Ese ancho, amorfo y fragmentado mundo político al que se suele llamar, por falta de una mejor convención, «peronismo», se encuentra hoy en un momento de gran incertidumbre. Luego de la dura derrota en la segunda vuelta de las presidenciales de 2015 en unos comicios que parecían bastante fáciles de ganar, llegó un nuevo traspié en la elección legislativa de medio término de octubre de 2017. Cualquier fantasía que los peronistas pudieran tener de que el gobierno de Mauricio Macri sufriera un destino similar al de Fernando De La Rúa (la tan mentada huida en helicóptero) no se materializó en estos dos años ni, seguramente, lo hará hasta el fin del mandato en 2019.
En las elecciones de octubre pasado, Cambiemos –un frente electoral integrado por Propuesta Republicana (Pro), la Unión Cívica Radical (UCR) y la Coalición Cívica de Elisa Carrió– logró consolidarse o expandirse desde sus bastiones del centro del país hasta supuestos baluartes peronistas como las provincias de Jujuy, Entre Ríos o Santa Cruz (gobernada por Alicia Kirchner y sumergida en una profunda crisis fiscal). Tal vez lo más preocupante para el peronismo sea que Cambiemos parece estar en el camino de solidificar su control sobre lo que era el territorio inexpugnable, el reducto, el santa sanctórum del peronismo: la provincia de Buenos Aires.
El peronismo perdió en la provincia de Buenos Aires las elecciones de 2009, 2013, 2015 y 2017; en esta última, Cambiemos le ganó nada más y nada menos que a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner con una lista encabezada por dos candidatos poco conocidos y con escaso lustre: el ex ministro de Educación Esteban Bullrich y Gladys González, una dirigente con poca exposición y asociada a la denuncias de manejos indebidos de fondos. En la «Capital Nacional de Peronismo», el populoso municipio de La Matanza, Cristina Kirchner ganó solo por 155.000 votos. En esta victoria fue clave el papel de la gobernadora María Eugenia Vida, hoy por lejos la figura más popular de Cambiemos.De consolidar el control sobre «la provincia», Cambiemos replicará allí con el peronismo lo que hizo en la Ciudad de Buenos Aires: no solo acabó con el anterior poderío del centenario partido radical sino que demostró que puede ganar y controlar aún los barrios «peronistas» del Sur de la ciudad.
Pero el desafío del peronismo a esta altura parece ser no solo electoral, sino . ¿Será posible que, como plantean algunos análisis, el peronismo desaparezca en un futuro no muy lejano? ¿Morirá la fuerza que solía jactarse de ser «la única que puede gobernar Argentina»? ¿Podrá Cambiemos construir y mantener su hegemonía, doblegando al antiguo «hecho maldito del país burgués», según una definición atribuida al peronista de izquierda John William Cooke, que sobrevivió a varios intentos de eliminación por vía violenta y dictatorial, así como por vía democrática y electoral?
Alguien tiene que hacerlo…
Luego de pintar tal panorama desolador para las huestes del General (Perón), Evita, Néstor y Cristina (¿hay otra fuerza política que haya tenido tantos dirigentes a los que se les conoce solo por sus primeros nombres o apodos?) puede matizarse este análisis con una buena noticia relativa para el peronismo: lo más probable es que no desaparezca, simplemente, si se quiere, por una cuestión mecánica y estructural: en tanto y en cuanto la Argentina siga siendo una democracia electoral competitiva, alguien tiene que desempeñar el rol de fuerza de oposición, y hoy no hay hoy ningún otro partido o coalición política que esté dispuesto a fungir de oposición. Nadie parece tener el menor interés en cumplir este rol, salvo el peronismo … además de la izquierda trotskista nucleada en el Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT).
