Filósofo francés y el triunfo de Trump
Días atrás, Jacques Rancière (75) estuvo en Chile, invitado por el rector de la Universidad de Valparaíso, quien le otorgó el Doctorado Honoris Causa. La tarde en la que estaba a punto ya de marcharse lo visité en el hotel enviado por este medio y tuvimos una conversación ondulante, sin pautas ni puntos precisos, que el filósofo aprovechó para explayarse por una gran cantidad de temas: el impulso de los movimientos democráticos con los que se inició el siglo y el aciago contrapunto que acaba de ponerle el triunfo de Donald Trump, las diversas configuraciones del pueblo, las luchas por la igualdad y las fronteras siempre imprecisas entre las performances del arte y las de la política. Rancière es un filósofo atípico: alejado de la previsible pausa reflexiva que solemos reconocer en el orador vacilante, habla a toda velocidad, soltando manojos de frases que estallan unos detrás de otros, poseído por una prosa inquieta, arrebatada, que emplea hundiéndose con pasión en la materia que trata. Su estilo es tan punzante como sencillo, propio de quien revela en la filosofía una larga y cultivada amistad con la igualdad como presupuesto de toda política.
-Partamos quizá por el “pueblo”, una noción que la moda filosófico política de los noventa había dado de baja y que varios de tus libros trajeron de vuelta. Veníamos bien, el siglo se abría con movimientos, marchas, primaveras e intifadas, las democracias neoliberales se caían a pedazos y de pronto aparecen el impeachment, Macri, el Brexit, Le Pen, Donald Trump.
Creo que el siglo, como tú dices, comenzó con la irrupción cada vez más creciente de movimientos democráticos, movimientos que de alguna manera trataron de crear una nueva idea de “pueblo”. Este es mi punto. Pero mi punto es también que el pueblo no existe per se, no es algo en sí mismo, sino más bien el efecto de una construcción: nosotros somos el pueblo cuando nos reunimos en una plaza, cuando llevamos a cabo nuestras reivindicaciones, pero la Constitución crea también un pueblo, los medios crean un pueblo, y por eso la pregunta que corresponde hacerse, la que a mí me interesa al menos, es qué pueblo es ahora.
– ¿Y qué pueblo es ahora?
Bueno, te respondería la pregunta partiendo por el otro lado. Pienso que en países como Francia o Estados Unidos ha habido una monopolización de este asunto por parte de una clase política muy reducida. Al interior de esa clase política la derecha y la izquierda parlamentarias se han ido indiferenciando cada vez más, han ido perdiendo especificidad y tienden hoy a ser más o menos lo mismo. A la vez siguen existiendo estos movimientos más pequeños que proponen otra idea de lo popular, movimientos que generan el espacio para la enunciación de un “nosotros”. Este enunciado trata de correr por fuera de la integración cada vez mayor al poder político y al poder financiero, así que lo que tenemos es nuevamente una división entre la élite política y todo aquello que es excluído del sistema.
-Pero Trump le habla a buena parte de esos excluídos, por mucho que no nos guste.
Trump ocupa demagógicamente un lugar vacío: el lugar de un pueblo que no puede representarse a sí mismo. Y finge por eso volver a la América profunda, como lo hace Marine Le Pen evocando la Francia profunda, cuando lo que en realidad están haciendo es producir desde arriba una especie de identificación imaginaria. No hay que olvidar que la materia de la política es lo simbólico.
-Pero en tus escritos la materia de la política es más bien la experiencia sensible, la relación entre los cuerpos, la vida en común. Acá en Chile hay un programa de radio que se llama La comunidad de los iguales y a la vez nuestros historiadores suelen dividirse actualmente entre los que siguen apelando a la voz de los que no tienen voz y los que, como Miguel Valderrama, postulan una especie de poshistoria en la que no hay ya ningún centro, ningún eje, ningún horizonte que pueda ser prometido, un poco como lo planteas tú en el hermoso libro sobre Béla Tarr.
