Miércoles 15 de junio de 2011 | 09:40 (actualizado a las 09:40)
Como otros argentinos me encuentro entre dos mundos: suelo discrepar en varios temas con el Gobierno; y en otros, con la oposición. No soy ni quiero ser de 6,7,8 o El Argentino, tampoco de TN ni Clarín. Sin embargo, de un tiempo a esta parte se va tornando cada vez más difícil ser moderado. Será que quienes pregonan el «nunca menos» también sostienen que «no es tiempo para tibios». O quienes se disgustan con algunas prácticas gubernamentales protestan desde una posición extrema, de acuerdo a la cual siempre «está en juego la democracia». En este estéril tironeo entre las partes, algunos nos sentimos como Han Solo, Chewbacca, la Princesa Leia y Luke cuando caen en una compactadora de residuos gigante en la «Guerra de las Galaxias»: las paredes se acercan y comprimen cada vez más a quienes se encuentran en el centro.
Reconozco que me frustra la impermeabilidad de mis amigos kirchneristas frente a cualquier crítica tanto como me asombran sus reacciones, muchas veces desmedidas. Pero también enrojezco de bronca cuando me toca escuchar definiciones de amistades que profesan un antikirchnerismo tan visceral que no pueden aceptar ningún acierto del Gobierno. No alcanzo a entender por qué para defender a la actual Corte Suprema tengo que pensar que no hay inflación; ni cuál es la inverosímil línea divisoria que obliga a separar a quienes pensamos que era necesaria una nueva ley de medios de quienes sentimos que la publicidad oficial es abusiva y maniquea; ni las causas por las que para defender la Asignación Universal por Hijo (AUH) se debe estar de acuerdo con el despilfarro de subsidios al transporte, la energía y los alimentos o con la participación de la Fundación Madres de Plaza de Mayo en la construcción de viviendas por centenares de millones de dólares.
La virulencia entre ambos bandos es tan grande que ya ni prestamos atención a los argumentos que se esgrimen sino que encendemos todos los reflectores sobre quienes los sostienen, cayendo permanentemente en falacias ad hominen. Así, antes de atender al otro, nos precipitamos a etiquetarlo como K o anti-K para poder decidir a partir de ello si estamos o no de acuerdo con lo que dice. Para que el interesado comprenda mejor a qué me refiero puede, sin ir más lejos, remitirse a los comentarios que se irán haciendo acerca de esta columna más abajo. Quizás algún día un medio digital se anime a realizar el siguiente experimento: publicar una columna moderada, firmarla apócrifamente por un opositor y aguardar los comentarios de los foristas; sólo para proceder luego a cambiar la firma por la de un oficialista y ver entonces cómo varían las opiniones.
Hay sectores críticos del Gobierno que parecen creer en la democracia sólo cuando ésta resulta en medidas que son de su agrado y que agitan el fantasma de una supuesta chavización. Muchas veces se trata de los mismos que rechazan filosóficamente la AUH sosteniendo que desincentiva la búsqueda laboral o estimula la procreación. Confieso que no llego a comprender qué orden de prioridades poseen o cuál es su cosmovisión. Espantados, llaman a esos beneficios «clientelismo político», se molestan porque sus perceptores apoyan al Gobierno y, en una actitud de ribetes antidemocráticos, se indignan con «la gente» por la elevada imagen positiva que «a pesar de todo» mantiene la Presidenta. Pareciera que no es natural que alguien vote por quien le resuelve sus problemas más acuciantes.
Muchas personas apoyan y votarán al oficialismo porque sienten que están mejor, algo que es innegable cuando recordamos que hace apenas diez años nuestra sociedad, nuestra economía, nuestro sistema político -es decir, nuestro país- estallaban en pedazos. Personalmente, pienso que gran parte de las mejoras económicas que experimentamos están determinadas por el contexto global. Es cierto que, en los difíciles primeros años, Néstor Kirchner tomó decisiones muy importantes. Pero también falló luego en la administración de la abundancia, aquella que nos permitiría acumular muchos años más de bonanza y de tranquilidad.
