La relación entre la democracia y el nacionalismo ha sido a veces virtuosa y otras terrorífica. Ambos términos encierran sentidos y definiciones diferentes. La democracia es una y muchas. Desde sus orígenes la democracia se ha construido dialogando e interactuando con otras corrientes afines, parcialmente superpuestas pero diferentes. Las principales han sido el liberalismo, el socialismo y el nacionalismo.
El denominador mínimo de cualquier variante de la democracia es un criterio de legitimidad política: la voluntad del pueblo. Se comenzó a hablar de él en Inglaterra en el siglo XVII y se consolidó con la Revolución Francesa, cuando reemplazó definitivamente al criterio del derecho divino de los reyes. Un gobierno es legítimo cuando expresa la voluntad del pueblo. Más allá de esta afirmación general y mínima, todo es opinable, incluso el alcance de sus términos: qué cosa es «pueblo», cuál es el alcance de su «voluntad», qué significa «expresar».
Dejo de lado la cuestión del socialismo y de la igualdad social. Respecto del liberalismo, un debate siempre vigente es el de los límites de la «voluntad popular» ante los derechos humanos o los derechos del individuo. A diferencia de la tradición democrática, que está centrada en la cuestión del origen del poder legítimo, la tradición liberal y republicana reflexiona sobre cómo limitar al poder, cualquiera que sea. Las soluciones propuestas son conocidas. Por un lado, de preeminencia de la ley, originada en el pueblo, pero que limita las oscilaciones caprichosas de una opinión voluble. Por otro, la división de poderes. Finalmente, la afirmación de que los derechos del individuo están antes de cualquier norma o decisión estatal. Son «naturales», en el sentido de que hacen a la condición humana. La tensión entre liberalismo y democracia es una cuestión clásica en el siglo XIX -basta recordar a Tocqueville-, que al fin del siglo XX hemos retomado luego de dolorosas experiencias.
El segundo gran debate se refiere a la forma como se expresa la voluntad popular. Hay un gran parteaguas: democracia directa -una ilusión siempre pronta a renacer- o democracia representativa. Esta última supone que la voluntad popular se delega por tiempo acotado en los representantes del pueblo, sean muchos o uno. Las formas de representación política son variadísimas, y aunque se discuta cuál es la más auténtica, todas son representaciones, en sentido literal. Cada alternativa elegida anticipa de alguna manera el producto que se desea lograr.
Ambas cuestiones -la voluntad del pueblo, la libertad y la representación- se han combinado de distinta manera. En la segunda mitad del siglo XX -apenas ayer-, se construyó en el mundo occidental un consenso que combinaba la tradición democrática pura y la liberal/republicana. Para muchos, es aún hoy un estándar ideal. Combina el principio de la soberanía del pueblo con el de la soberanía de la ley, la división de poderes, la representación, la pluralidad, el debate y la garantía de los derechos humanos.
Pero desde fines del siglo XIX surgió otra variante, desplegada plenamente en la entreguerra y subsistente hoy en muchas partes. Combina otras ideas, derivadas de los mismos principios: pueblo homogéneo, líder, delegación, legitimación plebiscitaria -por elecciones o también mediante la presencia «real» del «pueblo» en la plaza-, junto con una unidad de doctrina y un relato teleológico que hacen posible tanto la comunión del pueblo como la delegación de su autoridad.
Dos interpretaciones, en suma: democracia institucional o democracia plebiscitaria de líder. Tras estas dos interpretaciones hay tres nociones distintas de lo que es «pueblo». En un caso, el pueblo deriva de la noción de individuo, libre, racional y esencialmente igual a los otros individuos, en razón y en derechos. En la metáfora de Rousseau del contrato social, el conjunto de individuos realiza un contrato político que instituye la sociedad.
Una segunda noción, mucho más antigua, considera que el pueblo es una comunidad, integrada por diversas partes o «cuerpos»: familia, estamento, corporación profesional, municipio. En la variante católica, estos cuerpos son «naturales»; es decir, «de origen divino». El pueblo es la comunidad orgánica u organizada de estos cuerpos. Si antes se pensaba que su organización era parte del plan divino, en los tiempos modernos su organización se atribuye al Estado.
Una tercera concepción, casi contemporánea de la rousseauniana, de origen romántico, considera que el pueblo tiene una identidad esencial y transhistórica, fundada en valores y creencias comunes, vinculada a veces con una supuesta continuidad genética. En el siglo XIX se la asoció con un territorio y un Estado, existente o potencial: Francia, Alemania. En esta concepción, que se expande aceleradamente en el siglo XIX, el pueblo cultural se convierte en el pueblo nacional, con una historia y un destino. Sobre todo, es un pueblo homogéneo, que se expresa homogéneamente y que a la vez es necesario homogeneizar. Naturalmente, todas las ideas fundadas en el individuo y sus derechos, y en las formas de representación, se modifican sustancialmente.
