El escenario
Lunes 16 de mayo de 2011 | Publicado en edición impresa
Cristina Kirchner ha entrado en conflicto, en una misma semana, con un par de adversarios complicados: Hugo Moyano y Dilma Rousseff. Ambos aseguran, por sus peculiaridades personales, enredos inquietantes. Pero no conviene dejarse hipnotizar por estas telenovelas, que son síntomas de un problema más complejo: el «modelo de acumulación de matriz productiva diversificada e inclusión social» está en crisis. Los síntomas de su agotamiento son la inflación y el aumento de las importaciones. Moyano y Dilma son anécdotas. Salvo que se decida confundir los efectos con las causas, como hace la Presidenta cada vez que pide colaboración para salvar su obra.
La frágil relación de la señora de Kirchner con Moyano terminó de romperse cuando el camionero convocó a un paro para impedir que se investigue a la empresa Covelia por lavado de dinero. En ese instante se activó el plan para instalar a Gerardo Martínez (Uocra) al frente de la central obrera. En otras palabras, empezó la guerra fría.
El empresariado está feliz. Y en la Casa Rosada también se regocijan con la idea de que vituperando a Moyano se conquistará a la clase media. Las dos reacciones son erróneas. La hipótesis de que peleándose con el camionero Cristina Kirchner mejorará su relación con el electorado que le tiene antipatía debe ser pensada dos veces. Moyano es un activo tóxico del Gobierno, es decir, contamina mucho más a la Presidenta que a cualquiera de sus rivales. Ubicarlo en el centro de la campaña tal vez sea un modo de llevar votos a la oposición. Salvo que la Presidenta se sienta capaz de terminar con el poder de quien, por ahora, sigue militando en sus filas. Es una pretensión muy problemática.
Si bien el kirchnerismo está en condiciones de desplazar a Moyano de la CGT, sería ingenuo suponer que de ese modo se recuperará la paz social. Es más probable que ocurra lo contrario. El camionero está convocando a reuniones exclusivas de los gremios del transporte para relanzar su viejo Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA). Desde allí se prepara para boicotear cualquier relación entre el Gobierno y el sindicalismo que no lo tenga a él mismo como eje. Moyano no depende de otros sindicalistas para bloquear la economía. El lidera la logística en un país cuyo principal negocio es el transporte de granos. Además, puede obturar el flujo de caudales y de combustibles. De ahí recibe su poder. Es la razón por la que Néstor Kirchner lo quería como socio.
El otro factor, más coyuntural, que potencia a Moyano es la inflación. La Presidenta, que suele confundir sus propios vicios con virtudes, se ufana de ser quien garantiza las paritarias. El camionero, con la misma ingenuidad, se lo agradece. Ambos celebran una institución que si resulta valiosa es porque los precios aumentan un 30% por año. En la Argentina actual las negociaciones laborales se limitan a hablar de sueldos, sumas fijas y premios, y sólo valen por seis meses. El kirchnerismo abordó la patología inflacionaria adulterando las estadísticas. Ahora pide colaboración a los sindicatos porque, como dijo la señora de Kirchner, «si no la relojería del modelo no funciona».
En el pedido hay algo de ingratitud, de olvido: el gremialismo ha venido colaborando desde hace cuatro años callándose la boca frente a la corrosión del poder adquisitivo del salario. La Presidenta tal vez podría objetivar su drama informándose sobre las concesiones que acaba de hacer el gobierno chino para desbaratar el paro de camioneros en el puerto de Shanghai, que es el mayor del mundo. Se quejaban por la inflación. Hu Jintao también sufre a sus Moyanos.
La pelea con Brasil
Como el conflicto con el líder de la CGT, la pelea con Brasil también tiene una dimensión cinematográfica: dos mujeres poderosas, una viuda, la otra divorciada, con estilos muy distintos, enfrentadas en una batalla de dinero. Joseph Mankiewicz o Lars von Trier harían un clásico con este material. Hasta podría pensarse en una gran serie mercosuriana.
