Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, cuando vieron llegar el fin de sus días, desarrollaron una serie de diálogos de profunda belleza que reunieron bajo el título de La ceremonia del adiós . Era su manera de despedirse de la vida. Si seguimos la observación de Nicolás Maquiavelo según la cual todo lo que hay en materia política son monarquías o repúblicas, también ellas celebran, aunque de manera menos poética, el final de sus ciclos. Como las monarquías son vitalicias y las repúblicas temporarias, aquellas son relativamente «largas» y éstas son relativamente «cortas». Pero Néstor Kirchner y su sucesora pretendieron fundar un ciclo largo pese a su origen republicano, reemplazándose recíprocamente en el poder mediante un mecanismo que dio en llamarse «la alternancia conyugal». Esta pretensión fue frustrada por la súbita muerte de Kirchner, que dejó a su viuda en soledad, a la cabeza del Estado.
Desde 2003 hasta hoy hemos tenido así un sistema mixto, hecho de reglas republicanas y de apetitos monárquicos, dos componentes que viven en tensión. Si la Presidenta hubiera recibido el beneplácito de sus votantes, habría buscado con éxito la re-reelección para el período 2015-2019. Cuando fue reelecta en 2011 con una amplia mayoría, pudo pensar que sería así. Pero en las últimas elecciones esta ilusión se disipó. Parece demostrado, en este sentido, que los argentinos aceptan dos períodos presidenciales consecutivos, pero no tres, porque «tres períodos consecutivos», como observó en su momento Fernando Henrique Cardoso, «son monarquía». El domingo 11 de agosto quedó confirmado este principio constitucional por los propios votantes argentinos, que ya lo habían insinuado ante Carlos Menem cuando éste pretendió, sin lograrla, su propia re-reelección. Dos sí, tres no: ni Menem ni Cristina han logrado perforar esta barrera moral y legal que impide que las repúblicas se degraden otra vez en despotismo y que resurja, por lo tanto, el fantasma del re-reeleccionismo indefinido que todavía acosa a una minoría de naciones de nuestra región, como Venezuela, Ecuador, Bolivia o Nicaragua.
Sea en Brasil, Uruguay, Chile o Paraguay, las repúblicas democráticas cuentan con el consentimiento de los gobernantes que las administran. El republicanismo ha sido, por lo visto, internalizado por los propios gobernantes a quienes limita, sean ellos latinoamericanos o europeos. Pero no ocurrió así entre los argentinos, dada la persistente inclinación monárquica de Cristina. Su categórica derrota del 11 de agosto ha empezado a poner, recién, las cosas en su lugar. Todo parece indicar que el 27 de octubre Cristina volverá a perder, quizá por cifras aún más amplias. Podremos decir para entonces que la Argentina ha terminado por plegarse al espíritu de la república, al igual que la mayoría de sus naciones hermanas.
Dos preguntas quedan pendientes. La primera es la siguiente: ¿aceptará Cristina la decisión del pueblo argentino o procurará revertir el resultado del ll de agosto? Todavía dispone de ingentes recursos. ¿Los empleará para consolidar una república que ya no será de ella o irá por la revancha? ¿Ayudará a consolidar el nuevo consenso republicano o tratará de resistirlo?
La segunda pregunta no es menos inquietante: ¿estarán aquellos a quienes el pueblo elija para suceder a Cristina a la altura de su inmensa responsabilidad? ¿Sabrán mezclar en adecuadas proporciones el rigor contra la corrupción y todo lo que se hizo mal con la concordia que nos recuerde que aún somos una nación, una patria que está por encima de nuestras divisiones?
Esta última pregunta va dirigida a los miembros de una nueva generación, la primera formada en 1983 que irrumpirá después de Cristina. Los miembros de la generación anterior a 1983 les legamos a la generación venidera el tesoro infinito de nuestros errores. En ellos está la clave inagotable de su aprendizaje. Tuvimos de todo: violencia, intolerancia, inestabilidad, inflación, recíproca incomprensión. Les hemos enseñado a nuestros sucesores, sobre todo, lo que no tendrán que hacer nunca más. De una manera paradójica, les hemos dado la ocasión de la sabiduría.
La Argentina no tiene, en tal sentido, problemas de origen. Con una conducción razonable, moderada, podrá convertirse, en pocos años, en una nación próspera, reduciendo de ahí en más la mancha de una pobreza moralmente inadmisible. Pese a que lo hemos dejado pasar más de una vez, el tren de la plenitud vuelve a presentarse delante de nosotros. Sea con Massa o con algún otro dirigente joven, ha llegado la hora de que ellos recojan el abundante legado que nosotros les dejamos, la suma casi infinita de nuestros errores.