Sí, pero yo no confundiría este asunto sobre el que he escrito a propósito de Béla Tarr, el del tiempo de la espera o el de un tiempo alejado de las promesas de la historia, con este imaginario de carácter poshistórico o pospolítico que de alguna manera termina siendo funcional a la política del consenso. Esta es para mí la ideología de los que monopolizan hoy el poder y los defensores de esta ideología, con independencia de lo que mencionas sobre la poshistoria, saben muy bien cómo enmascarar el neoliberalismo con esta falsa política de los acuerdos. Con esto pasamos a creer en el fin de la política o, peor aun, en que la política puede ser reducida en última instancia a la gestión del poder, cuando lo que sucede más bien es la conjunción entre dos fenómenos: por un lado la extrema derecha simula encarnar al pueblo situándose estratégicamente por fuera del establishment de la clase política, por otro lado esto nos recuerda que entonces la política no está muerta, que necesita de símbolos, que necesita de ciertos dispositivos de simbolización colectivos. Esto en primer lugar.
-¿Y en segundo lugar?
En segundo lugar, me parece importante considerar que el neoliberalismo no es hoy solamente un credo económico, sino también una forma de pensamiento global. Este pensamiento global tiene que ver con la fe en que una sociedad puede fundarse en la desigualdad. Hay un odio a la igualdad, un desprecio, como si la igualdad fuese algo infame. Pero en esto hay también una paradoja, puesto que a título del neoliberalismo se pretende fingir que la política está muerta siendo que, a la vez, se la necesita para dar justamente un aspecto político a ese mismo neoliberalismo. Lo que estas élites plantean es algo que no me parece que sea verdad: que la política puede ser reducida a la gestión del poder y que la comunidad puede fundarse en la desigualdad.
-Bueno, pero siempre fue un poco así.
Pero la novedad reside esta vez en que la extrema derecha está volviendo a ser exitosa en su evocación de símbolos identitarios muy primitivos, muy elementales, de modo que lo que se produce es una fusión entre los símbolos identitarios porpuestos por la extrema derecha y la fe política en una desigualdad programada. Piensa que hasta hace muy poco en Francia y en los mismos Estados Unidos la derecha se rehusaba a llamarse a sí misma de esta manera.
-Acá todavía se rehúsa.
(Risas) ¿Se rehúsa? Bueno, ya se desnudarán, como lo hicieron allá, donde hasta hace poco tiempo decían cosas del tipo “nosotros somos el centro” y decían también, por mucho que no fuera cierto, que creían en la igualdad. Lo nuevo es que hoy toda esta gente se proclama a sí misma de derecha y proclama abiertamente que quiere la desigualdad.
-Trump dice en realidad cualquier cosa, dice casi todo lo que se le cruza por la cabeza, lo que no deja de tener ciertos resabios experimentales, en el sentido de que produce al voleo anudamientos imprevisibles: se sitúa por fuera del establishment, dispara contra los medios más poderosos, denuncia la improductividad del sistema financiero, confiesa su devoción por Putin, etcétera. Y a la vez es cierto: llama a regresar a una identidad bastante convencional que está lejos de cualquier forma de experimentación.
Es cierto lo que dices, Trump anuda dos formas discursivas que son normalmente antitéticas: por un lado se exhibe como un triunfador, un campeón, un hombre de negocios que representa a la América de los que ganan contra la América de los perdedores, y por otro apela a los excluidos, a los que han sido dejados de lado por la clase política. Con esto genera una confluencia muy rara entre la América triunfalista y la América de los que sufren. ¿Por qué sufren? ¿Sufren a causa de los mexicanos, de los latinos, de los inmigrantes? Trump ha sabido conjugar con mucha astucia las dos formas de la identidad americana.
-Pero entiendo que a la vez la política no tiene para ti mucho que ver con esto. No tiene que ver con la gestión ni con la vida, ni siquiera probablemente con el poder. En tu trabajo, la política se juega más bien en la lucha perpetua entre ricos y pobres.
La política para mí reside efectivamente en esa lucha, en esa oposición, solo que ricos y pobres no responden a categorías sociológicas específicas o a grupos sociales determinados: funcionan más bien en la estructura simbólica de esta oposición. Movimientos como los Occupy Wall Street, por dar un ejemplo, resultan de la conjunción de muchos grupos, de muchas identidades, de muchas formas de subjetivación. En este sentido, el lugar de los oprimidos es heterogéneo, es múltiple, como tú sugieres, pero a la vez estos oprimidos se construyen a sí mismos en oposición a la gestión neoliberal del poder.
