En su reciente visita a Río de Janeiro y en su mensaje a los fieles argentinos reunidos en la Iglesia de San Cayetano, el papa Francisco interpeló a quienes tuvieron el privilegio de verlo personalmente y a los millones que seguíamos su prédica por televisión con esta apelación: «Necesitamos crear una cultura del encuentro». Cada quien puede reflexionar al respecto en su propia interioridad, pero entiendo que la intención del Santo Padre apunta a que compartamos como hermanos ciertas conclusiones de su sabio mensaje; no se trata de confrontar con el otro para imponer nuestra voluntad, sino de emprender un camino de «diálogo, diálogo y más diálogo» para arribar a verdades compartidas.
Este viejo principio cristiano ha sido resuelto en lenguaje fresco, moderno y llano por el Santo Padre como ningún otro pensador, filósofo o político lo haya enunciado antes, aun cuando hace más de una década que nos lo demanda a través de sus escritos y mensajes. Así, la cultura del encuentro, piedra angular de la fe, es reinaugurada y destinada a proyectarse como un verdadero instrumento de cambio social.
Hemos sufrido demasiado por la confrontación. Aun hoy, en pleno siglo XXI, se ensalza el conflicto permanente como una forma -ilusoria- de acumular poder político, basándose en teorías de intelectuales que jamás tuvieron la responsabilidad directa de resolver cuestiones de Estado.
Pero la vocación por el encuentro, con actitud abierta y sin prejuicios, hizo que el cardenal Jorge Bergoglio, en su labor al frente del Arzobispado de Buenos Aires, solicitara sin éxito numerosas audiencias a las más altas autoridades del país. Consultado por la prensa sobre esa frustrada tarea, su respuesta sorprende y emociona: «He llegado a preguntarme si no he pecado, porque debería haber insistido; no hice lo suficiente». Esta clara expresión de humildad constituye, en verdad, uno de los pilares de la construcción colectiva en democracia.
De allí que lo verdaderamente importante sea hacer propias estas enseñanzas, el reconocimiento del otro y la humanización integral, de modo que las lleven a la práctica quienes ven la actividad política como un servicio a la sociedad. Hay ejemplos que demuestran que es posible marchar por un camino que deje de lado la confrontación y el desencuentro, experiencias que se realizaron en condiciones de extrema dificultad. Me estoy refiriendo al Diálogo Argentino, puesto en marcha en 2002, cuando nuestro país atravesaba la peor crisis de su historia moderna, cuando todos los vínculos sociales parecían disolverse.
Ya antes de que me tocara asumir la presidencia del país, el Episcopado Argentino había alzado su voz para alertar sobre los peligros de una desintegración social. En el espíritu de la cultura del encuentro, sus representantes, con el apoyo técnico del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), ayudaron a mi gobierno a llevar adelante el Diálogo, al permitir que se sentaran a una misma mesa los ahorristas desesperados por lo que sentían como una confiscación; los sindicatos de filas menguadas por el desempleo; jubilados con ingresos licuados; los empresarios empobrecidos de una industria casi parada; dueños de campos que habían logrado sobrevivir a los remates de establecimientos de la década anterior; los desocupados que apelaban como único recurso a los cortes de ruta, a lo que se agregaron más de 800 organizaciones que representaban todo el espectro sociopolítico y religioso del país.
Con paciencia infinita, la mesa del Diálogo comprendió que, ante semejante emergencia, era preciso distribuir los costos, ideando lo que sería la primera acción concreta para alcanzar la paz social: la implementación del Plan Jefes y Jefas de Hogar. Era poco lo que podíamos ofrecer desde un Estado quebrado, pero mucho para las familias que carecían completamente de ingresos. Todo tenía un costo político que aceptamos pagar, pues sacar del hambre a esos millones de argentinos era nuestra prioridad.
Cuando ya las miradas de odio se habían ablandado, las palabras duras dieron paso a otras que buscaban comprendernos y la crisis ya estaba bajo control, lamentablemente el nuevo gobierno optó por dejar de lado esta formidable iniciativa.
La principal responsabilidad siempre es de quien conduce, de quien asume las decisiones desde el poder. Cuando desaparece el diálogo, se imponen las ideas como verdades absolutas y se desprecia lo que otros puedan aportar. Cuando nos preguntamos cómo pudimos llegar a esta situación de conflicto constante entre argentinos, la primera explicación que puede darse es, tal vez, la más sencilla: porque hemos dejado de escucharnos, porque quienes deben dar el ejemplo no quieren dialogar más que con sí mismos.
Encontrarse implica reconocer en el otro a alguien que nos complementa, a quien debemos intentar comprender porque ese otro es quien puede comprendernos y devolvernos redoblada toda la dimensión de nuestra humanidad. Esto es lo que nos puede ayudar en el tránsito hacia la adultez republicana en busca de un futuro de grandeza.
Después de todo, la Argentina es el país que ha dado al nuevo sucesor de Pedro. No podemos quedarnos en un orgullo pueril: si queremos reivindicar el pensamiento de Francisco, lo menos que debemos hacer es escuchar su palabra y hacer lo posible por practicarla. En Brasil, el Santo Padre fue muy claro: «La hermandad entre los hombres y la colaboración para construir una sociedad más justa no son un sueño fantasioso, sino el resultado de un esfuerzo concertado de todos hacia el bien común […] el único modo de que una persona, una familia, una sociedad crezca; la única manera de que la vida de los pueblos avance es la cultura del encuentro, una cultura en la que todo el mundo tiene algo bueno que aportar, y todos pueden recibir algo bueno a cambio».
