Hora de compromisos, no de componendas

Cuando se promueven alianzas sobre la base de buenas intenciones, pero no se explicita cómo se las llevará a cabo, pareciera que el cálculo de los votos es más importante que la búsqueda genuina de coincidencias
A menudo, los intelectuales abandonan un tema no porque lo hayan agotado, sino porque consideran que pasó de moda. El problema es que los temas sustantivos son tozudos y, tarde o temprano, reaparecen.
Sucede ahora en todo el mundo con la vieja división política entre izquierda y derecha, y vale la pena detenerse en el asunto. Señalo antes dos cosas. La primera es que esa distinción me sigue pareciendo productiva, por más que las dicotomías sólo sirvan para poner en marcha análisis que necesariamente las complejizan. (Por eso tampoco es desdeñable la difundida noción de «centro».) Y la segunda, que como el significado de las palabras depende del uso que se haga de ellas, el principal contexto de mi reflexión será la Argentina de nuestros días.
Sólo que un vistazo histórico previo se revela bastante jugoso. En septiembre de 1789, el rey de Francia conservaba aún su corona y en la Asamblea Nacional Constituyente se puso a votación un artículo que le daba derecho de veto absoluto sobre las medidas que aprobase la futura Asamblea Legislativa. Quienes estaban a favor se ubicaron a la derecha del podio; quienes se oponían en nombre de la soberanía popular se pusieron a la izquierda. Ése fue el origen de la diferencia entre izquierda y derecha. El hábito hace que nos cueste imaginarlo, pero el azar podría haber hecho que fuera al revés.
¿Por qué es jugosa la anécdota? Porque establece de entrada que los gobiernos que se empeñan en concentrar el mayor poder posible y que rechazan cualquier control sobre sus actos podrán aspirar a muchas cosas menos a ser considerados de izquierda (o de centroizquierda). Es lo que está sucediendo hoy entre nosotros, con la excusa teórica de una supuesta «razón populista». Según ella, el concepto de «pueblo» designa a un conjunto heterogéneo de sectores con demandas insatisfechas que carecen por sí mismas de un término de unidad. De ahí que resulte indispensable la figura del líder capaz de articular y de expresar esas demandas. Cuando surge este líder, su voz se convierte en la voz del pueblo.
En este sentido, no es casual que los actos oficiales reproduzcan el orden jerárquico de la liturgia católica. Evocan el altar, con el hijo de Dios crucificado; el púlpito, desde donde el oficiante transmite la palabra divina, y, más abajo, la feligresía. En nuestro caso, el altar es ocupado por el Pueblo en sus sucesivas encarnaciones icónicas: Perón, Evita y, abrumadoramente, Néstor y Cristina. En el púlpito, la oficiante habla en su nombre y, por eso, no tolera preguntas ni cuestionamientos. Y, otra vez, más abajo se ubican los fieles creyentes que, al aplaudir a la Presidenta, se estarían aplaudiendo a sí mismos. La gauche de 1789 quedaría estupefacta si se enterara de que hay quienes se atreven a llamar a esto un sano «populismo de izquierda».
Demos un paso más y luego hagamos una pausa. La izquierda no sólo nació repudiando la concentración de poder, sino que, como decía Bobbio, creció y se hizo fuerte aborreciendo la desigualdad social en todas sus formas. Hablo, claro, de la izquierda democrática, que es la única que aquí me interesa y que se define por su lucha constante por una mayor igualdad en un marco republicano y no autoritario. Pero si propongo la pausa es para dedicarle unos párrafos a otra noción en boga. Aludo al progresismo.
Denostado por los escribas del kirchnerismo (para unos, porque evocaría una revolución imposible; para otros, porque sería sinónimo de conservadurismo), se trata de un término polisémico que comenzó a usarse en Europa en el siglo XIX. Según se sabe, un término polisémico autoriza siempre diversos recorridos. Privilegiaré uno que es, seguramente, el de mayor importancia histórica. Me refiero al desarrollo de la ciudadanía en un doble sentido. Por una parte, se trata de la extensión genuina del voto a sectores cada vez más amplios de la población (no propietarios, analfabetos, mujeres, etcétera). Por la otra, al avance de los derechos civiles, políticos, sociales, culturales y humanos de los ciudadanos. Es decir que consideraré progresistas todas las medidas que contribuyan a ese desarrollo y regresivas a aquellas que lo coarten.