-Es lo que nos ocurrió a nosotros con el movimiento estudiantil del 2011: dejaron secuelas, dejaron marcas interesantes, dejaron una sensibilidad transformada…
Seguramente, porque de lo que se trata es de una configuración que genera un nuevo tipo de pueblo en tanto símbolo colectivo, gente que proviene de horizontes muy diferentes y que, sin embargo, ocupan el mismo espacio, el mismo lugar. Lo que así construyen es una suerte de oposición frente al mundo oficial, frente a la política comprendida como gestión del poder.
-Pero ¿no habrá cierto conformismo en pensar el asunto de esta manera? Algunos han llegado a considerarte una especie de socialdemócrata sofisticado.
(Risas) ¿Socialdemócrata? ¡No, eso sí que no, nada más alejado de mi posición!
-Bueno, lo sé, te lo pregunto porque teniéndote aquí tan cerca me gustaría saber de primera mano cómo te defines tú. ¿Cómo un comunista no vanguardista, como un anarquista, como un populista de izquierda?
Me defino como un demócrata radical. Ahora bien, si el comunismo del que tu hablas, incluso el comunismo del hombre solo, significase algo, sería un tipo de democracia radical, así como sería un tipo de democracia radical el anarquismo. Me refiero a que lo que defiendo es en realidad una implementación radical de la igualdad, lo que por cierto no tiene nada que ver con la socialdemocracia, que como sabemos forma parte de la política parlamentaria. En lo que respecta al populismo, creo que es un concepto muy ambiguo, en parte porque por un lado remite al pueblo como un importantísimo símbolo de la política mientras que, por el otro, designa como sabemos una forma de relación muy específica entre el pueblo y el líder.
-¿Y cómo lo vinculas con lo de Estados Unidos?
Yo considero que lo que pasó en Estados Unidos (y no solo en Estados Unidos) fue que los políticos pensaron que era provechoso crear este tipo de enemigos: el populismo es el enemigo, el populismo es lo que está al otro lado y todos los que no están de acuerdo con quienes ejercemos actualmente el poder son en realidad populistas. El problema es que les salió el tiro por la culata: pensaron que era inteligente hacer esto y terminó apareciendo nada menos que Trump.
-O sea que para Rancière el populismo de izquierda no es una chance.
Como militantes de izquierda no podríamos hablar de “populismo”, puesto que lo que se designa generalmente con ese nombre es el acaparamiento de fuerzas democráticas en la figura de un líder carismático, como en el caso de Cristina Kirchner, cuyo intento evidente fue el de gobernar encarnando al pueblo. El pequeño problema está en que el pueblo no se puede encarnar.
-No, por supuesto, pero yo no me refería a la articulación o la encarnación, sino a la proliferación espontánea de redes colaborativas que operan a distancia de las grandes urbes financieras y del establishment político. El filósofo Rodrigo Karmy habla de intifadas sin pastores ni vanguardias y Kaurismaki le llama a todo esto “comunismo idílico”, un comunismo que es inmanente a las prácticas de los cuerpos y que no responde a ningún horizonte utópico. Tu mismo lo dices en el prólogo al libro de Blanqui: “el comunismo es la igualdad de todos los hombres que participan de un mismo saber sobre el cielo”. Es una definición muy interesante, que postula de paso el carácter indivisible de la inteligencia: la inteligencia como algo que fue siempre en común y de la que cualquiera puede hacer uso subordinándola a la voluntad.
Bueno, claro, una intifada sin vanguardia supone que la igualdad de las inteligencias es la base del comunismo, y esto significa que lo que está a la base del comunismo es este tipo de credo, de fe, en una inteligencia que es compartida por todos. Esta base es para mí la confianza en la capacidad de cualquiera y no tiene nada que ver, en tal caso, con la idea de Negri y de Hardt del general intellect o de las destrezas supuestamente comunes que suscitan las nuevas tecnologías. Yo no pienso de esta forma, no es esto a lo que me refiero, sino al hecho de que el comunismo es algo que se construye o se teje en cada momento, en cada relación. El punto que me interesa es que en cada uno de estos momentos, en cada tipo de relación, en cada instante se puede presuponer la igualdad o se puede reproducir la desigualdad. Y por lo tanto o bien construimos un mundo comunista o bien estamos reproduciendo la lógica de la desigualdad.
