implicara una desvalorización de nuestra moneda. De hecho, era necesario que lo hiciera. Ese período podría graficarse utilizando una suerte de fórmula: 2002-2004 = devaluación + necesidad de monetización.
Entre 2005 y principios del 2007 la política económica expansiva del Gobierno pudo ser absorbida por la capacidad instalada ociosa y el desempleo. Los salarios, que venían atrasados, empezaron a avanzar a tasas por encima de la inflación, como consecuencia lógica del reacomodamiento de precios tras una mega devaluación. La fórmula para este período, que se podría calificar como de inflación cómoda, sería: 2005-principios de 2007 = Capacidad ociosa + desempleo + reacomodamiento de precios relativos.
A partir de mediados de 2007, a la intervención del Indec se le sumó que la economía fue acercándose a sus límites, tanto en materia de capacidad productiva como en lo relativo al mercado de trabajo. El traslado a precios de la política económica expansiva fue in crescendo. Además, la política económica actuó procíclicamente, redoblando su sesgo expansivo, en especial en 2010 y 2011. La fórmula que describe esta etapa de alta inflación distorsiva sería: mediados de 2007 hasta hoy = capacidad instalada al tope + intervención del Indec.
Ahora bien, ¿por qué si hace varios años que convivimos con inflación elevada, ahora existe consenso sobre la urgencia de reducirla? Porque el daño ocasionado por el incremento sostenido de los precios es progresivo, y hemos llegado al punto en que las distorsiones acumuladas han complicado la macro sustancialmente, afectando incluso el desempeño de la actividad económica.
En particular, mientras que por el lado de la oferta, la inflación elevada fue afectando la competitividad, las necesidades de financiamiento del Gobierno junto a la divergencia entre la tasa de incremento de los precios, versus la tasa de devaluación de la moneda y las tasas de interés domésticas, motivaron una creciente percepción dólar barato y escaso, alentando un mayor apetito por la moneda extranjera. Esto terminó afectando negativamente los planes de consumo e inversión.
Llegamos así finalmente a la pregunta más importante: ¿cuáles serían las soluciones? Actualmente, la estrategia del Gobierno se concentra en evitar una depreciación sustancial del dólar y contener las paritarias. Claramente este esquema no resulta efectivo. De hecho, en lo que va de 2012 la inflación se ha mantenido en niveles similares a los del pasado año, incluso a pesar de la fuerte desaceleración económica.
Entonces, ¿cómo se podría solucionar la inflación? No existe una medida salvadora, si no que una estrategia antinflacionaria exitosa requeriría un enfoque gradual e integral. Debe incluir tanto la necesidad de anclar expectativas, como una moderación del sesgo expansivo de la política económica.
En materia de expectativas aparecen dos puntos clave. Por un lado, la necesidad de recobrar las estadísticas de precios oficiales, de manera de volver a alinear las expectativas de todos los agentes económicos en torno a un único índice de inflación creíble. Pero también será fundamental el aspecto comunicacional de esta medida: toda la opinión pública debe estar al tanto sobre cómo se planea lograr esa meta.
Y, aun cuando el proceso de anclar las expectativas constituye una pata fundamental, la puesta en marcha de un esquema de política económica más moderada, también será vital. Sería iluso pensar en la convivencia de tasas de inflación de un dígito con tasas de incremento del gasto y los agregados monetarios en torno al 30%. En particular, en materia fiscal actualmente existen gastos que a las claras resultan inequitativos como los subsidios a la energía y al transporte. La estrategia oficial debería centrarse en reemplazar el esquema actual de subsidio a la oferta por otro focalizado en la demanda, lo que mejoraría su progresividad y permitiría reducir su peso, que hoy alcanza nada menos que un 3,2% del PIB.
Además, en cualquier caso este esquema debe acompañarse con una política que favorezca las inversiones, tras un análisis de las necesidades sector por sector. Si bien esto podría subir algunos puntos la inflación en lo inmediato, en un mediano plazo garantizaría la convergencia entre la oferta y la demanda.
Hoy en día la realidad nos muestra como corolario de los desequilibrios que generan las políticas expansivas, a un gobierno y una sociedad que se acostumbraron a vivir de la ilusión monetaria. Esta inercia es la más difícil de romper. Por supuesto, deberán evitarse costos excesivos en materia de actividad en el corto plazo. Pero su concreción debería iniciarse cuanto antes. El tiempo corre y las distorsiones económicas se acumulan. Cada día que pasa es más costoso cualquier intento de ordenar la macroeconomía actual.