El vicepresidente de Brasil, Michel Temer, se reunió ayer con el líder del Senado, Renan Calheiros. No sólo hablaron del juicio político a Dilma Rousseff, sino también de la conformación del Gobierno que el primero se dispone a asumir.
Parece increíble tener que ensayar un obituario de la era del Partido de los Trabajadores, tanto por lo traumático que resulta su final como por el ambiente de amplia celebración social que lo rodea. ¿Cómo explicar una y otra cosa cuando cae el telón sobre una etapa de más de trece años, icónica para el de por sí peculiar comienzo de siglo de América del Sur? ¿Cómo entender esas condiciones después de una etapa en la que se consiguió la proeza de que todos los brasileños comieran al menos tres veces por día (tal la quijotesca promesa de Luiz Inácio Lula da Silva en la campaña de 2002), en la que treinta millones de personas salieron de la pobreza y en la que el país comenzó a dejar atrás el mote de «Belindia», que lo señalaba como uno de los más desiguales del mundo?
Aunque no les guste a las víctimas del juicio político que en las próximas horas derivaría en la suspensión de Dilma Rousseff, antesala de su salida final, el PT no pierde el poder por sus éxitos, irritantes, cómo no, para algunos de sus enemigos políticos, sino por sus propios pecados.
Lula, sobre todo, pero también Dilma repartieron la riqueza brasileña más y mejor que cualquier otro presidente en la historia de Brasil, pero no supieron conciliar ese mérito con un proyecto de desarrollo económico inclusivo y a la vez duradero. Como en otras experiencias continentales, el fin del auge de los precios de las materias primas (la soja, el hierro y el petróleo, en el caso que nos ocupa) dejó como saldo un Estado que había ampliado su presencia y las prestaciones sociales pero que no extendió en una medida equivalente las bases materiales que hicieran sustentable el nuevo estado de cosas. El empinamiento del déficit fiscal lo demostró y se hizo insostenible cuando, en una peculiaridad del caso brasileño, la crisis financiera internacional de 2008-2009 socavó las bases de un modelo que había descansado demasiado cómodamente en la valorización financiera. La historia quiso que Dilma fuera la que cargara con el impacto pleno de la nueva coyuntura, con un crecimiento económico que primero se ralentizó, luego se aplanó y terminó derivando en una recesión prolongada y de tintes depresivos.
«Mientras la economía internacional presentó un buen desempeño, hasta 2008, el Gobierno de Lula surfeó la ola, apalancando el capitalismo nacional, aunque para espanto de los petistas más auténticos. La situación se extendió durante los dos primeros años de Dilma Rousseff, pero la crisis internacional se hizo sentir con más fuerza a partir de 2013. Esa crisis, sumada a políticas equivocadas y a una ampliación de los programas sociales, generó los primeros desequilibrios y alejó a los sectores empresariales del Gobierno», le dijo Carlos Eduardo Vidigal, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Brasilia, a Ámbito Financiero.
En rigor, sí había un camino imaginado al desarrollo, sólo que se lo malversó. Se basaba en la visión de un Estado inductor de la actividad económica a partir de una obra pública intensa, de la demanda de servicios por parte de empresas de capital mixto (con control estatal) como Petrobras y de una asociación con grandes compañías nacionales, destinadas a convertirse por esa vía en multinacionales globales. El propio Gobierno del PT implosionó su apuesta al, por lo menos, sostener y probablemente ampliar y sistematizar esquemas de corrupción que, al conocerse, fueron el caldo de cultivo perfecto para este desenlace. Hoy, Petrobras, su cuenca presal y el sueño de un «Brasil saudita» languidecen por los bajos precios del crudo y bajo el peso de una deuda enorme. Y las aspirantes a multinacionales privadas apenas sobreviven, impedidas de firmar contratos con el Estado, en medio del escarnio social y con sus principales ejecutivos entre rejas.
«La crisis económica internacional y la crisis interna crearon conflictos políticos que, ante las denuncias de corrupción, generaron un aislamiento del PT y sus seguidores», añadió Vidigal. Alguna vez el PT deberá mirarse en ese espejo, por doloroso que le resulte. Sin eso, no tendrá futuro posible.