© LA NACION .
Desde 2003 hasta hoy hemos tenido así un sistema mixto, hecho de reglas republicanas y de apetitos monárquicos, dos componentes que viven en tensión. Si la Presidenta hubiera recibido el beneplácito de sus votantes, habría buscado con éxito la re-reelección para el período 2015-2019. Cuando fue reelecta en 2011 con una amplia mayoría, pudo pensar que sería así. Pero en las últimas elecciones esta ilusión se disipó. Parece demostrado, en este sentido, que los argentinos aceptan dos períodos presidenciales consecutivos, pero no tres, porque «tres períodos consecutivos», como observó en su momento Fernando Henrique Cardoso, «son monarquía». El domingo 11 de agosto quedó confirmado este principio constitucional por los propios votantes argentinos, que ya lo habían insinuado ante Carlos Menem cuando éste pretendió, sin lograrla, su propia re-reelección. Dos sí, tres no: ni Menem ni Cristina han logrado perforar esta barrera moral y legal que impide que las repúblicas se degraden otra vez en despotismo y que resurja, por lo tanto, el fantasma del re-reeleccionismo indefinido que todavía acosa a una minoría de naciones de nuestra región, como Venezuela, Ecuador, Bolivia o Nicaragua.
Sea en Brasil, Uruguay, Chile o Paraguay, las repúblicas democráticas cuentan con el consentimiento de los gobernantes que las administran. El republicanismo ha sido, por lo visto, internalizado por los propios gobernantes a quienes limita, sean ellos latinoamericanos o europeos. Pero no ocurrió así entre los argentinos, dada la persistente inclinación monárquica de Cristina. Su categórica derrota del 11 de agosto ha empezado a poner, recién, las cosas en su lugar. Todo parece indicar que el 27 de octubre Cristina volverá a perder, quizá por cifras aún más amplias. Podremos decir para entonces que la Argentina ha terminado por plegarse al espíritu de la república, al igual que la mayoría de sus naciones hermanas.
Dos preguntas quedan pendientes. La primera es la siguiente: ¿aceptará Cristina la decisión del pueblo argentino o procurará revertir el resultado del ll de agosto? Todavía dispone de ingentes recursos. ¿Los empleará para consolidar una república que ya no será de ella o irá por la revancha? ¿Ayudará a consolidar el nuevo consenso republicano o tratará de resistirlo?
La segunda pregunta no es menos inquietante: ¿estarán aquellos a quienes el pueblo elija para suceder a Cristina a la altura de su inmensa responsabilidad? ¿Sabrán mezclar en adecuadas proporciones el rigor contra la corrupción y todo lo que se hizo mal con la concordia que nos recuerde que aún somos una nación, una patria que está por encima de nuestras divisiones?
Esta última pregunta va dirigida a los miembros de una nueva generación, la primera formada en 1983 que irrumpirá después de Cristina. Los miembros de la generación anterior a 1983 les legamos a la generación venidera el tesoro infinito de nuestros errores. En ellos está la clave inagotable de su aprendizaje. Tuvimos de todo: violencia, intolerancia, inestabilidad, inflación, recíproca incomprensión. Les hemos enseñado a nuestros sucesores, sobre todo, lo que no tendrán que hacer nunca más. De una manera paradójica, les hemos dado la ocasión de la sabiduría.
La Argentina no tiene, en tal sentido, problemas de origen. Con una conducción razonable, moderada, podrá convertirse, en pocos años, en una nación próspera, reduciendo de ahí en más la mancha de una pobreza moralmente inadmisible. Pese a que lo hemos dejado pasar más de una vez, el tren de la plenitud vuelve a presentarse delante de nosotros. Sea con Massa o con algún otro dirigente joven, ha llegado la hora de que ellos recojan el abundante legado que nosotros les dejamos, la suma casi infinita de nuestros errores.
© LA NACION .
El que se resiste a celebrar el fin de su ciclo es Grondona. Que será triste, solitario y final como lo fue el de Neustadt.
resulta infame mezclar nombres que significaron avances en la lucidez humana defensora de lo popular con ordenes que la derecha imparte a un gobierno que detesta porque afecta sus intereses y pretende darlo por concluido.