Fueron Marx y Engels quienes, en el Manifiesto Comunista, plantearon en 1848 que el Estado no es sino el «comité ejecutivo» de la clase dominante. Años después, en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx observó que, en ciertas circunstancias históricas, quienes conducen el aparato estatal pueden mostrar cierto grado de autonomía relativa frente a la burguesía y adoptar decisiones que contraríen sus intereses. Interpretaba, de ese modo, que el Estado privilegiaba la reproducción del capitalismo como sistema por sobre los intereses particulares de algunos sectores de la clase dominante.
La mención viene a cuento porque el triunfo de Cambiemos es visto por un sector no menor de la sociedad argentina como el prolegómeno de una restauración burguesa, donde las decisiones iniciales del nuevo gobierno acabarán muy pronto con los logros del kirchnerismo en materia de inclusión social y equidad distributiva. Será, entonces, un gobierno del establishment, conducido por gerentes formados en el sector privado, cuyas políticas traerán hambre, miseria, pérdida de derechos y otras calamidades.
Sin embargo, si el gobierno de Macri incurriera en el fatal error de arrasar con las conquistas del kirchnerismo (cualquiera sea la evaluación que cada uno haga de ellas), seguramente perdería la oportunidad histórica de erigirse en la fuerza hegemónica a la que aspiran sus partidarios. La explicación es muy simple. En una sociedad capitalista, el Estado debe resolver la tensión permanente entre tres cuestiones centrales de la agenda de todo gobierno: asegurar una gobernabilidad democrática, un desarrollo sustentable y una distribución equitativa del excedente económico. El cambio de mando en el timón del Estado encuentra a un país con una gobernabilidad razonable y un grado de equidad social también aceptable. Por supuesto, esto no significa ocultar el carácter «delegativo» que tuvo su democracia o los conflictos sociales latentes y la magnitud de la pobreza e indigencia existentes, que, cuando se restablezcan estadísticas confiables, será posible estimar. La cuestión realmente crítica, en esta coyuntura de traspaso del gobierno, es el desarrollo económico.
La economía argentina está estancada. El déficit presupuestario ha llegado a 7 puntos del PBI. La emisión monetaria y el uso de las reservas del Banco Central sirvieron para apuntalar un presupuesto público compuesto mayormente por transferencias: para el pago de jubilaciones, de planes sociales y de subsidios a los servicios públicos. Esta orientación del gasto público fue determinante para mantener un nivel aceptable de gobernabilidad y evitar, a través de la promoción del consumo, que la tasa de crecimiento cayera aún más. Pero cerrado el crédito externo, agotadas las reservas y extremados los niveles de presión tributaria, la reactivación de la economía ya no podrá depender del mantenimiento artificial del consumo. Las opciones son claras: el ajuste hacia abajo de los salarios, la reapertura del financiamiento internacional, la repatriación voluntaria o inducida de capitales y/o el estímulo a la inversión privada, sostenidos tal vez por algún acuerdo con los formadores de precios.
El tono más gradualista de las primeras medidas del gobierno entrante permite suponer que es consciente de que un ajuste brutal, que entrañaría una drástica redistribución del ingreso, no sólo afectaría la equidad distributiva, sino también acarrearía una severa pérdida de legitimidad, que, a su vez, pondría en riesgo la otra cuestión crítica de la agenda estatal: la gobernabilidad. De este modo, la tensión entre gobernabilidad, desarrollo y equidad alcanzaría un punto de máxima tensión. La posible explosión social de los sectores que resultarían más castigados por un ajuste extremo podría reducir a cenizas las aspiraciones de los socios de Cambiemos de incrementar su peso parlamentario en unas elecciones a dos años vista.
Por lo tanto, no es improbable que el nuevo gobierno deba adoptar políticas que intenten reducir, hasta donde sea posible, en las difíciles circunstancias actuales, la posible exacerbación de tensiones. Probablemente, algunas de estas decisiones lo enfrentarán a integrantes de la clase dominante y de los sectores de medianos y altos ingresos que durante doce años se beneficiaron de los generosos contratos estatales, de los subsidios, del empleo público excedentario y de otras dádivas y tratamientos preferenciales -propios del capitalismo de amigos-, que en buena medida generaron la colonización y depredación del Estado. Cabe esperar también que otras decisiones políticas produzcan encontronazos con sectores «revanchistas», confiados en que, por fin, un gobierno de derecha que pone las cosas «en su lugar» terminará favoreciéndolos.
En definitiva, si para preservarse en el poder y ganar legitimidad el gobierno de Mauricio Macri aspira a conciliar, o al menos a reducir, la inevitable tensión entre gobernabilidad, desarrollo y equidad que enfrentará durante su mandato, deberá demostrar en sus políticas algún grado de autonomía relativa frente a los intereses del establishment y de los sectores económicamente dominantes. Porque, como desde los orígenes del capitalismo argentino, sin «orden» no habrá «progreso», sin progreso no habrá «equidad» y sin equidad distributiva no habrá gobernabilidad.