Todos los analistas coinciden en sumar a las causas de la debacle las deficiencias del propio liderazgo de Dilma. La elección que Lula hizo de ella como sucesora fue «desastrosa», según Paulo Kramer, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Brasilia. «Al llegar a la presidencia, Rousseff no había sido concejala, ni alcaldesa, ni gobernadora, ni diputada ni senadora. Nada. Es obvio que, ante una crisis, una persona con esa falencia no tendría ni la experiencia ni el temperamento necesarios. El suyo fue el ‘job training’ más caro de la historia de Brasil», añadió.
Hasta sus más enconados adversarios conceden que Dilma no se enriqueció personalmente, pero sí creen que ante la extensión de la corrupción en el país aplicó una política de «laissez-faire». Pretendió no contaminarse con los personajes que el PT sumó desde el inicio para darse una mayoría parlamentaria que las urnas siempre le negaron, pero eso siempre fue para esos aliados una muestra de soberbia y desdén.
«Entre sus errores, ninguno fue más grave que su desprecio total hacia la clase política. Ella nunca quiso saber nada con los diputados y senadores, algo que pretendió cambiar sólo cuando su situación se hizo irreversible», opinó para esta nota Marcelo Rech, analista político y director del Instituto Inforel de Brasilia.
Llega así a su fin una etapa histórica única. La izquierda brasileña hasta fue celebrada, lejos de su país de origen desde ya, por los centroderechas latinoamericanos como ejemplo de un progresismo racional (moderado), que oponían a otras versiones, más radicales y por eso más detestadas.
Cabe hablar de final, claro, porque casi nadie apuesta a que, tras una eventual suspensión, Dilma pueda soñar con el regreso.
«No hay ninguna posibilidad de que retome el Gobierno. La imagino abandonando la política, ya que ni el mismo PT le dará su apoyo. El partido apenas tratará de salvar a Lula», dijo Rech. Lula es su única carta electoral… si es que no va preso, claro.
A Dilma le quedará el consuelo de dejar sembrada la idea de que fue víctima de un golpe. El juicio de la historia, por ahora imponderable, será lo que le quede.
Parece increíble tener que ensayar un obituario de la era del Partido de los Trabajadores, tanto por lo traumático que resulta su final como por el ambiente de amplia celebración social que lo rodea. ¿Cómo explicar una y otra cosa cuando cae el telón sobre una etapa de más de trece años, icónica para el de por sí peculiar comienzo de siglo de América del Sur? ¿Cómo entender esas condiciones después de una etapa en la que se consiguió la proeza de que todos los brasileños comieran al menos tres veces por día (tal la quijotesca promesa de Luiz Inácio Lula da Silva en la campaña de 2002), en la que treinta millones de personas salieron de la pobreza y en la que el país comenzó a dejar atrás el mote de «Belindia», que lo señalaba como uno de los más desiguales del mundo?
Aunque no les guste a las víctimas del juicio político que en las próximas horas derivaría en la suspensión de Dilma Rousseff, antesala de su salida final, el PT no pierde el poder por sus éxitos, irritantes, cómo no, para algunos de sus enemigos políticos, sino por sus propios pecados.
Lula, sobre todo, pero también Dilma repartieron la riqueza brasileña más y mejor que cualquier otro presidente en la historia de Brasil, pero no supieron conciliar ese mérito con un proyecto de desarrollo económico inclusivo y a la vez duradero. Como en otras experiencias continentales, el fin del auge de los precios de las materias primas (la soja, el hierro y el petróleo, en el caso que nos ocupa) dejó como saldo un Estado que había ampliado su presencia y las prestaciones sociales pero que no extendió en una medida equivalente las bases materiales que hicieran sustentable el nuevo estado de cosas. El empinamiento del déficit fiscal lo demostró y se hizo insostenible cuando, en una peculiaridad del caso brasileño, la crisis financiera internacional de 2008-2009 socavó las bases de un modelo que había descansado demasiado cómodamente en la valorización financiera. La historia quiso que Dilma fuera la que cargara con el impacto pleno de la nueva coyuntura, con un crecimiento económico que primero se ralentizó, luego se aplanó y terminó derivando en una recesión prolongada y de tintes depresivos.
