Los recientes saqueos a casi 300 negocios en cuarenta ciudades del país invitan a dos lecturas diferentes en sus premisas, pero similares en las conclusiones.
A quienes prefieran la mirada comparativa y cotejen esos desmanes con los de 2001 no les costará concluir que las diferencias no alcanzan para opacar las semejanzas. Quienes opten, en cambio, por una mirada metafísica, se dividirán entre aquellos que opinan que el pasado retorna y quienes opinan que nunca se fue del todo. Ironía trágica, luego de diez años de tasas de crecimiento chinas: han sido, precisamente, los supermercados chinos los principales destinatarios de los saqueos.
Estos nuevos episodios revelan los síntomas de una crisis. Intentemos, pues, a partir de su reconocimiento, avanzar en un diagnóstico.
En julio de 1932, en la agonía de la república de Weimar, seis meses antes de la toma del poder por Hitler, el jurista alemán Carl Schmitt escribió un opúsculo merecidamente famoso, Legalidad y legitimidad. Su análisis hacía hincapié en ciertas singularidades del régimen político alemán, que tenía un formato extraño para la época. Un ejecutivo dual, con un presidente elegido por sufragio universal, y un primer ministro elegido por el Parlamento, y donde ambos, presidente y primer ministro, se dividían las competencias ejecutivas.
El análisis contemporáneo considera a estos regímenes semipresidenciales una forma mixta, que difiere tanto del presidencialismo como del parlamentarismo. Schmitt sostenía, sin embargo, que en Weimar había dos constituciones, una presidencial y la otra parlamentaria. De la primera se desprendía lo que denominaba el sistema presidencial, es decir, una fórmula política en torno al presidente Hindenburg, elegido por sufragio universal, que con el apoyo del ejército y la burocracia encarnaba la legitimidad, léase, la gobernabilidad. La segunda constitución era la parlamentaria, reflejo de una sociedad agobiada por la depresión de 1930, que había transformado al Parlamento, paralizado por las rencillas entre los grupos centristas y el ascenso de nazis y comunistas, en el depositario de una legalidad agotada, ingobernable. Para resolver la crisis, Schmitt proponía eliminar la segunda constitución a favor de la primera.
Los sistemas presidenciales latinoamericanos de Chávez, Correa, Morales y de Néstor y Cristina Kirchner han repetido el milagro de las bodas de Caná, al escanciar en los viejos odres de la dicotomía schmittiana el vino nuevo de la pasión por la igualdad. No acaban con el Parlamento como proponía Schmitt, pero lo anestesian. Se asemejan, y se diferencian a la vez, de su precedente alemán. Con excepción de la Argentina, se nutren en todos los casos de una legitimidad plebiscitaria, y en algunos, como en Venezuela, le adosan la imprescindible ortopedia castrense. A partir de allí incorporan una paleta novedosa, al reemplazar la burocracia neutral por un Estado politizado, un tinglado mediático propio y el aprovechamiento de fuentes de recursos a través de la sumisión del banco central al Ejecutivo y del control de rentas excepcionales. Pdvsa, en Venezuela; las retenciones, en la Argentina.
Los grandes y los pequeños simplificadores han tomado el presunto fracaso del neoliberalismo como el chivo expiatorio de la crisis. Sin embargo, ésta presenta, en cada uno de los países mencionados, las diferentes caras de un complejo contrapunto de inestabilidad: crisis económica, desigualdad, violencia.
El único rasgo común es la volatilidad del Poder Ejecutivo. Bolivia tuvo antes de la llegada de Morales tres presidentes, entre 2000 y 2005. La Argentina, cuatro, entre 2001 y 2003, antes del triunfo de Kirchner, y Ecuador, tres, entre 1997 y 2005, antes del triunfo de Correa. Después los senderos se bifurcan.
Venezuela es el ejemplo clásico de lo que fue en su momento una democracia exitosa que se degrada y pierde legitimidad. Así ocurrió en los 90, por el efecto simultáneo de una dirigencia corrompida y de un 50% de la población bajo la línea de pobreza. Ambos fenómenos explican el respaldo a la fórmula chavista, que se consolidó al reducir la pobreza a la mitad.
