No había más que leer las señales políticas que salían de la Rosada para saber que Cristina Fernández de Kirchner se presentaría en las elecciones de octubre para buscar su reelección. La aceitada máquina de gobierno que funcionaba como un reloj, la apuesta fuerte en Catamarca, la pelea contra el fraude en Chubut, la potencia decisoria en el armado de candidaturas y de listas en Buenos Aires, y una serie de anuncios y medidas a futuro que, excepto que hubiera mala intención por parte de quien los leyera, servían como marcas para interpretar cuál iba a ser finalmente la decisión de la presidenta, que, como ella misma dijo, ya estaba tomada desde el 27 de octubre de 2010, el día que falleció su compañero Néstor Kirchner.
Un político se construye, por sobre todas las cosas, a través de sus decisiones. Lo que define, además, sus cualidades no son el mayor o menor carisma, la simpatía personal, las campañas publicitarias. Me animaría a decir que ni siquiera son las posturas teóricas e ideológicas: la cualidad de un político se vislumbra en el momento de tomar decisiones. E ingresa en la historia cuando toma decisiones que trascienden la propia comodidad personal.
Cristina Fernández de Kirchner hizo exactamente eso después del 27 de octubre del año: abrazó la historia. Se fundió con esos miles y miles de hombres y mujeres, de ancianos, de embarazadas, de jóvenes, de adultos, que depositaron su confianza absoluta en la presidenta. ¿Confianza en qué? Justamente en las decisiones. Un ciudadano tiene confianza en que su líder va a tomar la mejor decisión posible en cada encrucijada que se le presente: negociación con el FMI, con las corporaciones, con el diseño institucional de un país, por ejemplo. La presidenta –y he aquí un fenómeno nuevo para la democracia–, tras ocho años del mismo proceso político, mantiene un creciente grado de confianza política entre propios y extraños. Los argentinos habíamos conocido la esperanza pero rara vez la confianza en nuestros líderes.
No quiero exagerar pero considero que es una gran noticia para la mayoría de los argentinos el anuncio de ayer. Por primera vez desde la batalla de Caseros (1852) un gobierno de corte nacional y popular va a poder gobernar más de diez años seguidos. No pudo Hipólito Yrigoyen y tampoco, Juan Domingo Perón. El liberalismo conservador unido al partido militar lo impidió con sus golpes de Estado durante todo el siglo XX. Además, por vez primera, desde la democracia, un presidente puede ser elegido por las mayorías contra la voluntad de los grupos concentrados –Techint, Clarín–, es decir contra aquellos que apuestan a la “no política”.
Pero quiero decir algo: tengo una profunda sospecha. No tengo datos ni información, se trata sólo de una suposición. Creo que el tercer mandato de la era kirchnerista va a sorprender a propios y extraños. Porque no va a estar signado –aunque estos elementos estén presentes– por la profundización, la consolidación y la institucionalización del modelo nacional y popular. Presagio que si gana Cristina en las elecciones de octubre –como todas las encuestas lo señalan– el signo de los tiempos que se vienen será la síntesis de las distintas tradiciones históricas y la búsqueda de la unidad nacional bajo la hegemonía de las mayorías plurales.
Un político se construye, por sobre todas las cosas, a través de sus decisiones. Lo que define, además, sus cualidades no son el mayor o menor carisma, la simpatía personal, las campañas publicitarias. Me animaría a decir que ni siquiera son las posturas teóricas e ideológicas: la cualidad de un político se vislumbra en el momento de tomar decisiones. E ingresa en la historia cuando toma decisiones que trascienden la propia comodidad personal.
Cristina Fernández de Kirchner hizo exactamente eso después del 27 de octubre del año: abrazó la historia. Se fundió con esos miles y miles de hombres y mujeres, de ancianos, de embarazadas, de jóvenes, de adultos, que depositaron su confianza absoluta en la presidenta. ¿Confianza en qué? Justamente en las decisiones. Un ciudadano tiene confianza en que su líder va a tomar la mejor decisión posible en cada encrucijada que se le presente: negociación con el FMI, con las corporaciones, con el diseño institucional de un país, por ejemplo. La presidenta –y he aquí un fenómeno nuevo para la democracia–, tras ocho años del mismo proceso político, mantiene un creciente grado de confianza política entre propios y extraños. Los argentinos habíamos conocido la esperanza pero rara vez la confianza en nuestros líderes.
No quiero exagerar pero considero que es una gran noticia para la mayoría de los argentinos el anuncio de ayer. Por primera vez desde la batalla de Caseros (1852) un gobierno de corte nacional y popular va a poder gobernar más de diez años seguidos. No pudo Hipólito Yrigoyen y tampoco, Juan Domingo Perón. El liberalismo conservador unido al partido militar lo impidió con sus golpes de Estado durante todo el siglo XX. Además, por vez primera, desde la democracia, un presidente puede ser elegido por las mayorías contra la voluntad de los grupos concentrados –Techint, Clarín–, es decir contra aquellos que apuestan a la “no política”.
Pero quiero decir algo: tengo una profunda sospecha. No tengo datos ni información, se trata sólo de una suposición. Creo que el tercer mandato de la era kirchnerista va a sorprender a propios y extraños. Porque no va a estar signado –aunque estos elementos estén presentes– por la profundización, la consolidación y la institucionalización del modelo nacional y popular. Presagio que si gana Cristina en las elecciones de octubre –como todas las encuestas lo señalan– el signo de los tiempos que se vienen será la síntesis de las distintas tradiciones históricas y la búsqueda de la unidad nacional bajo la hegemonía de las mayorías plurales.