“La democracia es como una virgen, un ícono en el altar de una iglesia:
debió haber sido muy buena, eficaz, milagosa
hoy es un pedazo de yeso muerto, inoperante”
Improbable cita de José Saramago
en alguna de sus conferencias
Si bien se ha mantenido silenciado, salvo en círculos de especialistas, se sabe que un fructífero y significativo debate cruzó al medio lo que se denominó la Revolución Americana, que acá en el sur como americanos nos parece más adecuado denominar la Revolución Estadounidense. Ese debate tenía que ver, durante el diseño y redacción de la Constitución de Estados Unidos, con la naturaleza, origen y conformación de cada uno de los poderes del gobierno que los “Founding Fathers” querían darse para sí y para sus compatriotas.
No hubo controversia en cuanto al carácter presidencialista del Poder Ejecutivo y a una asamblea legislativa configurada en “dos pasos”: uno de raigambre más popular (los representantes por el pueblo, análogos a nuestros diputados) y el otro de cuño elitista (los senadores, representantes de los gobiernos de cada provincia o estado) y los conocidos mecanismos de balance y el poder de veto presidencial, imprescindible para evitar que oposiciones coyunturalmente mayoritarias en el parlamento hagan inviable la gobernabilidad.
El problema medular apareció a la hora de determinar origen y composición del poder judicial, con dos abordajes claramente diferenciados y representados por dos ilustres de esa Revolución. De un lado Jefferson, una suerte de progresista extremo (convivía con una negra, un hecho revolucionario para la época), que quería maximizar el sentido democrático del proceso en el que estaban inmersos. Por el otro Hamilton, un personaje más conservador, vinculado a las elites económicas neoyorquinas, un Estado de peso en las decisiones.
Los encontronazos entre Jefferson y Hamilton no se limitaron a la definición del poder judicial, iban incluso más allá, en las definiciones de autonomía y grados de libertad de cada Estado. Para ponerlo en nuestro propio lenguaje, Jefferson jugaba el papel de federal y Hamilton era el unitario (unitario alla norteamericana es sustancialmente distinto a lo que vivimos acá). Para mejorar la traducción pensemos en el diálogo Moreno – Saavedra, o aún más agrietado, Dorrego-Rivadavia.
El debate entre Jefferson y Hamilton se daba al interior del congreso independentista pero también en la prensa escrita. Hamilton escribía agudos textos en un periódico llamado Federalist Papers (Diarios Federales) y utilizó ese nombre para fundar uno de los primeros partidos políticos de la historia (hoy prácticamente sin vida), el Partido Federal.
En este punto diremos lo central a este artículo: que el debate judicial, en el que Jefferson proponía un sistema republicano de cargos elegibles, con periodicidad y renovabilidad en las funciones, lo ganó Hamilton. El siguiente es un artículo de su autoría en el Federalist, publicado en 1787. Observemos lo apabullante de su punto de vista.
Si la Corte de Justicia va a ser considerada como el muro de contención de una Constitución contra excesos Legislativos, esta consideración avalará un fuerte argumento a favor de la permanencia en el cargo de los funcionarios judiciales, pues nada contribuirá tanto a esto como el espíritu independiente de los jueces, que debe ser esencial a la ejecución fiel de su ardua tarea. Esta independencia de los jueces es también requisito para defender la constitución y los derechos individuales de los efectos de esos malos humores, los cuales las artes de sus creadores o la influencia de coyunturas particulares alguna vez se diseminan entre el mismo Pueblo el cual, aunque rápidamente llegue a mejor información y más reflexión, tiene una tendencia en lo inmediato a ocasionar peligrosas innovaciones en el Gobierno y serias opresiones sobre las minorías.
Se ha dicho que la voz del pueblo es la voz de Dios y aunque generalmente esta máxima ha sido citada y creída, de hecho no es verdad. El Pueblo es turbulento y cambiante, raramente juzgan o determinan correctamente. Demos entonces a la primera clase una participación diferencial y permanente en el Gobierno. Ellos monitorearan la volatilidad de aquel y, como no pueden recibir ninguna ventaja a cambio, siempre mantendrán el buen gobierno. Puede una asamblea democrática que se recrea anualmente en las masas populares suponerse firme para perseguir el bien común?
De aquellas discusiones, de aquellos prejuicios desembozados, una línea ortogonal a nuestro presente, 230 años más tarde, ocho mil quinientos kilómetros más lejos.
El establishment, de la mano de Hamilton, encontró un sitial indiscutible en la cumbre del poder político, garantizándose para sí permanencia, un poder de veto incontrastable y una intangibilidad notable.
La línea antedicha une aquellas discusiones con la promulgación de la constitución argentina en 1853 y su réplica de 1994, que en lo esencial no modificó ninguna de las instituciones republicanas.
Un forma clave para detectar nichos en los que el poder fáctico opera con comodidad y autonomía radica en el grado democrático de origen.
Preguntarse quién, cuándo y cómo votó un Fayt, una Gils Carbó, un Nisman.
Preguntarse quién, cuándo y cómo voto a las autoridades del Fondo Monetario Internacional y sus socios de la Troika, la Comisión Europea y el Banco Central Europeo y en consecuencia qué grado de democraticidad tienen las políticas que pretenden imponerle a Grecia, por poner un ejemplo caliente en estas horas.
Preguntarse quién, cuándo y cómo vota las autoridades de la OCDE, o del Foro de Davos.
La lista puede seguir.
Lo que no podemos dejar pasar son las experiencias que vivimos en los últimos años, en las que se hace patente que cuando intentamos revivir a la virgen de los milagros con que se inicia este texto, los principales adversarios son, paradójicamente, los obispos del poder, que el 18 de febrero marchan por las calles de Buenos Aires para decirnos que no admitirán ninguna iniciativa que provenga del demos.