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Lanata: «Nos borraron todo el material periodístico»
¿Cómo repercutieron en Twitter los incidentes de Lanata en Venezuela?
El mundo destacó el claro triunfo chavista
Hasta hace poco, el kirchnerismo consideraba una agresión cuando sus opositores denunciaban que el gobierno argentino había puesto en marcha un proceso de chavización. Ayer, en medio de los festejos de victorias ajenas, sectores influyentes del oficialismo pregonaron, por fin, que el kirchnerismo y el chavismo son una sola cosa.
El discurso es el arte y la derrota del kirchnerismo. Pero, ¿son iguales esos dos gobiernos latinoamericanos? ¿Qué efectos tendrá en la Argentina, además, la re-reelección de Hugo Chávez como presidente de Venezuela?
La primera diferencia está en los líderes. Aunque tanto a Cristina Kirchner como a Chávez los seduce más el populismo que otra cosa, al líder caraqueño no se le puede negar el «liderazgo carismático» del que hablaba Weber como condición del populismo.
Intelectuales críticos de Chávez han reconocido que éste tiene el don de la palabra frente a las multitudes, que sus discursos son un «imán» imbatible frente a la masa. Cristina carece de esa fuerza carismática, porque prefiere la pose doctoral en sus largos sermones públicos antes que las frases cortas y efectistas. Buena oradora hasta que decidió convertirse en una virtual conductora de televisión, nunca tuvo, sin embargo, ni el carisma ni la desenvoltura discursiva de Chávez.
Las diferencias que alejan a los líderes no han servido para separar a sus sistemas políticos. Los sistemas son, como dijo ayer La Cámpora, muy parecidos. De los 2000 jueces que trabajaban en Venezuela cuando Chávez llegó al poder, hace 14 años, sólo 18 magistrados han sobrevivido hasta ahora.
Un proceso idéntico se está dando en la Argentina, donde los concursos para seleccionar futuros jueces y fiscales no se detienen en las condiciones académicas o en la experiencia de los candidatos, sino en su fe kirchnerista. El principio de la división de poderes es en ambos países una dificultad perversa de la «democracia burguesa» o del «republicanismo». Los dos sistemas se llaman «república», pero sus líderes prefieren trocar hacia un cesarismo, a veces atenuado.
Los dos gobiernos, surgidos legítimamente de elecciones democráticas, se consideran «revolucionarios» y esa condición los coloca por encima de las reglas de la democracia. Pierden en el ejercicio, por lo tanto, la legitimidad que tuvieron en el origen. Los dos prefieren, también, disciplinar la economía con las teorías del intervencionismo y del estatismo. Oscilan siempre entre ambos conceptos. Los dos han perdido enormes oportunidades de progreso para sus países, por el consiguiente temor de la inversión, y sus pueblos padecen crecientemente el castigo inflacionario.
Con todo, hay dos rasgos que valen como ningún otro para hacer parecidos al kirchnerismo y al chavismo. Uno es la división de la sociedad, la conversión del «otro» en un enemigo, la imposibilidad de entender que hay maneras distintas de ver la misma cosa. El «otro» es un «cipayo», un «vendepatria» o un «oligarca», para señalar sólo algunas de las muchas descalificaciones que chavismo y kirchnerismo les endilgan a sus adversarios. Las sociedades de ambas naciones han resultado partidas; esa partición no ha respetado ni siquiera los lazos familiares o sociales.
El otro rasgo que los distingue sobremanera es el trato con el periodismo independiente. Debe desaparecer tanto en Venezuela como en la Argentina. Chávez logró en su país que fuera chavista casi la unanimidad del sistema audiovisual, con la excepción de Globovisión, un canal de noticias de escéptico pronóstico desde anteayer. Cristina Kirchner está haciendo lo mismo en la Argentina, donde ya logró una situación hegemónica del oficialismo en radio y televisión. La necesaria crítica periodística es, para ambas administraciones, un obstáculo que responde a intereses económicos, a ideologías extranjeras o al mandato de innominados imperios.