Doctor en Ciencias Políticas
La mención viene a cuento porque el triunfo de Cambiemos es visto por un sector no menor de la sociedad argentina como el prolegómeno de una restauración burguesa, donde las decisiones iniciales del nuevo gobierno acabarán muy pronto con los logros del kirchnerismo en materia de inclusión social y equidad distributiva. Será, entonces, un gobierno del establishment, conducido por gerentes formados en el sector privado, cuyas políticas traerán hambre, miseria, pérdida de derechos y otras calamidades.
Sin embargo, si el gobierno de Macri incurriera en el fatal error de arrasar con las conquistas del kirchnerismo (cualquiera sea la evaluación que cada uno haga de ellas), seguramente perdería la oportunidad histórica de erigirse en la fuerza hegemónica a la que aspiran sus partidarios. La explicación es muy simple. En una sociedad capitalista, el Estado debe resolver la tensión permanente entre tres cuestiones centrales de la agenda de todo gobierno: asegurar una gobernabilidad democrática, un desarrollo sustentable y una distribución equitativa del excedente económico. El cambio de mando en el timón del Estado encuentra a un país con una gobernabilidad razonable y un grado de equidad social también aceptable. Por supuesto, esto no significa ocultar el carácter «delegativo» que tuvo su democracia o los conflictos sociales latentes y la magnitud de la pobreza e indigencia existentes, que, cuando se restablezcan estadísticas confiables, será posible estimar. La cuestión realmente crítica, en esta coyuntura de traspaso del gobierno, es el desarrollo económico.
La economía argentina está estancada. El déficit presupuestario ha llegado a 7 puntos del PBI. La emisión monetaria y el uso de las reservas del Banco Central sirvieron para apuntalar un presupuesto público compuesto mayormente por transferencias: para el pago de jubilaciones, de planes sociales y de subsidios a los servicios públicos. Esta orientación del gasto público fue determinante para mantener un nivel aceptable de gobernabilidad y evitar, a través de la promoción del consumo, que la tasa de crecimiento cayera aún más. Pero cerrado el crédito externo, agotadas las reservas y extremados los niveles de presión tributaria, la reactivación de la economía ya no podrá depender del mantenimiento artificial del consumo. Las opciones son claras: el ajuste hacia abajo de los salarios, la reapertura del financiamiento internacional, la repatriación voluntaria o inducida de capitales y/o el estímulo a la inversión privada, sostenidos tal vez por algún acuerdo con los formadores de precios.
El tono más gradualista de las primeras medidas del gobierno entrante permite suponer que es consciente de que un ajuste brutal, que entrañaría una drástica redistribución del ingreso, no sólo afectaría la equidad distributiva, sino también acarrearía una severa pérdida de legitimidad, que, a su vez, pondría en riesgo la otra cuestión crítica de la agenda estatal: la gobernabilidad. De este modo, la tensión entre gobernabilidad, desarrollo y equidad alcanzaría un punto de máxima tensión. La posible explosión social de los sectores que resultarían más castigados por un ajuste extremo podría reducir a cenizas las aspiraciones de los socios de Cambiemos de incrementar su peso parlamentario en unas elecciones a dos años vista.
Por lo tanto, no es improbable que el nuevo gobierno deba adoptar políticas que intenten reducir, hasta donde sea posible, en las difíciles circunstancias actuales, la posible exacerbación de tensiones. Probablemente, algunas de estas decisiones lo enfrentarán a integrantes de la clase dominante y de los sectores de medianos y altos ingresos que durante doce años se beneficiaron de los generosos contratos estatales, de los subsidios, del empleo público excedentario y de otras dádivas y tratamientos preferenciales -propios del capitalismo de amigos-, que en buena medida generaron la colonización y depredación del Estado. Cabe esperar también que otras decisiones políticas produzcan encontronazos con sectores «revanchistas», confiados en que, por fin, un gobierno de derecha que pone las cosas «en su lugar» terminará favoreciéndolos.
En definitiva, si para preservarse en el poder y ganar legitimidad el gobierno de Mauricio Macri aspira a conciliar, o al menos a reducir, la inevitable tensión entre gobernabilidad, desarrollo y equidad que enfrentará durante su mandato, deberá demostrar en sus políticas algún grado de autonomía relativa frente a los intereses del establishment y de los sectores económicamente dominantes. Porque, como desde los orígenes del capitalismo argentino, sin «orden» no habrá «progreso», sin progreso no habrá «equidad» y sin equidad distributiva no habrá gobernabilidad.
Doctor en Ciencias Políticas