Más aún, la supervivencia del peronismo parece ser asegurada (paradójicamente) por la ausencia de vocación de la antigua centroizquierda no peronista para hacer oposición. Pensar una oposición progresista equivalente, por ejemplo, al antiguo Frente por un País Solidario (Frepaso) parece hoy ser imposible. El progresismo no peronista, pero no necesariamente antiperonista, parece haber desaparecido en términos prácticos. La UCR es socia fundadora de Cambiemos y, salvo alguna figura aislada como Ricardo Alfonsín o Leopoldo Moreau, no existe grieta alguna entre radicalismo y macrismo. Quedaría el Partido Socialista (que, no hay que olvidar, salió segundo a escala nacional en 2011), pero esta fuerza está sumida en su propia crisis, con su poder electoral en la provincia de Santa Fe –su centro de influencia– socavado por Cambiemos y sin una figura nacional de relevancia luego del eclipse de Hermes Binner de la esfera pública.
Las figuras «filosocialdemócratas» de Margarita Stolbizer y Martín Lousteau parecen mostrar el dilema estructural del progresismo con respecto a Cambiemos. Para acumular volumen político deberían volcarse más definidamente a la oposición, con el riesgo de «peronizarse » a los ojos de sus votantes, o bien sumarse directamente a Cambiemos, con el riesgo de perder su identidad progresista. Quienes los votan no parecen estar dispuestos a premiarlos si se distancian demasiado del gobierno, y sus diferencias respecto de Cambiemos parecen más asociadas con cuestiones de forma que de fondo. (Lousteau reconoció esta realidad al manifestar su intención de competir en la primaria de Cambiemos en la Ciudad luego de su mal resultado en el 2017 y de haber sido embajador en Estados Unidos, lo que fue rechazado por el macrismo. Stolbizer, por su parte, quedó desdibujada en una alianza con el ¿ex? peronista Sergio Massa).
Negociar y oponerse… al mismo tiempo
Esto deja, entonces, al peronismo y al FIT como abanderados de la oposición (incluso desde la derecha se habla de «troskokirchnerismo» para tratar de mostrar una oposición demasiado radicalizada contra el «cambio» expresado en Cambiemos). Pero parece difícil pensar que la izquierda pueda pasar en dos años a ser una opción electoral real a escala nacional desde el actual 3% de los votos (aunque no sería sorprendente que, en un contexto de mayor conflictividad social, crezca en varios distritos). El principal dilema en el que habita el peronismo desde noviembre de 2015 es el mismo que se enfrentó luego de 1983 y 1999: cómo combinar las dos responsabilidades que le competen en esta hora: gobernar sus distritos (desde gobernaciones o alcaldías) y encarnar una oposición franca al oficialismo nacional.
La división tan mentada entre peronismo kirchnerista (o kirchnerismo peronista) y el «buen peronismo» de los gobernadores suele explicarse en la mayoría de los análisis por los enconos personales entre Cristina Kirchner y un bloque más o menos variable de diputados y senadores bastante pragmático, formados en un peronismo más tradicional, con aversión variable hacia el «progresismo». Sin embargo, y sin negar que lo personal tiene impacto en la política, esta división se superpone mayoritariamente a un clivaje estructural: el que divide a quienes gobiernan provincias y quienes solo legislan. Es esperable que quienes tienen que conseguir mes a mes los fondos para pagar los sueldos y asegurar la gobernabilidad de sus distritos tengan más incentivos para negociar con un ejecutivo nacional que controla el flujo de caja a sus distritos. (Así, puede comprenderse que la fuerza que, en los años 90, encarnó la oposición más firme al menemismo por varios años fuera el Frepaso, que justamente no gobernaba casi ningún distrito). Es esperable también que aquellos que no tienen que asegurar sueldos y aguinaldos puedan levantar una voz más abiertamente opositora desde el Congreso, como se vio con la aprobación de la última reforma previsional. Hay que recordar que el peronismo opositor no bloqueó la mayoría de las leyes buscadas por el expresidente Raúl Alfonsín (con excepción de la ley de reordenamiento sindical) y ayudó al gobierno de De La Rúa a aprobar todas las iniciativas durante su mandato. También hay que recordar que Carlos Menem, que era gobernador, fue por varios años el interlocutor del alfonsinismo.