En este punto, la democracia se cruza con el nacionalismo. En casi todo el siglo XIX, el nacionalismo se asoció principalmente con la construcción de los Estados nacionales. Bajo la forma de patriotismo, pudo coexistir -atenuando las diferencias- con las formas de gobierno republicanas y liberales de la democracia. A fines del siglo XIX, en tiempos del imperialismo, comenzó a dispararse la dimensión agresiva del nacionalismo («mi nación está y debe estar por encima de todas») y también la dimensión xenófoba: «Voy a eliminar de la comunidad a quienes, compartiendo el territorio, son ajenos al pueblo esencial, y por lo tanto sus enemigos». Prolongando esta línea puede llegarse al fascismo, pero no sólo a él. También a muchos populismos que extreman el principio democrático de la razón del pueblo y consideran lícito excluir o extirpar a los enemigos del pueblo, discursiva o físicamente.
En la Argentina, la Constitución de 1853 puso las bases de un sistema institucional liberal, republicano y democrático. Las prácticas relativas a esta última cuestión fueron perfeccionándose, hasta llegar a la ley Sáenz Peña. Pero, simultáneamente, un vasto movimiento cultural e ideológico cuestionó esos fundamentos liberales. El nacionalismo de los intelectuales de principios del siglo XX fue profundizado por el movimiento católico de la entreguerra y completado por el peronismo.
En el peronismo se cruzaron de una manera singular democracia y nacionalismo. Las raíces democráticas del peronismo, sociales y políticas, son innegables. ¿A cuál de las familias democráticas pertenece? En el peronismo coexisten dos concepciones de pueblo, ambas ajenas a aquella que pone en el centro al individuo. Una es corporativa: la de la comunidad organizada, los sindicatos y las confederaciones y el movimiento. Otra es nacional y popular: el pueblo peronista, que es igual al pueblo argentino y coloca a sus adversarios en el lugar de los enemigos de la nación.
Esta concepción, que trasciende al peronismo, fue dominante en todo el siglo XX. En 1983 hubo un notable esfuerzo para construir una democracia institucional, fundada en la ley, en los derechos humanos y en el interés general, construido por medio del debate plural. De aquel esfuerzo hoy queda poco, y lo que predomina es otra forma de democracia, la democracia peronista.
Todo gobierno que pueda mostrarse como la expresión de la voluntad popular tiene derecho a la legitimidad democrática. La democracia contiene muchas variantes, algunas de ellas xenófobas, autoritarias y otras cosas. La democracia institucional no es necesariamente más democrática o más verdadera que la plebiscitaria. Sólo hay una cuestión de valores, que son subjetivos. En lo personal, la democracia institucional es la que a mí me gusta, aquella por la que estoy dispuesto a luchar. Supongo que a muchos otros nos gusta. Aunque seamos menos.
© La Nacion.
El denominador mínimo de cualquier variante de la democracia es un criterio de legitimidad política: la voluntad del pueblo. Se comenzó a hablar de él en Inglaterra en el siglo XVII y se consolidó con la Revolución Francesa, cuando reemplazó definitivamente al criterio del derecho divino de los reyes. Un gobierno es legítimo cuando expresa la voluntad del pueblo. Más allá de esta afirmación general y mínima, todo es opinable, incluso el alcance de sus términos: qué cosa es «pueblo», cuál es el alcance de su «voluntad», qué significa «expresar».
Dejo de lado la cuestión del socialismo y de la igualdad social. Respecto del liberalismo, un debate siempre vigente es el de los límites de la «voluntad popular» ante los derechos humanos o los derechos del individuo. A diferencia de la tradición democrática, que está centrada en la cuestión del origen del poder legítimo, la tradición liberal y republicana reflexiona sobre cómo limitar al poder, cualquiera que sea. Las soluciones propuestas son conocidas. Por un lado, de preeminencia de la ley, originada en el pueblo, pero que limita las oscilaciones caprichosas de una opinión voluble. Por otro, la división de poderes. Finalmente, la afirmación de que los derechos del individuo están antes de cualquier norma o decisión estatal. Son «naturales», en el sentido de que hacen a la condición humana. La tensión entre liberalismo y democracia es una cuestión clásica en el siglo XIX -basta recordar a Tocqueville-, que al fin del siglo XX hemos retomado luego de dolorosas experiencias.
El segundo gran debate se refiere a la forma como se expresa la voluntad popular. Hay un gran parteaguas: democracia directa -una ilusión siempre pronta a renacer- o democracia representativa. Esta última supone que la voluntad popular se delega por tiempo acotado en los representantes del pueblo, sean muchos o uno. Las formas de representación política son variadísimas, y aunque se discuta cuál es la más auténtica, todas son representaciones, en sentido literal. Cada alternativa elegida anticipa de alguna manera el producto que se desea lograr.
Ambas cuestiones -la voluntad del pueblo, la libertad y la representación- se han combinado de distinta manera. En la segunda mitad del siglo XX -apenas ayer-, se construyó en el mundo occidental un consenso que combinaba la tradición democrática pura y la liberal/republicana. Para muchos, es aún hoy un estándar ideal. Combina el principio de la soberanía del pueblo con el de la soberanía de la ley, la división de poderes, la representación, la pluralidad, el debate y la garantía de los derechos humanos.
