Entre las desafortunadas reflexiones de distinto tipo vertidas por el viceministro de Economía de la Nación, Axel Kicillof, en oportunidad de concurrir al Congreso de la Nación para exponer sobre la confiscación de las acciones de Repsol en YPF, hubo una de extrema gravedad que no podría pasar inadvertida.
Nos referimos a la mención realizada en el sentido de que expresiones como «seguridad jurídica» son apenas y simplemente «palabras horribles», presuntamente pergeñadas por la comunidad de negocios, que no debieran inquietar demasiado a los hombres de gobierno.
No es así. La noción de democracia es, a la vez, rica y compleja. Descansa tanto sobre la idea de la soberanía del pueblo, expresada regularmente a través de las urnas, como sobre un conjunto de valores nucleares y multidimensionales que no sólo la caracterizan y definen, sino que conforman su propia esencia. Los más importantes de estos valores son la separación de poderes; el Estado de Derecho, sin el cual no hay seguridad jurídica; los derechos humanos; las libertades civiles y políticas, incluyendo la crucial libertad de expresión e información, y algunas normas de conducta como la tolerancia, el respeto por la dignidad y los derechos de los demás, la buena fe y la razonabilidad en el andar, sin todo lo cual un régimen ciertamente no podría ser calificado como democrático.
Esto supone que la democracia tiene elementos que la conforman y definen su propia moral interna, ausentes los cuales la democracia simplemente o no existe o es absolutamente imperfecta, más allá de la retórica o los disfraces oportunistas.
Ocurre que la democracia supone tanto el reconocimiento del poder de las mayorías, como de las limitaciones que corresponden a ese poder, que no es obviamente omnímodo. El primero es una condición necesaria y formal, las segundas son limitaciones sustantivas.
En la esencia de la democracia está inequívocamente el Estado de Derecho. Esto es, la ley que debe entenderse como una frontera y que incluye, desde luego, a las propias autoridades que deben acatarla y respetarla, como todos los demás. La voluntad de los líderes, real o presunta, no puede pasarle por encima. Si esto desgraciadamente ocurre, es señal de que no hay democracia, sino autoritarismo.
Cuando desde lo más alto del poder no se respetan los contratos, se abusa del poder, se intimida a las personas físicas o jurídicas, o se generan hechos consumados en violación de las normas existentes, se lastima claramente a la democracia. Predicarlo desde el púlpito del poder, y con el mayor descaro, resulta más grave aún.
Perder la democracia es siempre un riesgo de enorme magnitud. Nadie debe jamás decir, eso no nos puede pasar a nosotros. En nuestro caso, por distintas razones. Primero, porque ya nos ha sucedido. Pero además porque la historia nos enseña que aún en el país de Kant, Beethoven y Goethe los extravíos han sido enormes, particularmente por sus terribles consecuencias que llegaron a lastimar a la humanidad misma.
La democracia debe preservarse contra todos sus enemigos y contra quienes la atacan, especialmente a través de una prédica que consiste en distorsionar sus valores centrales. Esta es una tarea de todos.
Pero hay que comenzar por comprender que el Estado de Derecho está en el corazón mismo de la democracia. Porque respetar, particularmente desde el Estado, la ley y la obligación de cumplir con los compromisos contractuales adquiridos es precisamente todo lo contrario a conformar un ambiente donde la arbitrariedad y la intimidación prepotente se transformen en una lamentable realidad..
Nos referimos a la mención realizada en el sentido de que expresiones como «seguridad jurídica» son apenas y simplemente «palabras horribles», presuntamente pergeñadas por la comunidad de negocios, que no debieran inquietar demasiado a los hombres de gobierno.
No es así. La noción de democracia es, a la vez, rica y compleja. Descansa tanto sobre la idea de la soberanía del pueblo, expresada regularmente a través de las urnas, como sobre un conjunto de valores nucleares y multidimensionales que no sólo la caracterizan y definen, sino que conforman su propia esencia. Los más importantes de estos valores son la separación de poderes; el Estado de Derecho, sin el cual no hay seguridad jurídica; los derechos humanos; las libertades civiles y políticas, incluyendo la crucial libertad de expresión e información, y algunas normas de conducta como la tolerancia, el respeto por la dignidad y los derechos de los demás, la buena fe y la razonabilidad en el andar, sin todo lo cual un régimen ciertamente no podría ser calificado como democrático.
Esto supone que la democracia tiene elementos que la conforman y definen su propia moral interna, ausentes los cuales la democracia simplemente o no existe o es absolutamente imperfecta, más allá de la retórica o los disfraces oportunistas.
Ocurre que la democracia supone tanto el reconocimiento del poder de las mayorías, como de las limitaciones que corresponden a ese poder, que no es obviamente omnímodo. El primero es una condición necesaria y formal, las segundas son limitaciones sustantivas.
En la esencia de la democracia está inequívocamente el Estado de Derecho. Esto es, la ley que debe entenderse como una frontera y que incluye, desde luego, a las propias autoridades que deben acatarla y respetarla, como todos los demás. La voluntad de los líderes, real o presunta, no puede pasarle por encima. Si esto desgraciadamente ocurre, es señal de que no hay democracia, sino autoritarismo.
Cuando desde lo más alto del poder no se respetan los contratos, se abusa del poder, se intimida a las personas físicas o jurídicas, o se generan hechos consumados en violación de las normas existentes, se lastima claramente a la democracia. Predicarlo desde el púlpito del poder, y con el mayor descaro, resulta más grave aún.
Perder la democracia es siempre un riesgo de enorme magnitud. Nadie debe jamás decir, eso no nos puede pasar a nosotros. En nuestro caso, por distintas razones. Primero, porque ya nos ha sucedido. Pero además porque la historia nos enseña que aún en el país de Kant, Beethoven y Goethe los extravíos han sido enormes, particularmente por sus terribles consecuencias que llegaron a lastimar a la humanidad misma.
La democracia debe preservarse contra todos sus enemigos y contra quienes la atacan, especialmente a través de una prédica que consiste en distorsionar sus valores centrales. Esta es una tarea de todos.
Pero hay que comenzar por comprender que el Estado de Derecho está en el corazón mismo de la democracia. Porque respetar, particularmente desde el Estado, la ley y la obligación de cumplir con los compromisos contractuales adquiridos es precisamente todo lo contrario a conformar un ambiente donde la arbitrariedad y la intimidación prepotente se transformen en una lamentable realidad..