-No puedo estar más de acuerdo. La igualdad es en todo caso para ti un presupuesto, no una promesa o algo que aspiremos a conquistar. Es un punto de partida, uno que cuando se ejerce da la impresión de tener un carácter bien performático. Cuando esto sucede, la lógica del espectáculo cede a la del carnaval y algo de esto pasó en Chile a partir del 2011.
Es cierto, yo creo que hay que pensar en todas las formas de creatividad, en todas las inteligencias que son actuadas o son ejercidas cuando el orden normal de las cosas es subvertido. Nosotros somos de alguna forma el testimonio de todos estos movimientos revolucionarios, de todos estos tiempos revolucionarios, de todos estos días revolucionarios en los que la gente hace una multiplicidad de cosas: performances, actos o fiestas cuyos disturbios contrarrestan las fuerzas de la desigualdad. Se trata de los momentos en los que los hombres, las mujeres, los pueblos pueden probarse a sí mismos su habilidad para hacer cosas para las que se suponía que no tenían ninguna capacidad. Pero este es solo un lado del asunto; el otro tiene que ver con la temporalidad, que tú abrevias bien en la figura del carnaval.
-Pero intuyo que el carnaval no te gusta.
No, no es que no me guste; el problema con el carnaval es que es una forma de invención popular o de subversión popular que responde a una cierta institucionalidad. Todos los años tienen un momento en el que los hombres o las mujeres del pueblo se convierten en reyes o en reinas y subvierten el mundo, lo giran o lo dan vuelta, pero lo hacen en un tiempo específico. Y eso para mí es diferente a esta capacidad de la gente del pueblo que suele asomar en momentos inesperados, despojada de todo programa, de todo cronograma. El del carnaval es el tiempo del pueblo, pero después de este tiempo cada quien retorna al trabajo, retorna a su casa, retorna a su condición. Lo que pienso de estos rituales es que no alcanzan a ser realmente subversivos, en parte porque lo que para mí está en juego en la suspensión de la incapacidad que los otros nos atribuyen es algo bien distinto: es la invención de una nueva temporalidad.
-Como en La noche de los proletarios.
Exacto, desde donde se podría extraer un ejemplo bastante anecdótico: esa noche de los proletarios empieza a principios de marzo y normalmente se extiende hasta el treinta y uno, puesto que después como todos sabemos comienza abril. Pero curiosamente allí no existió abril, sino el treinta y dos de marzo y luego el treinta y tres de marzo y así sucesivamente. Es solamente una anécdota, pero una que permite ilustrar esta idea de la subversión del tiempo o de la invención de un tiempo nuevo.
-Pero al carnaval le subyace lo que toda historia ha vivido olvidando: la irrupción de las potencias igualitarias de las tradiciones populares. ¿No hay ahí una suerte de performance colectiva que es precisamente un tema del arte y de la política a la vez?
Por supuesto, porque lo que resulta interesante al interior de los movimientos y de las prácticas de los pueblos es justamente una indeterminación entre la performance política y la performance artística. Lo que está allí es la idea de la política como un modo de moverse, un modo de disposición entre los cuerpos, el corte de una unidad temporal. En los movimientos políticos más recientes esto está tan presente como en las performances más recientes del arte. Y por eso considero que habría que hablar de dos intentos que son bien distintos: el primero de estos intentos estriba en poner en la escena del arte todos los significantes de la política, en recrear la política desde el arte; el segundo, en cambio, estriba en los anudamientos o en las relaciones promiscuas que existen ya de por sí entre las formas que provienen de la protesta política y aquellas que derivan de la performance o de la invención artística. Lo que pienso sobre estas prácticas es que hay entre ellas una indeterminación.
-Y una conjunción también.
-Y una conjunción también, una demarcación que es imprecisa. Y esto lo opongo a la pretensión artística por recrear la palabra de la política a través de los medios del arte.
-Muchas gracias, Rancière.
*Federico Galende, filósofo, escritor y profesor de la Universidad de Chile.
