Hugo Moyano sigue las encuestas con más interés que el que pone en los datos de la inflación. Su proyecto tiene dos direcciones: crear una alternativa política al kirchnerismo dentro del peronismo y conservar el liderazgo de los trabajadores, que comienzan a preocuparse por el costo de vida y por la estabilidad laboral.
Daniel Scioli, el otro gran enemigo del más puro kirchnerismo, ocupa por ahora el lugar de su alternativa al círculo gobernante. Moyano ya no se siente solo. Ambos expresan a un peronismo que se desliza embrionariamente en el sentido contrario de los kirchneristas. El actual conflicto con Moyano es el que Néstor Kirchner siempre quiso evitar. «No me gusta hablar con Moyano, pero tengo que hacerlo», solía decir. Su esposa, en cambio, cree necesario encarar esa batalla para ratificar una conducción que no acepta ni la disidencia ni la negociación. El choque es inevitable, porque Moyano no está dispuesto a caer de rodillas delante de una presidenta que se resbala hacia abajo en las mediciones de opinión pública.
A su vez, el problema de Cristina Kirchner consiste en que decidió cambiar una rutina establecida por su marido dando un golpe sobre la mesa. Esa rutina significaba conceder aumentos salariales por encima de la inflación. La Presidenta entrevió un límite. El nivel de la inflación está ya desbordando la paciencia social. Los salarios influyen en el ritmo inflacionario, pero hay mejores formas que dar golpes para modificar el curso de la historia.
En el fondo, el problema es la economía. Quizá los empresarios y los dirigentes sindicales harían un esfuerzo para contribuir a una solución si vieran un gesto parecido de parte del Gobierno. Cristina Kirchner no quiere hacer ningún esfuerzo. El Estado debe seguir gastando, decidió, como lo ha hecho hasta ahora. El aporte, todos los aportes, deben hacerlo los otros. Ella también tiene dos límites, por lo menos. Cualquier medida impopular significaría ahora una mayor caída de su popularidad. La otra frontera la establece su concepción del poder. Una rectificación, la aceptación de un error o la mera inclinación hacia una política dialoguista significarían para la Presidenta signos de debilidad.
La Presidenta está tan dispuesta a no cambiar nada que se niega a reconocer el efecto depredador del impuesto a los ganancias para la mayoría de los salarios. Podría negociar menores subas salariales a cambio de un aumento en el mínimo no imponible. Pero eso significaría una merma en la capacidad recaudatoria del Estado y, por lo tanto, una disminución de los recursos de los que dispone el Gobierno. Significaría compartir el esfuerzo. No lo hará. Moyano terminó coincidiendo en la cuestión impositiva con alguien lejano a él, Alfonso Prat Gay, que presentó un proyecto en la Cámara de Diputados para eliminar el impuesto a las ganancias en gran parte de los salarios y en las jubilaciones. La mejor prueba de un Estado voraz e insaciable es que las jubilaciones paguen impuesto a las ganancias.
Hombre de poder
Moyano no es un santo. Es un hombre de poder que se acostumbró a salirse con la suya. Logra lo que se propone con buenas y con malas artes. Volvió a demostrarlo ayer, cuando desconoció una conciliación obligatoria del Ministerio de Trabajo y convocó a un paro de 72 horas en el transporte de combustible. Toca donde más les duele al Gobierno y a la sociedad: el dinero de los cajeros automáticos o las naftas. Moyano es así. Una cosa es el reclamo por una situación comprobable y otra cosa es el boicot. Hasta un interlocutor asiduo del jefe cegetista, el ex jefe de Gabinete Alberto Fernández, acostumbra a decirle que su imagen necesita de maneras más amables. «Negro, no podés seguir con los boicots si querés convertirte en una referencia política respetada», le aconsejó varias veces. Moyano recurre a la experiencia: siempre consiguió lo que quiso con el mismo método.
Para peor, el Gobierno lo metió ahora en el desafío de demostrar que puede conservar la CGT aun contra la opinión y el interés del kirchnerismo. Tres semanas antes del 12 de julio, cuando se definirá la futura conducción de la central obrera, Moyano no aceptará aumentos salariales menores que los que plantean sus adversarios en el sindicalismo. Su principal rival, el metalúrgico Antonio Caló, firmó un aumento del 23 por ciento en la letra grande; en la letra chica, ese aumento llegaba hasta el 30 por ciento. La Presidenta lo frenó. Otro antimoyanista, Rodolfo Daer, del sindicato de la alimentación, amenazó con un paro si no le daban a su gremio un aumento del 30 por ciento. Es el mismo porcentaje que pide Moyano. La pelea entre ellos es política, pero el problema de la economía es el mismo para todos.
Cristina Kirchner quiere darse el lujo de no tener que hablar con Moyano. Punto. No hay mucho más que eso en su oposición al líder camionero. Los gremios oficialistas se inclinan ante ella, reverenciales en las formas pero idénticos a Moyano en sus reclamos. La diferencia: Cristina está segura de que la lucha con Moyano no es sólo un problema sindical, sino un combate por el poder. La Presidenta está dispuesta a enfrentar, para lograr evitar a Moyano, el peor escenario que le pueda tocar a un gobierno: vérselas con dos CGT.
La división
La historia argentina indica que siempre que hubo dos centrales obreras prevaleció una puja despiadada por cuál sacaba más ventajas. ¿Puede el Gobierno, con los actuales índices de inflación, correr ese riesgo? Puede, según parece. Los ministros que saben de esas cosas y presienten las complicaciones del futuro, como Carlos Tomada y Julio De Vido, callan. El disfavor no consiste en el despido (que algunos quisieran), sino en el ostracismo y en la degradación pública. Detrás del conflicto por los salarios está la batalla política. Es cierto. Moyano está convencido de que nunca se reconciliará con Cristina Kirchner. Una ruptura definitiva se ha producido entre ellos. Moyano cree, además, que el peronismo se siente fuera del Gobierno. «Los pocos peronistas que quedan en el Gobierno ya no influyen», repite.
La alternativa al kirchnerismo es Scioli, según su criterio de ahora. Pero no fue Moyano el que hizo trascender la reunión con el gobernador en la quinta de éste en Tigre.
«Yo no puedo meter fotógrafos en La Ñata», explicó. El propio Roberto Lavagna es una persona conocida por la reserva que garantiza sobre sus reuniones políticas. Sin embargo, la información sobre la reunión de Scioli y Lavagna circuló, inmediata y precisa. El eje se separa ya de Moyano y se instala en Scioli y en el peronismo, aunque incluye al líder de los camioneros. Esa es otra historia, que también comienza a escribirse con las rebeldías sindicales de estas horas..