El dilema, por supuesto, reside en que aunque esta división de roles es comprensible en el momento actual, de mantenerse liquidaría cualquier posibilidad del peronismo de ser competitivo en las elecciones de 2019. Nadie dice que suturar estas divisiones sea fácil, sobre todo porque el gobierno también juega y está agudamente consciente de que debe hacer todo lo posible para mantener la cuña firmemente centrada en la grieta opositora. Pero el peronismo debe pensar formas de procesar esta distancia en el camino a 2019.En algún momento se deberá lograr alguna síntesis entre «los que gobiernan» y «los que se oponen».
Lo curioso de esta situación es que la dicotomía entre gobernar/negociar por un lado y legislar/oponerse por el otro estuvo magistralmente expresada durante la década de 1990 por el propio matrimonio de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, en su rol de opositores a Carlos Menem en el interior del Partido Justicialista. En tanto gobernador de una provincia, Kirchner aceptó o ayudó a promover varias de las iniciativas emblemáticas del menemismo, sobre todo la privatización petrolera. Como senadora, Cristina Fernández se hizo conocidapor ser una fuerte voz opositora en el Congreso y en los medios.
El problema para el peronismo es que hoy no existe entre los dirigentes la coordinación personal detrás de escena que permitía este doble juego. Pero en algún momento de aquí a 2019 un grupo reducido de referentes deberá sentarse a una mesa a discutir bajo qué reglas se dirimirá un liderazgo unificado (que luego se transforme en una candidatura competitiva); en caso contrario el peronismo irá dividido en octubre de 2019. Esto equivaldría a ir, por primera vez desde 1983, a perder una elección nacional a sabiendas: a diferencia de 2003, cuando el peronismo fue partido en tres, hoy el no-peronismo se unificó en Cambiemos. Y, como reza el dicho peronista, la derrota es peor que la traición. El éxito en la política es sobre todo una cuestión de manejo de los tiempos: la operación de negociar algún tipo de mecanismo que permita unificar una candidatura no puede darse ni demasiado temprano, ni, sobre todo, demasiado tarde.
En las elecciones de octubre pasado, Cambiemos –un frente electoral integrado por Propuesta Republicana (Pro), la Unión Cívica Radical (UCR) y la Coalición Cívica de Elisa Carrió– logró consolidarse o expandirse desde sus bastiones del centro del país hasta supuestos baluartes peronistas como las provincias de Jujuy, Entre Ríos o Santa Cruz (gobernada por Alicia Kirchner y sumergida en una profunda crisis fiscal). Tal vez lo más preocupante para el peronismo sea que Cambiemos parece estar en el camino de solidificar su control sobre lo que era el territorio inexpugnable, el reducto, el santa sanctórum del peronismo: la provincia de Buenos Aires.
El peronismo perdió en la provincia de Buenos Aires las elecciones de 2009, 2013, 2015 y 2017; en esta última, Cambiemos le ganó nada más y nada menos que a la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner con una lista encabezada por dos candidatos poco conocidos y con escaso lustre: el ex ministro de Educación Esteban Bullrich y Gladys González, una dirigente con poca exposición y asociada a la denuncias de manejos indebidos de fondos. En la «Capital Nacional de Peronismo», el populoso municipio de La Matanza, Cristina Kirchner ganó solo por 155.000 votos. En esta victoria fue clave el papel de la gobernadora María Eugenia Vida, hoy por lejos la figura más popular de Cambiemos.De consolidar el control sobre «la provincia», Cambiemos replicará allí con el peronismo lo que hizo en la Ciudad de Buenos Aires: no solo acabó con el anterior poderío del centenario partido radical sino que demostró que puede ganar y controlar aún los barrios «peronistas» del Sur de la ciudad.