El síntoma más claro de ese exceso es la inflación, que tiene su origen en la negativa a corregir a tiempo gastos inconducentes: una maraña de subsidios mal enfocados; erogaciones esquizofrénicas en materia energética que sólo postergan y agravan el problema de fondo; obra pública sin estrategia, excedida en costos y plazos de terminación. El aumento sistemático de precios ya empeoró el frente social, está afectando la competitividad de muchos sectores productivos, reduce la inversión potencial y con ello nuestra capacidad de crecer sin tensiones. En los próximos años tendremos que lidiar con las consecuencias de todo esto.
Ante este panorama, continuar con fútiles antinomias -en particular dentro una generación que no vivió nada grave que la deba separar tan tajantemente- es perder el tiempo. Acusar permanentemente al adversario o buscar cómo obstruir su accionar contribuye poco y nada a resolver nuestros principales problemas.
Este comportamiento resulta tanto más gravoso cuando es llevado adelante por quienes transitamos en ámbitos con poder de decisión. No se puede obligar a quien no padece necesidades extremas a que sienta lo que es carecer absolutamente de todo. Tampoco que quien falta de su hogar catorce horas al día para cumplir con un trabajo que apenas le da lo mínimo para alimentar a su familia se ponga a analizar si la política económica actual resulta insostenible y tarde o temprano tendrá impactos negativos de los cuales le será difícil o imposible escapar.
La tarea de construir un sendero de desarrollo sostenible que en el corto plazo resuelva las necesidades urgentes y pavimente a la vez la sostenibilidad de las mejoras es tarea de la dirigencia entera: de los políticos en general, de los funcionarios, de los gremios, de los empresarios, de los intelectuales. Somos nosotros quienes debemos hacer el mea culpa y aceptar de aquí en más la responsabilidad que nos cabe para transformar las desavenencias en acuerdos, los yerros en aciertos, y la incertidumbre endémica que padecemos los argentinos por certezas de un futuro más próspero.
Como otros argentinos me encuentro entre dos mundos: suelo discrepar en varios temas con el Gobierno; y en otros, con la oposición. No soy ni quiero ser de 6,7,8 o El Argentino, tampoco de TN ni Clarín. Sin embargo, de un tiempo a esta parte se va tornando cada vez más difícil ser moderado. Será que quienes pregonan el «nunca menos» también sostienen que «no es tiempo para tibios». O quienes se disgustan con algunas prácticas gubernamentales protestan desde una posición extrema, de acuerdo a la cual siempre «está en juego la democracia». En este estéril tironeo entre las partes, algunos nos sentimos como Han Solo, Chewbacca, la Princesa Leia y Luke cuando caen en una compactadora de residuos gigante en la «Guerra de las Galaxias»: las paredes se acercan y comprimen cada vez más a quienes se encuentran en el centro.
Reconozco que me frustra la impermeabilidad de mis amigos kirchneristas frente a cualquier crítica tanto como me asombran sus reacciones, muchas veces desmedidas. Pero también enrojezco de bronca cuando me toca escuchar definiciones de amistades que profesan un antikirchnerismo tan visceral que no pueden aceptar ningún acierto del Gobierno. No alcanzo a entender por qué para defender a la actual Corte Suprema tengo que pensar que no hay inflación; ni cuál es la inverosímil línea divisoria que obliga a separar a quienes pensamos que era necesaria una nueva ley de medios de quienes sentimos que la publicidad oficial es abusiva y maniquea; ni las causas por las que para defender la Asignación Universal por Hijo (AUH) se debe estar de acuerdo con el despilfarro de subsidios al transporte, la energía y los alimentos o con la participación de la Fundación Madres de Plaza de Mayo en la construcción de viviendas por centenares de millones de dólares.