La prohibición de la entrada de autos argentinos fue decidida por la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, en persona. No podía ser de otra manera. Rousseff es una economista obsesiva, absorbente y adicta al trabajo, que entra en cólera cuando las excusas que se le presentan para justificar un percance son poco convincentes. En esos casos -confiesan antiguos subordinados- lanza cinco malas palabras por frase. No tolera que la enfrenten.
El ministro de Desarrollo, Industria y Comercio Exterior, Fernando Pimentel, encargado de que se cumpla la disposición, pertenece al círculo más estrecho de Rousseff, con quien compartió la prisión entre 1970 y 1973. Tal vez el Gobierno, en Buenos Aires, no lo registró: la infinita flexibilidad de Lula, que tanto irritaba al empresariado brasileño, no está más en el Planalto.
La guerra comercial comenzó en enero, cuando el gobierno argentino extendió licencias no automáticas de 60 días para las importaciones. En febrero, Pimentel se reunió en Buenos Aires con su colega Débora Giorgi, quien le aseguró que no se afectaría a Brasil. Sin embargo, el 24 de febrero, Cristina Kirchner dijo: «Importar cosechadoras o tractores me parece criminal». Para Guillermo Moreno fue como oler el suéter de la presa: pasó por encima de Giorgi e instaló por tiempo indeterminado una barrera para las maquinarias agrícolas brasileñas.
Rousseff y Pimentel pegaron donde duele: la industria automotriz, el sancta sanctorum del «modelo». Desde el jueves pasado un rosario de camiones cargados de automóviles está detenido en la frontera con Brasil. Los funcionarios del PT, imperturbables, dicen que están tratando de moderar el ingreso de vehículos extranjeros de cualquier origen: en el primer cuatrimestre de este año creció 80,7% respecto del mismo período de 2010.
Desde el punto de vista sectorial, la controversia es curiosa. Hay maquinarias brasileñas -las de John Deere, por ejemplo- que se fabrican con partes argentinas; y la cámara que representa a esta industria en Brasil agrupa también al sector automotor, cuyas empresas tienen sede en ambos países.
Rousseff decidió, como la Presidenta, no viajar a Asunción. Ambas adujeron enigmáticos inconvenientes de salud. El diálogo, igual, no se ha interrumpido. Pimentel invito a Giorgi a visitar Brasilia.
Sin embargo, como el conflicto con Moyano, esta controversia es la expresión de un problema general: el «modelo productivo» produce cada vez menos. En consecuencia, aumentan las importaciones, estimuladas por el boom de consumo al que induce el Gobierno. Esta dinámica dispara la inflación y, en consecuencia, quita competitividad al tipo de cambio.
Ahora se agrega una nueva dificultad inoportuna: la incertidumbre política está provocando una mayor salida de capitales. En abril se fueron 1500 millones de dólares, el doble que en enero. Para financiar esa fuga haría falta más que nunca un gran superávit comercial. Salvo que se quiera devaluar, o -que nadie lo tome a mal- enfriar la economía.
Como la inflación
La Presidenta prefiere mandar al puerto al secretario de Comercio a que detenga el ingreso de contenedores. Es como querer frenar la inflación manipulando estadísticas y retando a los sindicalistas. Debe ser tranquilizante imaginar que los problemas están desconectados, y que, detrás de cada uno, sólo hay un enemigo haciendo daño. Pero esa rudimentaria receta se ha agotado. Hasta que advierta que las disfunciones de su «modelo» son sistémicas, Cristina Kirchner está condenada a multiplicarse en infructuosas peleas cuerpo a cuerpo.
Una anécdota tal vez la ayude a pensar el problema. De nuevo, el cine. Cuentan que Laurence Olivier desayunaba en el set de filmación de Marathon Man cuando apareció, desaliñado y exhausto, Dustin Hoffman. El inglés lo invitó a compartir la mesa, pero Hoffman se excusó: «Mi personaje tiene hoy una escena muy exigente. Por eso he dejado de bañarme, anoche no dormí y acabo de correr varios kilómetros; prefiero no comer?». Olivier contestó: «¿Y no probó actuando?». Tal vez a la Presidenta le haya llegado la hora de probar con la política económica.