Foto: Denis Isla
Días atrás, Jacques Rancière (75) estuvo en Chile, invitado por el rector de la Universidad de Valparaíso, quien le otorgó el Doctorado Honoris Causa. La tarde en la que estaba a punto ya de marcharse lo visité en el hotel enviado por este medio y tuvimos una conversación ondulante, sin pautas ni puntos precisos, que el filósofo aprovechó para explayarse por una gran cantidad de temas: el impulso de los movimientos democráticos con los que se inició el siglo y el aciago contrapunto que acaba de ponerle el triunfo de Donald Trump, las diversas configuraciones del pueblo, las luchas por la igualdad y las fronteras siempre imprecisas entre las performances del arte y las de la política. Rancière es un filósofo atípico: alejado de la previsible pausa reflexiva que solemos reconocer en el orador vacilante, habla a toda velocidad, soltando manojos de frases que estallan unos detrás de otros, poseído por una prosa inquieta, arrebatada, que emplea hundiéndose con pasión en la materia que trata. Su estilo es tan punzante como sencillo, propio de quien revela en la filosofía una larga y cultivada amistad con la igualdad como presupuesto de toda política.
-Partamos quizá por el “pueblo”, una noción que la moda filosófico política de los noventa había dado de baja y que varios de tus libros trajeron de vuelta. Veníamos bien, el siglo se abría con movimientos, marchas, primaveras e intifadas, las democracias neoliberales se caían a pedazos y de pronto aparecen el impeachment, Macri, el Brexit, Le Pen, Donald Trump.
Creo que el siglo, como tú dices, comenzó con la irrupción cada vez más creciente de movimientos democráticos, movimientos que de alguna manera trataron de crear una nueva idea de “pueblo”. Este es mi punto. Pero mi punto es también que el pueblo no existe per se, no es algo en sí mismo, sino más bien el efecto de una construcción: nosotros somos el pueblo cuando nos reunimos en una plaza, cuando llevamos a cabo nuestras reivindicaciones, pero la Constitución crea también un pueblo, los medios crean un pueblo, y por eso la pregunta que corresponde hacerse, la que a mí me interesa al menos, es qué pueblo es ahora.
– ¿Y qué pueblo es ahora?
Bueno, te respondería la pregunta partiendo por el otro lado. Pienso que en países como Francia o Estados Unidos ha habido una monopolización de este asunto por parte de una clase política muy reducida. Al interior de esa clase política la derecha y la izquierda parlamentarias se han ido indiferenciando cada vez más, han ido perdiendo especificidad y tienden hoy a ser más o menos lo mismo. A la vez siguen existiendo estos movimientos más pequeños que proponen otra idea de lo popular, movimientos que generan el espacio para la enunciación de un “nosotros”. Este enunciado trata de correr por fuera de la integración cada vez mayor al poder político y al poder financiero, así que lo que tenemos es nuevamente una división entre la élite política y todo aquello que es excluído del sistema.
-Pero Trump le habla a buena parte de esos excluídos, por mucho que no nos guste.
Trump ocupa demagógicamente un lugar vacío: el lugar de un pueblo que no puede representarse a sí mismo. Y finge por eso volver a la América profunda, como lo hace Marine Le Pen evocando la Francia profunda, cuando lo que en realidad están haciendo es producir desde arriba una especie de identificación imaginaria. No hay que olvidar que la materia de la política es lo simbólico.
-Pero en tus escritos la materia de la política es más bien la experiencia sensible, la relación entre los cuerpos, la vida en común. Acá en Chile hay un programa de radio que se llama La comunidad de los iguales y a la vez nuestros historiadores suelen dividirse actualmente entre los que siguen apelando a la voz de los que no tienen voz y los que, como Miguel Valderrama, postulan una especie de poshistoria en la que no hay ya ningún centro, ningún eje, ningún horizonte que pueda ser prometido, un poco como lo planteas tú en el hermoso libro sobre Béla Tarr.