Cada vez más, el chavismo tiene influencia en la política exterior argentina. La última novedad en ese sentido fue el anuncio de Cristina de que abrirá un diálogo con el excéntrico gobierno de Irán por la causa judicial que involucró directamente a altísimos funcionarios iraníes en la voladura de la AMIA, en 1994, que dejó 85 muertos y centenares de heridos. Irán era el único tema de política internacional que diferenciaba a los dos países. La diferencia se superó de la peor manera: la Argentina cedió ante la influencia venezolana.
Cristina Kirchner consiguió así lo que no había sucedido en décadas: que todas las vertientes de la comunidad judía (DAIA, AMIA, familiares de las víctimas de aquel atentado) confluyeran en una sola posición crítica al Gobierno. La comunidad judía argentina juzga de la peor manera al régimen de Chávez, porque tiene un pasado antisemita que provocó el éxodo de gran parte de la comunidad judía venezolana. El kirchnerismo no ha caído en esa perversión histórica.
El adoctrinamiento del chavismo no llegó tan lejos. Es cierto, no obstante, que grandes franjas del kirchnerismo abrevan en las doctrinas y las lecciones del chavismo. El gobierno de Venezuela ya no aporta directamente fondos a la administración argentina (como lo hacía cuando compraba bonos a tasas muy redituables), pero financia a muchos sectores del kirchnerismo. Hubo profesores de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, por ejemplo, que renunciaron cuando intuyeron que dinero venezolano solventaba esa casa. El dinero nunca viene solo.
La re-reelección de Chávez despertó de nuevo aquí el proyecto re-reeleccionista de Cristina Kirchner, que se habían guardado después del multitudinario cacerolazo del 13 de septiembre. Otra vez fue el ex piquetero Luis D’Elía quien reflotó el proyecto. No hay que desdeñar a D’Elía; él fue también el primero que habló de la reforma de la Constitución cuando ningún envarado kirchnerista se animaba a hacerlo. El reeleccionismo venezolano le dará oxígeno al reeleccionismo local, pero, de la misma manera, irritará aún más a los sectores sociales que venían militando contra esa reforma.
Chávez es, a todo esto, uno de los políticos más impopulares en la sociedad argentina, según varias mediciones. En la precipitación de hacerse con una victoria que no es propia, el kirchnerismo corre el riesgo de alejarse aún más de vastos sectores sociales que venían manifestándose muy críticos de la Presidenta.
Los populismos autoritarios necesitan de dos condiciones indispensables: abundante dinero y fuerzas armadas y de seguridad disciplinadas y adictas. Chávez tiene el petróleo estatal, con los mejores precios que se recuerden, y ha practicado, sobre todo, la demagogia militar. Llenó de recursos y de modernas armas a los militares, a los que elevó a la condición de casta superior, de una estirpe privilegiada que se mueve por encima de ministros y de legisladores oficialistas.
Cristina Kirchner tiene la soja, pero ésta es privada, no estatal. A Chávez no le va bien con la economía, pero a ella le va peor porque carece del flujo de caja que sí tiene el venezolano. El kirchnerismo redujo a la nulidad a los militares y ya no puede contar ni siquiera con gendarmes y prefectos, que eran su predilecta guardia pretoriana. Chávez supo construir su populismo con las armas del populismo. El kirchnerismo es más discurso que praxis en ese sentido.
Sabe a extraño, a fin de cuentas, que Chávez se haya convertido en casi el único «amigo» verdadero, entre los líderes extranjeros, de la Presidenta. Chávez es un militar de la cabeza a los pies, con un pasado de golpista frente a un gobierno tan democrático como el de él. El relato kirchnerista ha borrado, como lo ha hecho casi toda la izquierda, ese pasado del venerado patriarca del cesarismo latinoamericano..