Lunes 16 de mayo de 2011 | Publicado en edición impresa
Cristina Kirchner ha entrado en conflicto, en una misma semana, con un par de adversarios complicados: Hugo Moyano y Dilma Rousseff. Ambos aseguran, por sus peculiaridades personales, enredos inquietantes. Pero no conviene dejarse hipnotizar por estas telenovelas, que son síntomas de un problema más complejo: el «modelo de acumulación de matriz productiva diversificada e inclusión social» está en crisis. Los síntomas de su agotamiento son la inflación y el aumento de las importaciones. Moyano y Dilma son anécdotas. Salvo que se decida confundir los efectos con las causas, como hace la Presidenta cada vez que pide colaboración para salvar su obra.
La frágil relación de la señora de Kirchner con Moyano terminó de romperse cuando el camionero convocó a un paro para impedir que se investigue a la empresa Covelia por lavado de dinero. En ese instante se activó el plan para instalar a Gerardo Martínez (Uocra) al frente de la central obrera. En otras palabras, empezó la guerra fría.
El empresariado está feliz. Y en la Casa Rosada también se regocijan con la idea de que vituperando a Moyano se conquistará a la clase media. Las dos reacciones son erróneas. La hipótesis de que peleándose con el camionero Cristina Kirchner mejorará su relación con el electorado que le tiene antipatía debe ser pensada dos veces. Moyano es un activo tóxico del Gobierno, es decir, contamina mucho más a la Presidenta que a cualquiera de sus rivales. Ubicarlo en el centro de la campaña tal vez sea un modo de llevar votos a la oposición. Salvo que la Presidenta se sienta capaz de terminar con el poder de quien, por ahora, sigue militando en sus filas. Es una pretensión muy problemática.
Si bien el kirchnerismo está en condiciones de desplazar a Moyano de la CGT, sería ingenuo suponer que de ese modo se recuperará la paz social. Es más probable que ocurra lo contrario. El camionero está convocando a reuniones exclusivas de los gremios del transporte para relanzar su viejo Movimiento de los Trabajadores Argentinos (MTA). Desde allí se prepara para boicotear cualquier relación entre el Gobierno y el sindicalismo que no lo tenga a él mismo como eje. Moyano no depende de otros sindicalistas para bloquear la economía. El lidera la logística en un país cuyo principal negocio es el transporte de granos. Además, puede obturar el flujo de caudales y de combustibles. De ahí recibe su poder. Es la razón por la que Néstor Kirchner lo quería como socio.
El otro factor, más coyuntural, que potencia a Moyano es la inflación. La Presidenta, que suele confundir sus propios vicios con virtudes, se ufana de ser quien garantiza las paritarias. El camionero, con la misma ingenuidad, se lo agradece. Ambos celebran una institución que si resulta valiosa es porque los precios aumentan un 30% por año. En la Argentina actual las negociaciones laborales se limitan a hablar de sueldos, sumas fijas y premios, y sólo valen por seis meses. El kirchnerismo abordó la patología inflacionaria adulterando las estadísticas. Ahora pide colaboración a los sindicatos porque, como dijo la señora de Kirchner, «si no la relojería del modelo no funciona».
En el pedido hay algo de ingratitud, de olvido: el gremialismo ha venido colaborando desde hace cuatro años callándose la boca frente a la corrosión del poder adquisitivo del salario. La Presidenta tal vez podría objetivar su drama informándose sobre las concesiones que acaba de hacer el gobierno chino para desbaratar el paro de camioneros en el puerto de Shanghai, que es el mayor del mundo. Se quejaban por la inflación. Hu Jintao también sufre a sus Moyanos.
La pelea con Brasil
Como el conflicto con el líder de la CGT, la pelea con Brasil también tiene una dimensión cinematográfica: dos mujeres poderosas, una viuda, la otra divorciada, con estilos muy distintos, enfrentadas en una batalla de dinero. Joseph Mankiewicz o Lars von Trier harían un clásico con este material. Hasta podría pensarse en una gran serie mercosuriana.
