Versión ampliada de la entrevista en el blog del autor.
EL MUNDO › IGNACIO CANO, EXPERTO EN TEMAS DE VIOLENCIA DE LA UNIVERSIDAD DEL ESTADO DE RIO DE JANEIRO
El sociólogo español analiza las protestas del año pasado en Brasil como reflejo de una insatisfacción con el modelo político; el surgimiento de las milicias y de las Unidades de Policía Pacificadora.
Luce como si no hubiera dormido en toda la noche, pero su disposición a conversar es inquebrantable. Después de ultimar detalles con su asistente sobre un encuentro diplomático que mantendrá al finalizar esta entrevista, Ignacio Cano, profesor y coordinador del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, dialoga con Página/12, en el lobby de un hotel cuatro estrellas, sobre el surgimiento de las milicias y de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) en la ciudad carioca, las protestas del año pasado en Brasil y la política de seguridad del gobierno de Dilma Rousseff a un mes del Mundial de Fútbol. El sociólogo español pasó fugazmente por Buenos Aires para participar de la Reunión Regional de Expertos sobre Seguridad y Uso de la Fuerza por parte de las Fuerzas Policiales, organizada por el Centro de Estudios Legales y Sociales y la Academia de Derecho Internacional Humanitario y Derechos Humanos de Ginebra. “El nudo gordiano del problema brasileño es la desigualdad y la violencia. En ese sentido, la trayectoria de los últimos diez años ha sido positiva, pero todavía estamos muy lejos del ideal”, dispara.
En el segundo lustro de 2000, un fenómeno acaparó la atención de la prensa carioca: las milicias. Para el sociólogo de la Universidad Complutense de Madrid, este actor social surge como tentativa de relegitimación de procesos de dominación preexistentes. Miembros de la policía militar, de la policía civil, agentes penitenciarios, bomberos y fusileros navales –en actividad y retirados– forman estos cuerpos paraestatales que, además de apegarse al clientelismo tradicional, apelan a la coacción armada. Las milicias crecen por lo general en áreas pobres, abandonadas por el Estado, con un férreo control territorial. Cano aporta algunas claves sobre su financiamiento. “En muchos casos, los propios policías, corrompidos por el narcotráfico, llegan a la conclusión de que sacan más dinero, en función del debilitamiento del menudeo del narcotráfico, vendiendo servicios a la comunidad y controlando transacciones comerciales, que comercializando drogas o recibiendo una parte de su venta. Primero piden tasas de protección; más tarde controlarán la renta del agua, la venta de gas, el transporte clandestino, Internet, la televisión por cable y las transacciones inmobiliarias del vecindario. El líder miliciano no sólo atrae centros comunitarios o consigue fondos para la comunidad. También paga entierros, fiestas o juguetes para los niños en Navidad. A diferencia del narcotráfico, que asume su papel marginal, estigmatizado y perverso en la sociedad, las milicias –advierte Cano– llegan con un discurso liberador, como si se tratase de una cruzada contra el narcotráfico. En la construcción de ese liderazgo buscan obediencia y que los elijan como referentes territoriales a cambio de resolver la vida de los habitantes de las favelas.” A este modelo que gira alrededor del jefe local, quien ostenta un dominio total sobre la vida cotidiana de las personas, Cano lo llama “neofeudalismo”. Ante un conflicto con el vecino o una mujer golpeada por su marido es el jefe de la milicia, del narcotráfico o del grupo de exterminio quien dirime la controversia.
Los policías que forman los grupos de exterminio dominan el territorio ejecutando a “indeseables” y vendiendo sus servicios de “limpieza social” a comerciantes o líderes políticos. Pero no controlan el acceso a espacios públicos permanentemente como ocurre con el narcotráfico o la milicia. “Nunca tienen a alguien en el ingreso a la favela preguntando a qué va. Son muchos más discretos. De noche matan a quien les parece que tienen que matar”, apunta Cano. Más allá de la disputa territorial, en algunos casos, se dan pequeñas asociaciones o las milicias permiten que los narcotraficantes comercien drogas a cambio de dinero. En ocasiones, las comunidades se venden entre estos grupos armados.