Sí, pero yo no confundiría este asunto sobre el que he escrito a propósito de Béla Tarr, el del tiempo de la espera o el de un tiempo alejado de las promesas de la historia, con este imaginario de carácter poshistórico o pospolítico que de alguna manera termina siendo funcional a la política del consenso. Esta es para mí la ideología de los que monopolizan hoy el poder y los defensores de esta ideología, con independencia de lo que mencionas sobre la poshistoria, saben muy bien cómo enmascarar el neoliberalismo con esta falsa política de los acuerdos. Con esto pasamos a creer en el fin de la política o, peor aun, en que la política puede ser reducida en última instancia a la gestión del poder, cuando lo que sucede más bien es la conjunción entre dos fenómenos: por un lado la extrema derecha simula encarnar al pueblo situándose estratégicamente por fuera del establishment de la clase política, por otro lado esto nos recuerda que entonces la política no está muerta, que necesita de símbolos, que necesita de ciertos dispositivos de simbolización colectivos. Esto en primer lugar.
-¿Y en segundo lugar?
En segundo lugar, me parece importante considerar que el neoliberalismo no es hoy solamente un credo económico, sino también una forma de pensamiento global. Este pensamiento global tiene que ver con la fe en que una sociedad puede fundarse en la desigualdad. Hay un odio a la igualdad, un desprecio, como si la igualdad fuese algo infame. Pero en esto hay también una paradoja, puesto que a título del neoliberalismo se pretende fingir que la política está muerta siendo que, a la vez, se la necesita para dar justamente un aspecto político a ese mismo neoliberalismo. Lo que estas élites plantean es algo que no me parece que sea verdad: que la política puede ser reducida a la gestión del poder y que la comunidad puede fundarse en la desigualdad.
-Bueno, pero siempre fue un poco así.
Pero la novedad reside esta vez en que la extrema derecha está volviendo a ser exitosa en su evocación de símbolos identitarios muy primitivos, muy elementales, de modo que lo que se produce es una fusión entre los símbolos identitarios porpuestos por la extrema derecha y la fe política en una desigualdad programada. Piensa que hasta hace muy poco en Francia y en los mismos Estados Unidos la derecha se rehusaba a llamarse a sí misma de esta manera.
-Acá todavía se rehúsa.
(Risas) ¿Se rehúsa? Bueno, ya se desnudarán, como lo hicieron allá, donde hasta hace poco tiempo decían cosas del tipo “nosotros somos el centro” y decían también, por mucho que no fuera cierto, que creían en la igualdad. Lo nuevo es que hoy toda esta gente se proclama a sí misma de derecha y proclama abiertamente que quiere la desigualdad.
-Trump dice en realidad cualquier cosa, dice casi todo lo que se le cruza por la cabeza, lo que no deja de tener ciertos resabios experimentales, en el sentido de que produce al voleo anudamientos imprevisibles: se sitúa por fuera del establishment, dispara contra los medios más poderosos, denuncia la improductividad del sistema financiero, confiesa su devoción por Putin, etcétera. Y a la vez es cierto: llama a regresar a una identidad bastante convencional que está lejos de cualquier forma de experimentación.
Es cierto lo que dices, Trump anuda dos formas discursivas que son normalmente antitéticas: por un lado se exhibe como un triunfador, un campeón, un hombre de negocios que representa a la América de los que ganan contra la América de los perdedores, y por otro apela a los excluidos, a los que han sido dejados de lado por la clase política. Con esto genera una confluencia muy rara entre la América triunfalista y la América de los que sufren. ¿Por qué sufren? ¿Sufren a causa de los mexicanos, de los latinos, de los inmigrantes? Trump ha sabido conjugar con mucha astucia las dos formas de la identidad americana.
-Pero entiendo que a la vez la política no tiene para ti mucho que ver con esto. No tiene que ver con la gestión ni con la vida, ni siquiera probablemente con el poder. En tu trabajo, la política se juega más bien en la lucha perpetua entre ricos y pobres.
La política para mí reside efectivamente en esa lucha, en esa oposición, solo que ricos y pobres no responden a categorías sociológicas específicas o a grupos sociales determinados: funcionan más bien en la estructura simbólica de esta oposición. Movimientos como los Occupy Wall Street, por dar un ejemplo, resultan de la conjunción de muchos grupos, de muchas identidades, de muchas formas de subjetivación. En este sentido, el lugar de los oprimidos es heterogéneo, es múltiple, como tú sugieres, pero a la vez estos oprimidos se construyen a sí mismos en oposición a la gestión neoliberal del poder.