Lanata: «Nos borraron todo el material periodístico»
¿Cómo repercutieron en Twitter los incidentes de Lanata en Venezuela?
El mundo destacó el claro triunfo chavista
Hasta hace poco, el kirchnerismo consideraba una agresión cuando sus opositores denunciaban que el gobierno argentino había puesto en marcha un proceso de chavización. Ayer, en medio de los festejos de victorias ajenas, sectores influyentes del oficialismo pregonaron, por fin, que el kirchnerismo y el chavismo son una sola cosa.
El discurso es el arte y la derrota del kirchnerismo. Pero, ¿son iguales esos dos gobiernos latinoamericanos? ¿Qué efectos tendrá en la Argentina, además, la re-reelección de Hugo Chávez como presidente de Venezuela?
La primera diferencia está en los líderes. Aunque tanto a Cristina Kirchner como a Chávez los seduce más el populismo que otra cosa, al líder caraqueño no se le puede negar el «liderazgo carismático» del que hablaba Weber como condición del populismo.
Intelectuales críticos de Chávez han reconocido que éste tiene el don de la palabra frente a las multitudes, que sus discursos son un «imán» imbatible frente a la masa. Cristina carece de esa fuerza carismática, porque prefiere la pose doctoral en sus largos sermones públicos antes que las frases cortas y efectistas. Buena oradora hasta que decidió convertirse en una virtual conductora de televisión, nunca tuvo, sin embargo, ni el carisma ni la desenvoltura discursiva de Chávez.
Las diferencias que alejan a los líderes no han servido para separar a sus sistemas políticos. Los sistemas son, como dijo ayer La Cámpora, muy parecidos. De los 2000 jueces que trabajaban en Venezuela cuando Chávez llegó al poder, hace 14 años, sólo 18 magistrados han sobrevivido hasta ahora.
Un proceso idéntico se está dando en la Argentina, donde los concursos para seleccionar futuros jueces y fiscales no se detienen en las condiciones académicas o en la experiencia de los candidatos, sino en su fe kirchnerista. El principio de la división de poderes es en ambos países una dificultad perversa de la «democracia burguesa» o del «republicanismo». Los dos sistemas se llaman «república», pero sus líderes prefieren trocar hacia un cesarismo, a veces atenuado.
Los dos gobiernos, surgidos legítimamente de elecciones democráticas, se consideran «revolucionarios» y esa condición los coloca por encima de las reglas de la democracia. Pierden en el ejercicio, por lo tanto, la legitimidad que tuvieron en el origen. Los dos prefieren, también, disciplinar la economía con las teorías del intervencionismo y del estatismo. Oscilan siempre entre ambos conceptos. Los dos han perdido enormes oportunidades de progreso para sus países, por el consiguiente temor de la inversión, y sus pueblos padecen crecientemente el castigo inflacionario.
Con todo, hay dos rasgos que valen como ningún otro para hacer parecidos al kirchnerismo y al chavismo. Uno es la división de la sociedad, la conversión del «otro» en un enemigo, la imposibilidad de entender que hay maneras distintas de ver la misma cosa. El «otro» es un «cipayo», un «vendepatria» o un «oligarca», para señalar sólo algunas de las muchas descalificaciones que chavismo y kirchnerismo les endilgan a sus adversarios. Las sociedades de ambas naciones han resultado partidas; esa partición no ha respetado ni siquiera los lazos familiares o sociales.
El otro rasgo que los distingue sobremanera es el trato con el periodismo independiente. Debe desaparecer tanto en Venezuela como en la Argentina. Chávez logró en su país que fuera chavista casi la unanimidad del sistema audiovisual, con la excepción de Globovisión, un canal de noticias de escéptico pronóstico desde anteayer. Cristina Kirchner está haciendo lo mismo en la Argentina, donde ya logró una situación hegemónica del oficialismo en radio y televisión. La necesaria crítica periodística es, para ambas administraciones, un obstáculo que responde a intereses económicos, a ideologías extranjeras o al mandato de innominados imperios.