Desde el punto de vista de la seguridad pública, el desafío, según Cano, pasa por convencer a la policía y a los operadores del narcotráfico de que esa estructura de violencia es una desgracia para todos. “El narcotráfico tiene que evolucionar hacia un modelo de delivery, con reducción de sus costos, inversión, sin utilizar armamento de gran calibre y sin control territorial; la policía debe volcarse hacia la protección de la comunidad, con disminución de la violencia y no de victoria sobre el narcotráfico, que es imposible”, señala el docente de la Universidad de Río de Janeiro. “Pretender acabar con el narcotráfico es colocarse una meta inalcanzable”, sentencia.
–Entonces, ¿cómo se explica la inversión en tecnología y armamento para combatirlo?
–La criminalización del narcotráfico nos ha traído en América latina costos elevadísimos en términos de violencia y corrupción. La derecha tradicional se resiste a revisar ese modelo, pero hoy vemos que países como Uruguay, Colombia y Guatemala empiezan a cuestionarlo.
Según Cano, el modelo de intervención tradicional de la policía entrando, disparando, matando y saliendo de los barrios es una estrategia de combate de la droga sin impacto a mediano y largo plazo. “Muchas veces policías corruptos entraban a la favela para enviarle una señal al narcotráfico: me pagás más o vas a acabar como el último que matamos porque no pagaba suficiente”, dice. En 2008, la Secretaría de Seguridad del gobierno carioca creó las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) para romper ese ciclo extorsivo. Se instalaron en la comunidad de Doña Marta. Su propuesta: retomar los territorios dominados por el crimen organizado, a través de una patrulla ciudadana, para establecer el Estado democrático de derecho.
Hoy, 37 UPP controlan al menos 60 favelas de los centenares que salpican la geografía sinuosa de Río de Janeiro. Si bien fue pensada como una policía con permanencia en los barrios, la venta de droga continuó, pero sin un dominio territorial tan claro de grupos armados. “Aunque han sido la vitrina principal de las políticas de seguridad, el gobierno no las ubicó en las localidades más violentas, que se encuentran en el oeste de la ciudad y en el conurbano”, afirma Cano.
–¿Las UPP son un modelo exportable a otros países?
–Sólo puede replicarse en situaciones con altos niveles de violencia letal y control territorial de grupos armados ilegales. Además es muy costoso. Hay que multiplicar por ocho o por nueve la tasa de saturación policial. La razón de policía por habitante en Río, para el conjunto del Estado, es de 2,3 policías militares cada mil habitantes. En las áreas de UPP hablamos de 18 policías cada mil habitantes.
–¿Argentina entra en ese esquema de violencia que demanda intervención de las UPP?
–Puede ser que en algún barrio de alguna ciudad se den esas situaciones. Pero Argentina aún no vive el escenario que atraviesan las metrópolis de Brasil. Y esperemos que nunca llegue a eso. Como política para su país no me parece.
–¿Cómo analiza la posición del gobierno brasileño sobre las manifestaciones?
–El gobierno tiene estrategias contradictorias. Por un lado reconoció que las manifestaciones fueron importantes para la democracia y se expresó en contra de la violencia. Por otra parte, hay sectores del gobierno, también de la oposición, que proponen una ley antiterrorista para contener a los manifestantes. En algunos estados ha habido una cooperación activa entre fiscales, policías y gobierno para acusar a manifestantes de pertenecer a bandas armadas. En Minas Gerais, la Justicia utilizó la figura penal de crimen de milicia. En Río, el año pasado hubo detenciones nocturnas donde incautaron libros de Mijail Bakunin. El gobierno está muy preocupado por la posibilidad de motines en las cárceles y de manifestaciones cerca de los estadios. Hay insatisfacción y desajuste entre la visión de un Brasil que, según The Economist, estaba despegando como un cohete y la calidad de vida en casa.
–¿Es un descontento dirigido a los gobiernos estaduales o al gobierno federal?
–Es una insatisfacción con el modelo político. Hay crisis de representación. Dilma continúa siendo favorita porque el resto de la clase política también se ha desgastado. En Manaos están construyendo un estadio para 40 mil personas. La asistencia de público para ver un domingo al equipo local es de 5 mil personas. ¿Quién se beneficia? Las elites asociadas al proyecto del Mundial. Eso genera mucho disgusto. Lo que pase depende mucho de Felipao y Neymar. Si el equipo nacional es eliminado rápido, es probable que esa insatisfacción sea canalizada hacia protestas mucho más amplias.