-Es lo que nos ocurrió a nosotros con el movimiento estudiantil del 2011: dejaron secuelas, dejaron marcas interesantes, dejaron una sensibilidad transformada…
Seguramente, porque de lo que se trata es de una configuración que genera un nuevo tipo de pueblo en tanto símbolo colectivo, gente que proviene de horizontes muy diferentes y que, sin embargo, ocupan el mismo espacio, el mismo lugar. Lo que así construyen es una suerte de oposición frente al mundo oficial, frente a la política comprendida como gestión del poder.
-Pero ¿no habrá cierto conformismo en pensar el asunto de esta manera? Algunos han llegado a considerarte una especie de socialdemócrata sofisticado.
(Risas) ¿Socialdemócrata? ¡No, eso sí que no, nada más alejado de mi posición!
-Bueno, lo sé, te lo pregunto porque teniéndote aquí tan cerca me gustaría saber de primera mano cómo te defines tú. ¿Cómo un comunista no vanguardista, como un anarquista, como un populista de izquierda?
Me defino como un demócrata radical. Ahora bien, si el comunismo del que tu hablas, incluso el comunismo del hombre solo, significase algo, sería un tipo de democracia radical, así como sería un tipo de democracia radical el anarquismo. Me refiero a que lo que defiendo es en realidad una implementación radical de la igualdad, lo que por cierto no tiene nada que ver con la socialdemocracia, que como sabemos forma parte de la política parlamentaria. En lo que respecta al populismo, creo que es un concepto muy ambiguo, en parte porque por un lado remite al pueblo como un importantísimo símbolo de la política mientras que, por el otro, designa como sabemos una forma de relación muy específica entre el pueblo y el líder.
-¿Y cómo lo vinculas con lo de Estados Unidos?
Yo considero que lo que pasó en Estados Unidos (y no solo en Estados Unidos) fue que los políticos pensaron que era provechoso crear este tipo de enemigos: el populismo es el enemigo, el populismo es lo que está al otro lado y todos los que no están de acuerdo con quienes ejercemos actualmente el poder son en realidad populistas. El problema es que les salió el tiro por la culata: pensaron que era inteligente hacer esto y terminó apareciendo nada menos que Trump.
-O sea que para Rancière el populismo de izquierda no es una chance.
Como militantes de izquierda no podríamos hablar de “populismo”, puesto que lo que se designa generalmente con ese nombre es el acaparamiento de fuerzas democráticas en la figura de un líder carismático, como en el caso de Cristina Kirchner, cuyo intento evidente fue el de gobernar encarnando al pueblo. El pequeño problema está en que el pueblo no se puede encarnar.
-No, por supuesto, pero yo no me refería a la articulación o la encarnación, sino a la proliferación espontánea de redes colaborativas que operan a distancia de las grandes urbes financieras y del establishment político. El filósofo Rodrigo Karmy habla de intifadas sin pastores ni vanguardias y Kaurismaki le llama a todo esto “comunismo idílico”, un comunismo que es inmanente a las prácticas de los cuerpos y que no responde a ningún horizonte utópico. Tu mismo lo dices en el prólogo al libro de Blanqui: “el comunismo es la igualdad de todos los hombres que participan de un mismo saber sobre el cielo”. Es una definición muy interesante, que postula de paso el carácter indivisible de la inteligencia: la inteligencia como algo que fue siempre en común y de la que cualquiera puede hacer uso subordinándola a la voluntad.
Bueno, claro, una intifada sin vanguardia supone que la igualdad de las inteligencias es la base del comunismo, y esto significa que lo que está a la base del comunismo es este tipo de credo, de fe, en una inteligencia que es compartida por todos. Esta base es para mí la confianza en la capacidad de cualquiera y no tiene nada que ver, en tal caso, con la idea de Negri y de Hardt del general intellect o de las destrezas supuestamente comunes que suscitan las nuevas tecnologías. Yo no pienso de esta forma, no es esto a lo que me refiero, sino al hecho de que el comunismo es algo que se construye o se teje en cada momento, en cada relación. El punto que me interesa es que en cada uno de estos momentos, en cada tipo de relación, en cada instante se puede presuponer la igualdad o se puede reproducir la desigualdad. Y por lo tanto o bien construimos un mundo comunista o bien estamos reproduciendo la lógica de la desigualdad.