Ante estas palabras que emocionan y nos impulsan a buscar el verdadero camino, creo que es hora de que la Iglesia vuelva a convocar a todos los sectores de nuestra sociedad a fin de recrear las condiciones para que fructifique el diálogo entre los argentinos.
© LA NACION .
Este viejo principio cristiano ha sido resuelto en lenguaje fresco, moderno y llano por el Santo Padre como ningún otro pensador, filósofo o político lo haya enunciado antes, aun cuando hace más de una década que nos lo demanda a través de sus escritos y mensajes. Así, la cultura del encuentro, piedra angular de la fe, es reinaugurada y destinada a proyectarse como un verdadero instrumento de cambio social.
Hemos sufrido demasiado por la confrontación. Aun hoy, en pleno siglo XXI, se ensalza el conflicto permanente como una forma -ilusoria- de acumular poder político, basándose en teorías de intelectuales que jamás tuvieron la responsabilidad directa de resolver cuestiones de Estado.
Pero la vocación por el encuentro, con actitud abierta y sin prejuicios, hizo que el cardenal Jorge Bergoglio, en su labor al frente del Arzobispado de Buenos Aires, solicitara sin éxito numerosas audiencias a las más altas autoridades del país. Consultado por la prensa sobre esa frustrada tarea, su respuesta sorprende y emociona: «He llegado a preguntarme si no he pecado, porque debería haber insistido; no hice lo suficiente». Esta clara expresión de humildad constituye, en verdad, uno de los pilares de la construcción colectiva en democracia.
De allí que lo verdaderamente importante sea hacer propias estas enseñanzas, el reconocimiento del otro y la humanización integral, de modo que las lleven a la práctica quienes ven la actividad política como un servicio a la sociedad. Hay ejemplos que demuestran que es posible marchar por un camino que deje de lado la confrontación y el desencuentro, experiencias que se realizaron en condiciones de extrema dificultad. Me estoy refiriendo al Diálogo Argentino, puesto en marcha en 2002, cuando nuestro país atravesaba la peor crisis de su historia moderna, cuando todos los vínculos sociales parecían disolverse.
Ya antes de que me tocara asumir la presidencia del país, el Episcopado Argentino había alzado su voz para alertar sobre los peligros de una desintegración social. En el espíritu de la cultura del encuentro, sus representantes, con el apoyo técnico del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), ayudaron a mi gobierno a llevar adelante el Diálogo, al permitir que se sentaran a una misma mesa los ahorristas desesperados por lo que sentían como una confiscación; los sindicatos de filas menguadas por el desempleo; jubilados con ingresos licuados; los empresarios empobrecidos de una industria casi parada; dueños de campos que habían logrado sobrevivir a los remates de establecimientos de la década anterior; los desocupados que apelaban como único recurso a los cortes de ruta, a lo que se agregaron más de 800 organizaciones que representaban todo el espectro sociopolítico y religioso del país.
Con paciencia infinita, la mesa del Diálogo comprendió que, ante semejante emergencia, era preciso distribuir los costos, ideando lo que sería la primera acción concreta para alcanzar la paz social: la implementación del Plan Jefes y Jefas de Hogar. Era poco lo que podíamos ofrecer desde un Estado quebrado, pero mucho para las familias que carecían completamente de ingresos. Todo tenía un costo político que aceptamos pagar, pues sacar del hambre a esos millones de argentinos era nuestra prioridad.
Cuando ya las miradas de odio se habían ablandado, las palabras duras dieron paso a otras que buscaban comprendernos y la crisis ya estaba bajo control, lamentablemente el nuevo gobierno optó por dejar de lado esta formidable iniciativa.
La principal responsabilidad siempre es de quien conduce, de quien asume las decisiones desde el poder. Cuando desaparece el diálogo, se imponen las ideas como verdades absolutas y se desprecia lo que otros puedan aportar. Cuando nos preguntamos cómo pudimos llegar a esta situación de conflicto constante entre argentinos, la primera explicación que puede darse es, tal vez, la más sencilla: porque hemos dejado de escucharnos, porque quienes deben dar el ejemplo no quieren dialogar más que con sí mismos.
Encontrarse implica reconocer en el otro a alguien que nos complementa, a quien debemos intentar comprender porque ese otro es quien puede comprendernos y devolvernos redoblada toda la dimensión de nuestra humanidad. Esto es lo que nos puede ayudar en el tránsito hacia la adultez republicana en busca de un futuro de grandeza.
Después de todo, la Argentina es el país que ha dado al nuevo sucesor de Pedro. No podemos quedarnos en un orgullo pueril: si queremos reivindicar el pensamiento de Francisco, lo menos que debemos hacer es escuchar su palabra y hacer lo posible por practicarla. En Brasil, el Santo Padre fue muy claro: «La hermandad entre los hombres y la colaboración para construir una sociedad más justa no son un sueño fantasioso, sino el resultado de un esfuerzo concertado de todos hacia el bien común […] el único modo de que una persona, una familia, una sociedad crezca; la única manera de que la vida de los pueblos avance es la cultura del encuentro, una cultura en la que todo el mundo tiene algo bueno que aportar, y todos pueden recibir algo bueno a cambio».
Ante estas palabras que emocionan y nos impulsan a buscar el verdadero camino, creo que es hora de que la Iglesia vuelva a convocar a todos los sectores de nuestra sociedad a fin de recrear las condiciones para que fructifique el diálogo entre los argentinos.
© LA NACION .