Pero el desafío del peronismo a esta altura parece ser no solo electoral, sino . ¿Será posible que, como plantean algunos análisis, el peronismo desaparezca en un futuro no muy lejano? ¿Morirá la fuerza que solía jactarse de ser «la única que puede gobernar Argentina»? ¿Podrá Cambiemos construir y mantener su hegemonía, doblegando al antiguo «hecho maldito del país burgués», según una definición atribuida al peronista de izquierda John William Cooke, que sobrevivió a varios intentos de eliminación por vía violenta y dictatorial, así como por vía democrática y electoral?
Alguien tiene que hacerlo…
Luego de pintar tal panorama desolador para las huestes del General (Perón), Evita, Néstor y Cristina (¿hay otra fuerza política que haya tenido tantos dirigentes a los que se les conoce solo por sus primeros nombres o apodos?) puede matizarse este análisis con una buena noticia relativa para el peronismo: lo más probable es que no desaparezca, simplemente, si se quiere, por una cuestión mecánica y estructural: en tanto y en cuanto la Argentina siga siendo una democracia electoral competitiva, alguien tiene que desempeñar el rol de fuerza de oposición, y hoy no hay hoy ningún otro partido o coalición política que esté dispuesto a fungir de oposición. Nadie parece tener el menor interés en cumplir este rol, salvo el peronismo … además de la izquierda trotskista nucleada en el Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT).
Más aún, la supervivencia del peronismo parece ser asegurada (paradójicamente) por la ausencia de vocación de la antigua centroizquierda no peronista para hacer oposición. Pensar una oposición progresista equivalente, por ejemplo, al antiguo Frente por un País Solidario (Frepaso) parece hoy ser imposible. El progresismo no peronista, pero no necesariamente antiperonista, parece haber desaparecido en términos prácticos. La UCR es socia fundadora de Cambiemos y, salvo alguna figura aislada como Ricardo Alfonsín o Leopoldo Moreau, no existe grieta alguna entre radicalismo y macrismo. Quedaría el Partido Socialista (que, no hay que olvidar, salió segundo a escala nacional en 2011), pero esta fuerza está sumida en su propia crisis, con su poder electoral en la provincia de Santa Fe –su centro de influencia– socavado por Cambiemos y sin una figura nacional de relevancia luego del eclipse de Hermes Binner de la esfera pública.
Las figuras «filosocialdemócratas» de Margarita Stolbizer y Martín Lousteau parecen mostrar el dilema estructural del progresismo con respecto a Cambiemos. Para acumular volumen político deberían volcarse más definidamente a la oposición, con el riesgo de «peronizarse » a los ojos de sus votantes, o bien sumarse directamente a Cambiemos, con el riesgo de perder su identidad progresista. Quienes los votan no parecen estar dispuestos a premiarlos si se distancian demasiado del gobierno, y sus diferencias respecto de Cambiemos parecen más asociadas con cuestiones de forma que de fondo. (Lousteau reconoció esta realidad al manifestar su intención de competir en la primaria de Cambiemos en la Ciudad luego de su mal resultado en el 2017 y de haber sido embajador en Estados Unidos, lo que fue rechazado por el macrismo. Stolbizer, por su parte, quedó desdibujada en una alianza con el ¿ex? peronista Sergio Massa).
Negociar y oponerse… al mismo tiempo
Esto deja, entonces, al peronismo y al FIT como abanderados de la oposición (incluso desde la derecha se habla de «troskokirchnerismo» para tratar de mostrar una oposición demasiado radicalizada contra el «cambio» expresado en Cambiemos). Pero parece difícil pensar que la izquierda pueda pasar en dos años a ser una opción electoral real a escala nacional desde el actual 3% de los votos (aunque no sería sorprendente que, en un contexto de mayor conflictividad social, crezca en varios distritos). El principal dilema en el que habita el peronismo desde noviembre de 2015 es el mismo que se enfrentó luego de 1983 y 1999: cómo combinar las dos responsabilidades que le competen en esta hora: gobernar sus distritos (desde gobernaciones o alcaldías) y encarnar una oposición franca al oficialismo nacional.