-No puedo estar más de acuerdo. La igualdad es en todo caso para ti un presupuesto, no una promesa o algo que aspiremos a conquistar. Es un punto de partida, uno que cuando se ejerce da la impresión de tener un carácter bien performático. Cuando esto sucede, la lógica del espectáculo cede a la del carnaval y algo de esto pasó en Chile a partir del 2011.
Es cierto, yo creo que hay que pensar en todas las formas de creatividad, en todas las inteligencias que son actuadas o son ejercidas cuando el orden normal de las cosas es subvertido. Nosotros somos de alguna forma el testimonio de todos estos movimientos revolucionarios, de todos estos tiempos revolucionarios, de todos estos días revolucionarios en los que la gente hace una multiplicidad de cosas: performances, actos o fiestas cuyos disturbios contrarrestan las fuerzas de la desigualdad. Se trata de los momentos en los que los hombres, las mujeres, los pueblos pueden probarse a sí mismos su habilidad para hacer cosas para las que se suponía que no tenían ninguna capacidad. Pero este es solo un lado del asunto; el otro tiene que ver con la temporalidad, que tú abrevias bien en la figura del carnaval.
-Pero intuyo que el carnaval no te gusta.
No, no es que no me guste; el problema con el carnaval es que es una forma de invención popular o de subversión popular que responde a una cierta institucionalidad. Todos los años tienen un momento en el que los hombres o las mujeres del pueblo se convierten en reyes o en reinas y subvierten el mundo, lo giran o lo dan vuelta, pero lo hacen en un tiempo específico. Y eso para mí es diferente a esta capacidad de la gente del pueblo que suele asomar en momentos inesperados, despojada de todo programa, de todo cronograma. El del carnaval es el tiempo del pueblo, pero después de este tiempo cada quien retorna al trabajo, retorna a su casa, retorna a su condición. Lo que pienso de estos rituales es que no alcanzan a ser realmente subversivos, en parte porque lo que para mí está en juego en la suspensión de la incapacidad que los otros nos atribuyen es algo bien distinto: es la invención de una nueva temporalidad.
-Como en La noche de los proletarios.
Exacto, desde donde se podría extraer un ejemplo bastante anecdótico: esa noche de los proletarios empieza a principios de marzo y normalmente se extiende hasta el treinta y uno, puesto que después como todos sabemos comienza abril. Pero curiosamente allí no existió abril, sino el treinta y dos de marzo y luego el treinta y tres de marzo y así sucesivamente. Es solamente una anécdota, pero una que permite ilustrar esta idea de la subversión del tiempo o de la invención de un tiempo nuevo.
-Pero al carnaval le subyace lo que toda historia ha vivido olvidando: la irrupción de las potencias igualitarias de las tradiciones populares. ¿No hay ahí una suerte de performance colectiva que es precisamente un tema del arte y de la política a la vez?
Por supuesto, porque lo que resulta interesante al interior de los movimientos y de las prácticas de los pueblos es justamente una indeterminación entre la performance política y la performance artística. Lo que está allí es la idea de la política como un modo de moverse, un modo de disposición entre los cuerpos, el corte de una unidad temporal. En los movimientos políticos más recientes esto está tan presente como en las performances más recientes del arte. Y por eso considero que habría que hablar de dos intentos que son bien distintos: el primero de estos intentos estriba en poner en la escena del arte todos los significantes de la política, en recrear la política desde el arte; el segundo, en cambio, estriba en los anudamientos o en las relaciones promiscuas que existen ya de por sí entre las formas que provienen de la protesta política y aquellas que derivan de la performance o de la invención artística. Lo que pienso sobre estas prácticas es que hay entre ellas una indeterminación.
-Y una conjunción también.
-Y una conjunción también, una demarcación que es imprecisa. Y esto lo opongo a la pretensión artística por recrear la palabra de la política a través de los medios del arte.
-Muchas gracias, Rancière.
*Federico Galende, filósofo, escritor y profesor de la Universidad de Chile.
Foto: Denis Isla