La virulencia entre ambos bandos es tan grande que ya ni prestamos atención a los argumentos que se esgrimen sino que encendemos todos los reflectores sobre quienes los sostienen, cayendo permanentemente en falacias ad hominen. Así, antes de atender al otro, nos precipitamos a etiquetarlo como K o anti-K para poder decidir a partir de ello si estamos o no de acuerdo con lo que dice. Para que el interesado comprenda mejor a qué me refiero puede, sin ir más lejos, remitirse a los comentarios que se irán haciendo acerca de esta columna más abajo. Quizás algún día un medio digital se anime a realizar el siguiente experimento: publicar una columna moderada, firmarla apócrifamente por un opositor y aguardar los comentarios de los foristas; sólo para proceder luego a cambiar la firma por la de un oficialista y ver entonces cómo varían las opiniones.
Hay sectores críticos del Gobierno que parecen creer en la democracia sólo cuando ésta resulta en medidas que son de su agrado y que agitan el fantasma de una supuesta chavización. Muchas veces se trata de los mismos que rechazan filosóficamente la AUH sosteniendo que desincentiva la búsqueda laboral o estimula la procreación. Confieso que no llego a comprender qué orden de prioridades poseen o cuál es su cosmovisión. Espantados, llaman a esos beneficios «clientelismo político», se molestan porque sus perceptores apoyan al Gobierno y, en una actitud de ribetes antidemocráticos, se indignan con «la gente» por la elevada imagen positiva que «a pesar de todo» mantiene la Presidenta. Pareciera que no es natural que alguien vote por quien le resuelve sus problemas más acuciantes.
Muchas personas apoyan y votarán al oficialismo porque sienten que están mejor, algo que es innegable cuando recordamos que hace apenas diez años nuestra sociedad, nuestra economía, nuestro sistema político -es decir, nuestro país- estallaban en pedazos. Personalmente, pienso que gran parte de las mejoras económicas que experimentamos están determinadas por el contexto global. Es cierto que, en los difíciles primeros años, Néstor Kirchner tomó decisiones muy importantes. Pero también falló luego en la administración de la abundancia, aquella que nos permitiría acumular muchos años más de bonanza y de tranquilidad.
El síntoma más claro de ese exceso es la inflación, que tiene su origen en la negativa a corregir a tiempo gastos inconducentes: una maraña de subsidios mal enfocados; erogaciones esquizofrénicas en materia energética que sólo postergan y agravan el problema de fondo; obra pública sin estrategia, excedida en costos y plazos de terminación. El aumento sistemático de precios ya empeoró el frente social, está afectando la competitividad de muchos sectores productivos, reduce la inversión potencial y con ello nuestra capacidad de crecer sin tensiones. En los próximos años tendremos que lidiar con las consecuencias de todo esto.
Ante este panorama, continuar con fútiles antinomias -en particular dentro una generación que no vivió nada grave que la deba separar tan tajantemente- es perder el tiempo. Acusar permanentemente al adversario o buscar cómo obstruir su accionar contribuye poco y nada a resolver nuestros principales problemas.
Este comportamiento resulta tanto más gravoso cuando es llevado adelante por quienes transitamos en ámbitos con poder de decisión. No se puede obligar a quien no padece necesidades extremas a que sienta lo que es carecer absolutamente de todo. Tampoco que quien falta de su hogar catorce horas al día para cumplir con un trabajo que apenas le da lo mínimo para alimentar a su familia se ponga a analizar si la política económica actual resulta insostenible y tarde o temprano tendrá impactos negativos de los cuales le será difícil o imposible escapar.
La tarea de construir un sendero de desarrollo sostenible que en el corto plazo resuelva las necesidades urgentes y pavimente a la vez la sostenibilidad de las mejoras es tarea de la dirigencia entera: de los políticos en general, de los funcionarios, de los gremios, de los empresarios, de los intelectuales. Somos nosotros quienes debemos hacer el mea culpa y aceptar de aquí en más la responsabilidad que nos cabe para transformar las desavenencias en acuerdos, los yerros en aciertos, y la incertidumbre endémica que padecemos los argentinos por certezas de un futuro más próspero.