En Bolivia, para decirlo con Tocqueville, más que la desigualdad fue la inevitable marcha hacia la igualdad el catalizador de la crisis. Si bien a la caída del presidente Sánchez de Lozada los niveles de pobreza oscilaban en el 52%, habían bajado sensiblemente desde 1992, cuando llegaron al 71%. Pero el mismo porcentaje de reducción de la pobreza que ayudó a Chávez a consolidar su poder no le sirvió a Lozada para hacer otro tanto. Su renuncia no fue la consecuencia de una política fracasada, sino el epílogo de una estrategia de movilización y violencia capitaneada por el MAS, de Evo Morales. En la Argentina, por su parte, más que los graves episodios de violencia, saqueos y represión de 2001, fue la desafección de la clase media la que forzó la renuncia de De la Rúa, sellando el fin de la convertibilidad y produciendo la transferencia de ingresos más regresiva de su historia reciente.
El origen de lo que denominamos el sistema presidencial populista es, como lo señaló Marcos Novaro, una crisis de gobernabilidad, en la cual aquél cumple un rol análogo a las intervenciones militares: pone orden donde las democracias pluralistas fueron incapaces de hacerlo.
Apenas iniciado su mandato, el vacío de poder previo le brindó a Chávez,Morales y Correa la oportunidad de consolidar, mediante reformas constitucionales, un régimen plebiscitario.
Cristina Kirchner, que tiene todos los recursos del sistema presidencial, carece del formato plebiscitario de sus colegas, e intenta imponerlo infructuosamente, reelección mediante, luego de diez años (contando el mandato de su marido) de gestión y desgaste. Si como propone Novaro hay una equivalencia entre la gobernabilidad militar y la populista, podemos extender esa equivalencia a las protestas. Las manifestaciones en contra de la reelección y por una Justicia independiente son análogas al reclamo por los derechos humanos y el retorno a la constitución de las postrimerías del gobierno militar.
Benedetto Croce decía que el fascismo había sido un paréntesis en la tradición liberal italiana. La fotografía de Venezuela y la Argentina luego de sus respectivas crisis puede hacer creer que, en sentido contrario a lo que decía Croce, la democracia liberal es un paréntesis del populismo. La película con las protestas pacíficas del 13-S y del 8-N, y las más violentas de los últimos días, parecen dar razón a quienes, siguiendo al filósofo italiano, creemos que el populismo es un paréntesis de la democracia liberal.
A diferencia de lo que ocurrió con los gobiernos militares, estos episodios interpelan tanto al Gobierno como a la oposición.
Para Cicerón, el impedio era el presupuesto de la república: impedir que la mayoría tuviese un poder proporcionado a su número: ne plurimum valeant plurimi. En Las tres hermanas, Chejov retrata a tres damas de provincia rusa que a lo largo de toda la obra claman por ir a Moscú, adonde nunca llegan, porque nunca se ponen en marcha. También la oposición clama por una república a la que tampoco llega, porque tampoco se pone en marcha. Luego de la derrota del oficialismo en 2009, la oposición le cedió al oficialismo la presidencia de la Cámara de Diputados y la de las comisiones más importantes del cuerpo; además, prestó su apoyo, salvo algunas excepciones, a una retahíla de leyes confiscatorias. Lejos de impedir, se esmeró en cooperar.
En la Argentina, al igual que en Weimar, la presunta solución -el sistema presidencial- es, a todas luces, la raíz del problema. En Weimar profundizó la ingobernabilidad y le abrió la puerta a Hitler. Entre nosotros las manifestaciones pacificas de septiembre y noviembre, como las violentas de los últimos días, sugieren un doble déficit: de gobernabilidad y de buen gobierno.
Las violentas sugieren que el sistema ya no garantiza el orden, y las pacíficas, que el Gobierno no responde a las expectativas de buen gobierno de una porción importante de los ciudadanos. Nos encontramos así a mitad de camino entre el fin de una mediocre gobernabilidad y quizá -seamos optimistas- el principio de un mejor gobierno.