Pero desde fines del siglo XIX surgió otra variante, desplegada plenamente en la entreguerra y subsistente hoy en muchas partes. Combina otras ideas, derivadas de los mismos principios: pueblo homogéneo, líder, delegación, legitimación plebiscitaria -por elecciones o también mediante la presencia «real» del «pueblo» en la plaza-, junto con una unidad de doctrina y un relato teleológico que hacen posible tanto la comunión del pueblo como la delegación de su autoridad.
Dos interpretaciones, en suma: democracia institucional o democracia plebiscitaria de líder. Tras estas dos interpretaciones hay tres nociones distintas de lo que es «pueblo». En un caso, el pueblo deriva de la noción de individuo, libre, racional y esencialmente igual a los otros individuos, en razón y en derechos. En la metáfora de Rousseau del contrato social, el conjunto de individuos realiza un contrato político que instituye la sociedad.
Una segunda noción, mucho más antigua, considera que el pueblo es una comunidad, integrada por diversas partes o «cuerpos»: familia, estamento, corporación profesional, municipio. En la variante católica, estos cuerpos son «naturales»; es decir, «de origen divino». El pueblo es la comunidad orgánica u organizada de estos cuerpos. Si antes se pensaba que su organización era parte del plan divino, en los tiempos modernos su organización se atribuye al Estado.
Una tercera concepción, casi contemporánea de la rousseauniana, de origen romántico, considera que el pueblo tiene una identidad esencial y transhistórica, fundada en valores y creencias comunes, vinculada a veces con una supuesta continuidad genética. En el siglo XIX se la asoció con un territorio y un Estado, existente o potencial: Francia, Alemania. En esta concepción, que se expande aceleradamente en el siglo XIX, el pueblo cultural se convierte en el pueblo nacional, con una historia y un destino. Sobre todo, es un pueblo homogéneo, que se expresa homogéneamente y que a la vez es necesario homogeneizar. Naturalmente, todas las ideas fundadas en el individuo y sus derechos, y en las formas de representación, se modifican sustancialmente.
En este punto, la democracia se cruza con el nacionalismo. En casi todo el siglo XIX, el nacionalismo se asoció principalmente con la construcción de los Estados nacionales. Bajo la forma de patriotismo, pudo coexistir -atenuando las diferencias- con las formas de gobierno republicanas y liberales de la democracia. A fines del siglo XIX, en tiempos del imperialismo, comenzó a dispararse la dimensión agresiva del nacionalismo («mi nación está y debe estar por encima de todas») y también la dimensión xenófoba: «Voy a eliminar de la comunidad a quienes, compartiendo el territorio, son ajenos al pueblo esencial, y por lo tanto sus enemigos». Prolongando esta línea puede llegarse al fascismo, pero no sólo a él. También a muchos populismos que extreman el principio democrático de la razón del pueblo y consideran lícito excluir o extirpar a los enemigos del pueblo, discursiva o físicamente.
En la Argentina, la Constitución de 1853 puso las bases de un sistema institucional liberal, republicano y democrático. Las prácticas relativas a esta última cuestión fueron perfeccionándose, hasta llegar a la ley Sáenz Peña. Pero, simultáneamente, un vasto movimiento cultural e ideológico cuestionó esos fundamentos liberales. El nacionalismo de los intelectuales de principios del siglo XX fue profundizado por el movimiento católico de la entreguerra y completado por el peronismo.
En el peronismo se cruzaron de una manera singular democracia y nacionalismo. Las raíces democráticas del peronismo, sociales y políticas, son innegables. ¿A cuál de las familias democráticas pertenece? En el peronismo coexisten dos concepciones de pueblo, ambas ajenas a aquella que pone en el centro al individuo. Una es corporativa: la de la comunidad organizada, los sindicatos y las confederaciones y el movimiento. Otra es nacional y popular: el pueblo peronista, que es igual al pueblo argentino y coloca a sus adversarios en el lugar de los enemigos de la nación.
Esta concepción, que trasciende al peronismo, fue dominante en todo el siglo XX. En 1983 hubo un notable esfuerzo para construir una democracia institucional, fundada en la ley, en los derechos humanos y en el interés general, construido por medio del debate plural. De aquel esfuerzo hoy queda poco, y lo que predomina es otra forma de democracia, la democracia peronista.
Todo gobierno que pueda mostrarse como la expresión de la voluntad popular tiene derecho a la legitimidad democrática. La democracia contiene muchas variantes, algunas de ellas xenófobas, autoritarias y otras cosas. La democracia institucional no es necesariamente más democrática o más verdadera que la plebiscitaria. Sólo hay una cuestión de valores, que son subjetivos. En lo personal, la democracia institucional es la que a mí me gusta, aquella por la que estoy dispuesto a luchar. Supongo que a muchos otros nos gusta. Aunque seamos menos.
© La Nacion.