El sociólogo español analiza las protestas del año pasado en Brasil como reflejo de una insatisfacción con el modelo político; el surgimiento de las milicias y de las Unidades de Policía Pacificadora.
Luce como si no hubiera dormido en toda la noche, pero su disposición a conversar es inquebrantable. Después de ultimar detalles con su asistente sobre un encuentro diplomático que mantendrá al finalizar esta entrevista, Ignacio Cano, profesor y coordinador del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, dialoga con Página/12, en el lobby de un hotel cuatro estrellas, sobre el surgimiento de las milicias y de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) en la ciudad carioca, las protestas del año pasado en Brasil y la política de seguridad del gobierno de Dilma Rousseff a un mes del Mundial de Fútbol. El sociólogo español pasó fugazmente por Buenos Aires para participar de la Reunión Regional de Expertos sobre Seguridad y Uso de la Fuerza por parte de las Fuerzas Policiales, organizada por el Centro de Estudios Legales y Sociales y la Academia de Derecho Internacional Humanitario y Derechos Humanos de Ginebra. “El nudo gordiano del problema brasileño es la desigualdad y la violencia. En ese sentido, la trayectoria de los últimos diez años ha sido positiva, pero todavía estamos muy lejos del ideal”, dispara.
En el segundo lustro de 2000, un fenómeno acaparó la atención de la prensa carioca: las milicias. Para el sociólogo de la Universidad Complutense de Madrid, este actor social surge como tentativa de relegitimación de procesos de dominación preexistentes. Miembros de la policía militar, de la policía civil, agentes penitenciarios, bomberos y fusileros navales –en actividad y retirados– forman estos cuerpos paraestatales que, además de apegarse al clientelismo tradicional, apelan a la coacción armada. Las milicias crecen por lo general en áreas pobres, abandonadas por el Estado, con un férreo control territorial. Cano aporta algunas claves sobre su financiamiento. “En muchos casos, los propios policías, corrompidos por el narcotráfico, llegan a la conclusión de que sacan más dinero, en función del debilitamiento del menudeo del narcotráfico, vendiendo servicios a la comunidad y controlando transacciones comerciales, que comercializando drogas o recibiendo una parte de su venta. Primero piden tasas de protección; más tarde controlarán la renta del agua, la venta de gas, el transporte clandestino, Internet, la televisión por cable y las transacciones inmobiliarias del vecindario. El líder miliciano no sólo atrae centros comunitarios o consigue fondos para la comunidad. También paga entierros, fiestas o juguetes para los niños en Navidad. A diferencia del narcotráfico, que asume su papel marginal, estigmatizado y perverso en la sociedad, las milicias –advierte Cano– llegan con un discurso liberador, como si se tratase de una cruzada contra el narcotráfico. En la construcción de ese liderazgo buscan obediencia y que los elijan como referentes territoriales a cambio de resolver la vida de los habitantes de las favelas.” A este modelo que gira alrededor del jefe local, quien ostenta un dominio total sobre la vida cotidiana de las personas, Cano lo llama “neofeudalismo”. Ante un conflicto con el vecino o una mujer golpeada por su marido es el jefe de la milicia, del narcotráfico o del grupo de exterminio quien dirime la controversia.
Los policías que forman los grupos de exterminio dominan el territorio ejecutando a “indeseables” y vendiendo sus servicios de “limpieza social” a comerciantes o líderes políticos. Pero no controlan el acceso a espacios públicos permanentemente como ocurre con el narcotráfico o la milicia. “Nunca tienen a alguien en el ingreso a la favela preguntando a qué va. Son muchos más discretos. De noche matan a quien les parece que tienen que matar”, apunta Cano. Más allá de la disputa territorial, en algunos casos, se dan pequeñas asociaciones o las milicias permiten que los narcotraficantes comercien drogas a cambio de dinero. En ocasiones, las comunidades se venden entre estos grupos armados.