«Mientras la economía internacional presentó un buen desempeño, hasta 2008, el Gobierno de Lula surfeó la ola, apalancando el capitalismo nacional, aunque para espanto de los petistas más auténticos. La situación se extendió durante los dos primeros años de Dilma Rousseff, pero la crisis internacional se hizo sentir con más fuerza a partir de 2013. Esa crisis, sumada a políticas equivocadas y a una ampliación de los programas sociales, generó los primeros desequilibrios y alejó a los sectores empresariales del Gobierno», le dijo Carlos Eduardo Vidigal, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad de Brasilia, a Ámbito Financiero.
En rigor, sí había un camino imaginado al desarrollo, sólo que se lo malversó. Se basaba en la visión de un Estado inductor de la actividad económica a partir de una obra pública intensa, de la demanda de servicios por parte de empresas de capital mixto (con control estatal) como Petrobras y de una asociación con grandes compañías nacionales, destinadas a convertirse por esa vía en multinacionales globales. El propio Gobierno del PT implosionó su apuesta al, por lo menos, sostener y probablemente ampliar y sistematizar esquemas de corrupción que, al conocerse, fueron el caldo de cultivo perfecto para este desenlace. Hoy, Petrobras, su cuenca presal y el sueño de un «Brasil saudita» languidecen por los bajos precios del crudo y bajo el peso de una deuda enorme. Y las aspirantes a multinacionales privadas apenas sobreviven, impedidas de firmar contratos con el Estado, en medio del escarnio social y con sus principales ejecutivos entre rejas.
«La crisis económica internacional y la crisis interna crearon conflictos políticos que, ante las denuncias de corrupción, generaron un aislamiento del PT y sus seguidores», añadió Vidigal. Alguna vez el PT deberá mirarse en ese espejo, por doloroso que le resulte. Sin eso, no tendrá futuro posible.
Todos los analistas coinciden en sumar a las causas de la debacle las deficiencias del propio liderazgo de Dilma. La elección que Lula hizo de ella como sucesora fue «desastrosa», según Paulo Kramer, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Brasilia. «Al llegar a la presidencia, Rousseff no había sido concejala, ni alcaldesa, ni gobernadora, ni diputada ni senadora. Nada. Es obvio que, ante una crisis, una persona con esa falencia no tendría ni la experiencia ni el temperamento necesarios. El suyo fue el ‘job training’ más caro de la historia de Brasil», añadió.
Hasta sus más enconados adversarios conceden que Dilma no se enriqueció personalmente, pero sí creen que ante la extensión de la corrupción en el país aplicó una política de «laissez-faire». Pretendió no contaminarse con los personajes que el PT sumó desde el inicio para darse una mayoría parlamentaria que las urnas siempre le negaron, pero eso siempre fue para esos aliados una muestra de soberbia y desdén.
«Entre sus errores, ninguno fue más grave que su desprecio total hacia la clase política. Ella nunca quiso saber nada con los diputados y senadores, algo que pretendió cambiar sólo cuando su situación se hizo irreversible», opinó para esta nota Marcelo Rech, analista político y director del Instituto Inforel de Brasilia.
Llega así a su fin una etapa histórica única. La izquierda brasileña hasta fue celebrada, lejos de su país de origen desde ya, por los centroderechas latinoamericanos como ejemplo de un progresismo racional (moderado), que oponían a otras versiones, más radicales y por eso más detestadas.
Cabe hablar de final, claro, porque casi nadie apuesta a que, tras una eventual suspensión, Dilma pueda soñar con el regreso.
«No hay ninguna posibilidad de que retome el Gobierno. La imagino abandonando la política, ya que ni el mismo PT le dará su apoyo. El partido apenas tratará de salvar a Lula», dijo Rech. Lula es su única carta electoral… si es que no va preso, claro.
A Dilma le quedará el consuelo de dejar sembrada la idea de que fue víctima de un golpe. El juicio de la historia, por ahora imponderable, será lo que le quede.