© LA NACION.
A quienes prefieran la mirada comparativa y cotejen esos desmanes con los de 2001 no les costará concluir que las diferencias no alcanzan para opacar las semejanzas. Quienes opten, en cambio, por una mirada metafísica, se dividirán entre aquellos que opinan que el pasado retorna y quienes opinan que nunca se fue del todo. Ironía trágica, luego de diez años de tasas de crecimiento chinas: han sido, precisamente, los supermercados chinos los principales destinatarios de los saqueos.
Estos nuevos episodios revelan los síntomas de una crisis. Intentemos, pues, a partir de su reconocimiento, avanzar en un diagnóstico.
En julio de 1932, en la agonía de la república de Weimar, seis meses antes de la toma del poder por Hitler, el jurista alemán Carl Schmitt escribió un opúsculo merecidamente famoso, Legalidad y legitimidad. Su análisis hacía hincapié en ciertas singularidades del régimen político alemán, que tenía un formato extraño para la época. Un ejecutivo dual, con un presidente elegido por sufragio universal, y un primer ministro elegido por el Parlamento, y donde ambos, presidente y primer ministro, se dividían las competencias ejecutivas.
El análisis contemporáneo considera a estos regímenes semipresidenciales una forma mixta, que difiere tanto del presidencialismo como del parlamentarismo. Schmitt sostenía, sin embargo, que en Weimar había dos constituciones, una presidencial y la otra parlamentaria. De la primera se desprendía lo que denominaba el sistema presidencial, es decir, una fórmula política en torno al presidente Hindenburg, elegido por sufragio universal, que con el apoyo del ejército y la burocracia encarnaba la legitimidad, léase, la gobernabilidad. La segunda constitución era la parlamentaria, reflejo de una sociedad agobiada por la depresión de 1930, que había transformado al Parlamento, paralizado por las rencillas entre los grupos centristas y el ascenso de nazis y comunistas, en el depositario de una legalidad agotada, ingobernable. Para resolver la crisis, Schmitt proponía eliminar la segunda constitución a favor de la primera.
Los sistemas presidenciales latinoamericanos de Chávez, Correa, Morales y de Néstor y Cristina Kirchner han repetido el milagro de las bodas de Caná, al escanciar en los viejos odres de la dicotomía schmittiana el vino nuevo de la pasión por la igualdad. No acaban con el Parlamento como proponía Schmitt, pero lo anestesian. Se asemejan, y se diferencian a la vez, de su precedente alemán. Con excepción de la Argentina, se nutren en todos los casos de una legitimidad plebiscitaria, y en algunos, como en Venezuela, le adosan la imprescindible ortopedia castrense. A partir de allí incorporan una paleta novedosa, al reemplazar la burocracia neutral por un Estado politizado, un tinglado mediático propio y el aprovechamiento de fuentes de recursos a través de la sumisión del banco central al Ejecutivo y del control de rentas excepcionales. Pdvsa, en Venezuela; las retenciones, en la Argentina.
Los grandes y los pequeños simplificadores han tomado el presunto fracaso del neoliberalismo como el chivo expiatorio de la crisis. Sin embargo, ésta presenta, en cada uno de los países mencionados, las diferentes caras de un complejo contrapunto de inestabilidad: crisis económica, desigualdad, violencia.
El único rasgo común es la volatilidad del Poder Ejecutivo. Bolivia tuvo antes de la llegada de Morales tres presidentes, entre 2000 y 2005. La Argentina, cuatro, entre 2001 y 2003, antes del triunfo de Kirchner, y Ecuador, tres, entre 1997 y 2005, antes del triunfo de Correa. Después los senderos se bifurcan.
Venezuela es el ejemplo clásico de lo que fue en su momento una democracia exitosa que se degrada y pierde legitimidad. Así ocurrió en los 90, por el efecto simultáneo de una dirigencia corrompida y de un 50% de la población bajo la línea de pobreza. Ambos fenómenos explican el respaldo a la fórmula chavista, que se consolidó al reducir la pobreza a la mitad.