Cada vez más, el chavismo tiene influencia en la política exterior argentina. La última novedad en ese sentido fue el anuncio de Cristina de que abrirá un diálogo con el excéntrico gobierno de Irán por la causa judicial que involucró directamente a altísimos funcionarios iraníes en la voladura de la AMIA, en 1994, que dejó 85 muertos y centenares de heridos. Irán era el único tema de política internacional que diferenciaba a los dos países. La diferencia se superó de la peor manera: la Argentina cedió ante la influencia venezolana.
Cristina Kirchner consiguió así lo que no había sucedido en décadas: que todas las vertientes de la comunidad judía (DAIA, AMIA, familiares de las víctimas de aquel atentado) confluyeran en una sola posición crítica al Gobierno. La comunidad judía argentina juzga de la peor manera al régimen de Chávez, porque tiene un pasado antisemita que provocó el éxodo de gran parte de la comunidad judía venezolana. El kirchnerismo no ha caído en esa perversión histórica.
El adoctrinamiento del chavismo no llegó tan lejos. Es cierto, no obstante, que grandes franjas del kirchnerismo abrevan en las doctrinas y las lecciones del chavismo. El gobierno de Venezuela ya no aporta directamente fondos a la administración argentina (como lo hacía cuando compraba bonos a tasas muy redituables), pero financia a muchos sectores del kirchnerismo. Hubo profesores de la Universidad de las Madres de Plaza de Mayo, por ejemplo, que renunciaron cuando intuyeron que dinero venezolano solventaba esa casa. El dinero nunca viene solo.
La re-reelección de Chávez despertó de nuevo aquí el proyecto re-reeleccionista de Cristina Kirchner, que se habían guardado después del multitudinario cacerolazo del 13 de septiembre. Otra vez fue el ex piquetero Luis D’Elía quien reflotó el proyecto. No hay que desdeñar a D’Elía; él fue también el primero que habló de la reforma de la Constitución cuando ningún envarado kirchnerista se animaba a hacerlo. El reeleccionismo venezolano le dará oxígeno al reeleccionismo local, pero, de la misma manera, irritará aún más a los sectores sociales que venían militando contra esa reforma.
Chávez es, a todo esto, uno de los políticos más impopulares en la sociedad argentina, según varias mediciones. En la precipitación de hacerse con una victoria que no es propia, el kirchnerismo corre el riesgo de alejarse aún más de vastos sectores sociales que venían manifestándose muy críticos de la Presidenta.
Los populismos autoritarios necesitan de dos condiciones indispensables: abundante dinero y fuerzas armadas y de seguridad disciplinadas y adictas. Chávez tiene el petróleo estatal, con los mejores precios que se recuerden, y ha practicado, sobre todo, la demagogia militar. Llenó de recursos y de modernas armas a los militares, a los que elevó a la condición de casta superior, de una estirpe privilegiada que se mueve por encima de ministros y de legisladores oficialistas.
Cristina Kirchner tiene la soja, pero ésta es privada, no estatal. A Chávez no le va bien con la economía, pero a ella le va peor porque carece del flujo de caja que sí tiene el venezolano. El kirchnerismo redujo a la nulidad a los militares y ya no puede contar ni siquiera con gendarmes y prefectos, que eran su predilecta guardia pretoriana. Chávez supo construir su populismo con las armas del populismo. El kirchnerismo es más discurso que praxis en ese sentido.
Sabe a extraño, a fin de cuentas, que Chávez se haya convertido en casi el único «amigo» verdadero, entre los líderes extranjeros, de la Presidenta. Chávez es un militar de la cabeza a los pies, con un pasado de golpista frente a un gobierno tan democrático como el de él. El relato kirchnerista ha borrado, como lo ha hecho casi toda la izquierda, ese pasado del venerado patriarca del cesarismo latinoamericano..