Las consecuencias que se siguen no son menores. Significa, por ejemplo, que nada impide que un gobierno de derecha tome medidas concretamente progresistas. Hay ilustraciones elocuentes. Otto von Bismarck, el conservador de mano dura que fundó el Estado alemán moderno, buscó seducir a la clase media con el sufragio universal y a los trabajadores con la legislación social más progresista y avanzada de su época. Muchos años después, en Inglaterra y en plena Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill, otro conservador, fue quien echó las bases de lo que luego sería conocido como el Estado de Bienestar.
Si esto es así, significa que, a pesar de sus profundas diferencias, la derecha y la izquierda pueden llegar a coincidir en la adopción de medidas progresistas. Por ejemplo, en un país como el nuestro, en la exigencia de que se cumpla la Constitución y exista una división auténtica de poderes, sin la cual peligran los derechos de los ciudadanos. Desde este punto de vista, el actual gobierno ha adoptado medidas que resultan evidentemente regresivas, como un centralismo flagrante, la eliminación de cualquier control efectivo de su gestión o la falsificación deliberada de las estadísticas nacionales. Pero dictó también medidas progresistas en materia civil (el matrimonio igualitario) o social (la jubilación de las amas de casa, la asignación universal por hijo). El saldo es sin duda negativo, como lo revelan en los últimos años el aumento de la desigualdad y de la pobreza, la inflación, el deterioro de las instituciones, la falta de cambios estructurales, la crisis de los servicios públicos, el nombramiento y la defensa de funcionarios ineptos y/o acusados de corrupción o el notorio ajuste recesivo que se halla en curso y que afecta decididamente a los que menos tienen.
Frente a esto se elevan voces opositoras que provienen de la derecha, del centro y de la izquierda, pero que todavía no atinan a articular alternativas claras que vayan más allá de los armados electorales o de la postulación de candidaturas. Es aquí donde puede resultar útil la distinción que sugiero.
Independientemente de las alianzas partidarias, es el momento de que los críticos del Gobierno se pongan de acuerdo en un conjunto prioritario y urgente de medidas progresistas que se comprometan a aplicar quienquiera sea que llegue al poder. Sólo que esto es bastante menos simple de lo que aparenta. Nadie va a estar en contra de que se elimine el desempleo o de que se mejoren la educación y la salud. La cuestión es cómo se lo hace. Una cosa es reducir la desigualdad mediante una reforma impositiva profunda que redistribuya el ingreso y otra querer hacerlo liberando las fuerzas de mercado en la confianza de que el crecimiento «derramará» espontáneamente sus frutos al conjunto de la población. No es lo mismo atacar la inflación con los remedios monetaristas que tantas veces padecimos que aplicar políticas públicas que redefinan la matriz productiva del país. Ni tampoco promover la llegada de capitales manteniendo la inicua ley de inversiones extranjeras diseñada por Martínez de Hoz y que todavía se halla vigente.
Esto es lo que tiene de engañoso elaborar catálogos de buenas intenciones y suponer que quienes los firman se pusieron realmente de acuerdo en cómo cumplirlos. En estos días, por ejemplo, se discute si una fuerza de derecha como Pro debe integrarse o no a la coalición de sectores de centro y de izquierda que conforman UNEN. La discusión tiene menos que ver con un examen detenido de las coincidencias posibles que con un cálculo de los votos que esa alianza aportaría o no. Es recaer en los vicios de la vieja política e invertir el orden de prioridades.
La verdadera cuestión consiste en producir un programa ordenado de medidas progresistas que incluya los modos de ponerlas en práctica, y entonces sí la ciudadanía sabrá cómo se colocan los eventuales candidatos a representarla. Es congruente con mi planteo que haya temas no negociables porque hacen a la identidad misma de quienes se consideran de derecha, de centro o de izquierda. Pero el nivel de deterioro al que ha sido llevado el país alienta a pensar que es posible discutir a fondo y acordar un conjunto mínimo y estratégico de medidas progresistas y que esto importa mucho más que los pactos entre dirigentes o el desfile mediático de políticos con ambiciones. Hoy más que nunca, la gravedad de la situación exige compromisos y no componendas.
© LA NACION

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