La prohibición de la entrada de autos argentinos fue decidida por la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, en persona. No podía ser de otra manera. Rousseff es una economista obsesiva, absorbente y adicta al trabajo, que entra en cólera cuando las excusas que se le presentan para justificar un percance son poco convincentes. En esos casos -confiesan antiguos subordinados- lanza cinco malas palabras por frase. No tolera que la enfrenten.
El ministro de Desarrollo, Industria y Comercio Exterior, Fernando Pimentel, encargado de que se cumpla la disposición, pertenece al círculo más estrecho de Rousseff, con quien compartió la prisión entre 1970 y 1973. Tal vez el Gobierno, en Buenos Aires, no lo registró: la infinita flexibilidad de Lula, que tanto irritaba al empresariado brasileño, no está más en el Planalto.
La guerra comercial comenzó en enero, cuando el gobierno argentino extendió licencias no automáticas de 60 días para las importaciones. En febrero, Pimentel se reunió en Buenos Aires con su colega Débora Giorgi, quien le aseguró que no se afectaría a Brasil. Sin embargo, el 24 de febrero, Cristina Kirchner dijo: «Importar cosechadoras o tractores me parece criminal». Para Guillermo Moreno fue como oler el suéter de la presa: pasó por encima de Giorgi e instaló por tiempo indeterminado una barrera para las maquinarias agrícolas brasileñas.
Rousseff y Pimentel pegaron donde duele: la industria automotriz, el sancta sanctorum del «modelo». Desde el jueves pasado un rosario de camiones cargados de automóviles está detenido en la frontera con Brasil. Los funcionarios del PT, imperturbables, dicen que están tratando de moderar el ingreso de vehículos extranjeros de cualquier origen: en el primer cuatrimestre de este año creció 80,7% respecto del mismo período de 2010.
Desde el punto de vista sectorial, la controversia es curiosa. Hay maquinarias brasileñas -las de John Deere, por ejemplo- que se fabrican con partes argentinas; y la cámara que representa a esta industria en Brasil agrupa también al sector automotor, cuyas empresas tienen sede en ambos países.
Rousseff decidió, como la Presidenta, no viajar a Asunción. Ambas adujeron enigmáticos inconvenientes de salud. El diálogo, igual, no se ha interrumpido. Pimentel invito a Giorgi a visitar Brasilia.
Sin embargo, como el conflicto con Moyano, esta controversia es la expresión de un problema general: el «modelo productivo» produce cada vez menos. En consecuencia, aumentan las importaciones, estimuladas por el boom de consumo al que induce el Gobierno. Esta dinámica dispara la inflación y, en consecuencia, quita competitividad al tipo de cambio.
Ahora se agrega una nueva dificultad inoportuna: la incertidumbre política está provocando una mayor salida de capitales. En abril se fueron 1500 millones de dólares, el doble que en enero. Para financiar esa fuga haría falta más que nunca un gran superávit comercial. Salvo que se quiera devaluar, o -que nadie lo tome a mal- enfriar la economía.
Como la inflación
La Presidenta prefiere mandar al puerto al secretario de Comercio a que detenga el ingreso de contenedores. Es como querer frenar la inflación manipulando estadísticas y retando a los sindicalistas. Debe ser tranquilizante imaginar que los problemas están desconectados, y que, detrás de cada uno, sólo hay un enemigo haciendo daño. Pero esa rudimentaria receta se ha agotado. Hasta que advierta que las disfunciones de su «modelo» son sistémicas, Cristina Kirchner está condenada a multiplicarse en infructuosas peleas cuerpo a cuerpo.
Una anécdota tal vez la ayude a pensar el problema. De nuevo, el cine. Cuentan que Laurence Olivier desayunaba en el set de filmación de Marathon Man cuando apareció, desaliñado y exhausto, Dustin Hoffman. El inglés lo invitó a compartir la mesa, pero Hoffman se excusó: «Mi personaje tiene hoy una escena muy exigente. Por eso he dejado de bañarme, anoche no dormí y acabo de correr varios kilómetros; prefiero no comer?». Olivier contestó: «¿Y no probó actuando?». Tal vez a la Presidenta le haya llegado la hora de probar con la política económica.