La división tan mentada entre peronismo kirchnerista (o kirchnerismo peronista) y el «buen peronismo» de los gobernadores suele explicarse en la mayoría de los análisis por los enconos personales entre Cristina Kirchner y un bloque más o menos variable de diputados y senadores bastante pragmático, formados en un peronismo más tradicional, con aversión variable hacia el «progresismo». Sin embargo, y sin negar que lo personal tiene impacto en la política, esta división se superpone mayoritariamente a un clivaje estructural: el que divide a quienes gobiernan provincias y quienes solo legislan. Es esperable que quienes tienen que conseguir mes a mes los fondos para pagar los sueldos y asegurar la gobernabilidad de sus distritos tengan más incentivos para negociar con un ejecutivo nacional que controla el flujo de caja a sus distritos. (Así, puede comprenderse que la fuerza que, en los años 90, encarnó la oposición más firme al menemismo por varios años fuera el Frepaso, que justamente no gobernaba casi ningún distrito). Es esperable también que aquellos que no tienen que asegurar sueldos y aguinaldos puedan levantar una voz más abiertamente opositora desde el Congreso, como se vio con la aprobación de la última reforma previsional. Hay que recordar que el peronismo opositor no bloqueó la mayoría de las leyes buscadas por el expresidente Raúl Alfonsín (con excepción de la ley de reordenamiento sindical) y ayudó al gobierno de De La Rúa a aprobar todas las iniciativas durante su mandato. También hay que recordar que Carlos Menem, que era gobernador, fue por varios años el interlocutor del alfonsinismo.
El dilema, por supuesto, reside en que aunque esta división de roles es comprensible en el momento actual, de mantenerse liquidaría cualquier posibilidad del peronismo de ser competitivo en las elecciones de 2019. Nadie dice que suturar estas divisiones sea fácil, sobre todo porque el gobierno también juega y está agudamente consciente de que debe hacer todo lo posible para mantener la cuña firmemente centrada en la grieta opositora. Pero el peronismo debe pensar formas de procesar esta distancia en el camino a 2019.En algún momento se deberá lograr alguna síntesis entre «los que gobiernan» y «los que se oponen».
Lo curioso de esta situación es que la dicotomía entre gobernar/negociar por un lado y legislar/oponerse por el otro estuvo magistralmente expresada durante la década de 1990 por el propio matrimonio de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, en su rol de opositores a Carlos Menem en el interior del Partido Justicialista. En tanto gobernador de una provincia, Kirchner aceptó o ayudó a promover varias de las iniciativas emblemáticas del menemismo, sobre todo la privatización petrolera. Como senadora, Cristina Fernández se hizo conocidapor ser una fuerte voz opositora en el Congreso y en los medios.
El problema para el peronismo es que hoy no existe entre los dirigentes la coordinación personal detrás de escena que permitía este doble juego. Pero en algún momento de aquí a 2019 un grupo reducido de referentes deberá sentarse a una mesa a discutir bajo qué reglas se dirimirá un liderazgo unificado (que luego se transforme en una candidatura competitiva); en caso contrario el peronismo irá dividido en octubre de 2019. Esto equivaldría a ir, por primera vez desde 1983, a perder una elección nacional a sabiendas: a diferencia de 2003, cuando el peronismo fue partido en tres, hoy el no-peronismo se unificó en Cambiemos. Y, como reza el dicho peronista, la derrota es peor que la traición. El éxito en la política es sobre todo una cuestión de manejo de los tiempos: la operación de negociar algún tipo de mecanismo que permita unificar una candidatura no puede darse ni demasiado temprano, ni, sobre todo, demasiado tarde.