Desde el punto de vista de la seguridad pública, el desafío, según Cano, pasa por convencer a la policía y a los operadores del narcotráfico de que esa estructura de violencia es una desgracia para todos. “El narcotráfico tiene que evolucionar hacia un modelo de delivery, con reducción de sus costos, inversión, sin utilizar armamento de gran calibre y sin control territorial; la policía debe volcarse hacia la protección de la comunidad, con disminución de la violencia y no de victoria sobre el narcotráfico, que es imposible”, señala el docente de la Universidad de Río de Janeiro. “Pretender acabar con el narcotráfico es colocarse una meta inalcanzable”, sentencia.
–Entonces, ¿cómo se explica la inversión en tecnología y armamento para combatirlo?
–La criminalización del narcotráfico nos ha traído en América latina costos elevadísimos en términos de violencia y corrupción. La derecha tradicional se resiste a revisar ese modelo, pero hoy vemos que países como Uruguay, Colombia y Guatemala empiezan a cuestionarlo.
Según Cano, el modelo de intervención tradicional de la policía entrando, disparando, matando y saliendo de los barrios es una estrategia de combate de la droga sin impacto a mediano y largo plazo. “Muchas veces policías corruptos entraban a la favela para enviarle una señal al narcotráfico: me pagás más o vas a acabar como el último que matamos porque no pagaba suficiente”, dice. En 2008, la Secretaría de Seguridad del gobierno carioca creó las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) para romper ese ciclo extorsivo. Se instalaron en la comunidad de Doña Marta. Su propuesta: retomar los territorios dominados por el crimen organizado, a través de una patrulla ciudadana, para establecer el Estado democrático de derecho.
Hoy, 37 UPP controlan al menos 60 favelas de los centenares que salpican la geografía sinuosa de Río de Janeiro. Si bien fue pensada como una policía con permanencia en los barrios, la venta de droga continuó, pero sin un dominio territorial tan claro de grupos armados. “Aunque han sido la vitrina principal de las políticas de seguridad, el gobierno no las ubicó en las localidades más violentas, que se encuentran en el oeste de la ciudad y en el conurbano”, afirma Cano.
–¿Las UPP son un modelo exportable a otros países?
–Sólo puede replicarse en situaciones con altos niveles de violencia letal y control territorial de grupos armados ilegales. Además es muy costoso. Hay que multiplicar por ocho o por nueve la tasa de saturación policial. La razón de policía por habitante en Río, para el conjunto del Estado, es de 2,3 policías militares cada mil habitantes. En las áreas de UPP hablamos de 18 policías cada mil habitantes.
–¿Argentina entra en ese esquema de violencia que demanda intervención de las UPP?
–Puede ser que en algún barrio de alguna ciudad se den esas situaciones. Pero Argentina aún no vive el escenario que atraviesan las metrópolis de Brasil. Y esperemos que nunca llegue a eso. Como política para su país no me parece.
–¿Cómo analiza la posición del gobierno brasileño sobre las manifestaciones?
–El gobierno tiene estrategias contradictorias. Por un lado reconoció que las manifestaciones fueron importantes para la democracia y se expresó en contra de la violencia. Por otra parte, hay sectores del gobierno, también de la oposición, que proponen una ley antiterrorista para contener a los manifestantes. En algunos estados ha habido una cooperación activa entre fiscales, policías y gobierno para acusar a manifestantes de pertenecer a bandas armadas. En Minas Gerais, la Justicia utilizó la figura penal de crimen de milicia. En Río, el año pasado hubo detenciones nocturnas donde incautaron libros de Mijail Bakunin. El gobierno está muy preocupado por la posibilidad de motines en las cárceles y de manifestaciones cerca de los estadios. Hay insatisfacción y desajuste entre la visión de un Brasil que, según The Economist, estaba despegando como un cohete y la calidad de vida en casa.
–¿Es un descontento dirigido a los gobiernos estaduales o al gobierno federal?
–Es una insatisfacción con el modelo político. Hay crisis de representación. Dilma continúa siendo favorita porque el resto de la clase política también se ha desgastado. En Manaos están construyendo un estadio para 40 mil personas. La asistencia de público para ver un domingo al equipo local es de 5 mil personas. ¿Quién se beneficia? Las elites asociadas al proyecto del Mundial. Eso genera mucho disgusto. Lo que pase depende mucho de Felipao y Neymar. Si el equipo nacional es eliminado rápido, es probable que esa insatisfacción sea canalizada hacia protestas mucho más amplias.