En Bolivia, para decirlo con Tocqueville, más que la desigualdad fue la inevitable marcha hacia la igualdad el catalizador de la crisis. Si bien a la caída del presidente Sánchez de Lozada los niveles de pobreza oscilaban en el 52%, habían bajado sensiblemente desde 1992, cuando llegaron al 71%. Pero el mismo porcentaje de reducción de la pobreza que ayudó a Chávez a consolidar su poder no le sirvió a Lozada para hacer otro tanto. Su renuncia no fue la consecuencia de una política fracasada, sino el epílogo de una estrategia de movilización y violencia capitaneada por el MAS, de Evo Morales. En la Argentina, por su parte, más que los graves episodios de violencia, saqueos y represión de 2001, fue la desafección de la clase media la que forzó la renuncia de De la Rúa, sellando el fin de la convertibilidad y produciendo la transferencia de ingresos más regresiva de su historia reciente.
El origen de lo que denominamos el sistema presidencial populista es, como lo señaló Marcos Novaro, una crisis de gobernabilidad, en la cual aquél cumple un rol análogo a las intervenciones militares: pone orden donde las democracias pluralistas fueron incapaces de hacerlo.
Apenas iniciado su mandato, el vacío de poder previo le brindó a Chávez,Morales y Correa la oportunidad de consolidar, mediante reformas constitucionales, un régimen plebiscitario.
Cristina Kirchner, que tiene todos los recursos del sistema presidencial, carece del formato plebiscitario de sus colegas, e intenta imponerlo infructuosamente, reelección mediante, luego de diez años (contando el mandato de su marido) de gestión y desgaste. Si como propone Novaro hay una equivalencia entre la gobernabilidad militar y la populista, podemos extender esa equivalencia a las protestas. Las manifestaciones en contra de la reelección y por una Justicia independiente son análogas al reclamo por los derechos humanos y el retorno a la constitución de las postrimerías del gobierno militar.
Benedetto Croce decía que el fascismo había sido un paréntesis en la tradición liberal italiana. La fotografía de Venezuela y la Argentina luego de sus respectivas crisis puede hacer creer que, en sentido contrario a lo que decía Croce, la democracia liberal es un paréntesis del populismo. La película con las protestas pacíficas del 13-S y del 8-N, y las más violentas de los últimos días, parecen dar razón a quienes, siguiendo al filósofo italiano, creemos que el populismo es un paréntesis de la democracia liberal.
A diferencia de lo que ocurrió con los gobiernos militares, estos episodios interpelan tanto al Gobierno como a la oposición.
Para Cicerón, el impedio era el presupuesto de la república: impedir que la mayoría tuviese un poder proporcionado a su número: ne plurimum valeant plurimi. En Las tres hermanas, Chejov retrata a tres damas de provincia rusa que a lo largo de toda la obra claman por ir a Moscú, adonde nunca llegan, porque nunca se ponen en marcha. También la oposición clama por una república a la que tampoco llega, porque tampoco se pone en marcha. Luego de la derrota del oficialismo en 2009, la oposición le cedió al oficialismo la presidencia de la Cámara de Diputados y la de las comisiones más importantes del cuerpo; además, prestó su apoyo, salvo algunas excepciones, a una retahíla de leyes confiscatorias. Lejos de impedir, se esmeró en cooperar.
En la Argentina, al igual que en Weimar, la presunta solución -el sistema presidencial- es, a todas luces, la raíz del problema. En Weimar profundizó la ingobernabilidad y le abrió la puerta a Hitler. Entre nosotros las manifestaciones pacificas de septiembre y noviembre, como las violentas de los últimos días, sugieren un doble déficit: de gobernabilidad y de buen gobierno.
Las violentas sugieren que el sistema ya no garantiza el orden, y las pacíficas, que el Gobierno no responde a las expectativas de buen gobierno de una porción importante de los ciudadanos. Nos encontramos así a mitad de camino entre el fin de una mediocre gobernabilidad y quizá -seamos optimistas- el principio de un mejor gobierno.
© LA NACION.