Foto: LA NACION
Más allá de su significado intrínseco, episodios como los del juez Griesa, la corte de apelaciones y sus repercusiones en el país evidencian por enésima vez el frenesí nacional que soslaya cuestiones de fondo de las que casi nadie se hace cargo. Enfrascados en el instante, se nos dice que del futuro ya se ocupará otro, pero hace mucho tiempo que eso no ocurre. Hay cuestiones que seguimos discutiendo desde hace un siglo o más sin resolución a la vista. Por eso, cuando el futuro finalmente llega, se presenta lúgubre, sobre todo para los más pobres, cuyas esperanzas se frustran otra vez.
Acorralados entonces por la realidad, los que mandan recurren a caminos extremos presuntamente salvadores, pero que no lo son. El caso más notorio en la Argentina, quizás inhallable en lugar alguno, es el de un mismo partido político, el peronismo, girando 180 grados desde un fuerte experimento de economía de mercado, apertura, privatización y desregulación en los años 90 al intervencionismo discrecional, el estatismo y el cierre de la economía de hoy. Con vocación hegemónica se declara que nada de lo viejo sirve y que «ahora sí» se ha encontrado el verdadero camino. Se ignora que los fundamentalismos económico-sociales duran mientras se apoyen en el autoritarismo o el totalitarismo políticos. No es casual que el giro económico de hoy muestre comportamientos cada vez más autoritarios.
Esas miradas, cortas pese al discurso épico, soslayan problemas cristalizados, pertinaces y rebeldes que anidan en planos más profundos y, ahora mismo, comprometen la sostenibilidad del modelo económico y, lo que es peor, de sus logros sociales.
El más evidente de estos problemas y el único que se debate en público es una inflación de raíces estructurales cada vez más hondas. La economía no está totalmente indexada, pero los salarios formales sí lo están y ponen un piso elevado al aumento de precios que la recesión de este año no logró moderar. La capacidad instalada está cerca de sus límites, o aun más allá en sectores como la energía y los transportes. La productividad es palabra en desuso -en contraste con la industria de los feriados y, ojo, también del juego- pese a su rol clave para moderar la inflación. Las prohibiciones o cuotas de importación, de por sí caldo de cultivo de mayores precios, dificultan también las economías de escala, moderadoras de la inflación y promotoras de la productividad.
Todo esto no sería tan grave si el Banco Central dejara de rociarlo con la nafta de una emisión monetaria que crece por lo menos al 35% anual. Pero es sabido que si sólo se aplicara el frenazo monetario, la inflación bajaría al precio de una durísima recesión. Estabilizar sin esos costos requiere un plan integral, políticamente complejo pero viable, como lo mostró Chile en la transición democrática, al crecer al 6% y bajar la inflación del 27,4 al 8,9% en cinco años. Claro, este camino nos está cerrado por la obstinación del Gobierno en negar el problema, por sus falacias estadísticas y su increíble relato de que una inflación alta pero estable es buena. Se ignora que esto se consiguió atrasando riesgosamente el tipo de cambio. En el pasado, la inflación se pudo mantener estable porque desde 1952 hubo un plan de estabilización cada cinco años, algo que el Gobierno hoy se niega a hacer.
La segunda gran cuestión es la del gasto público, que ha llegado a un récord histórico cercano al 48% del producto bruto interno -el último dato oficial es de 2009-, más que Alemania o el Reino Unido y sólo inferior a unos pocos países europeos. De esto no se habla porque es «políticamente incorrecto»; se ignoran las serias amenazas que conlleva y tampoco se discuten sus beneficios para la sociedad. Es cierto que se partió de un nivel absurdamente bajo de 30% del PIB en 2003, pero es imposible justificar racionalmente 18 puntos de aumento en nueve años. Hay incrementos justos y equitativos, tales como los aumentos de las jubilaciones -aunque no las que se repartieron con escasos aportes a sectores pudientes-, la asignación por hijo, la nueva inversión en educación, ciencia y tecnología y parte de la inversión pública. Imposible justificar, en cambio, el despilfarro de muchos subsidios (4% del PIB), y ni hablar del Fútbol para Todos o la invisible productividad de parte del millón de nuevos empleos públicos.
Esas desmesuras sólo pueden financiarse con crecientes «préstamos» del BCRA, con aumentos de adelantos transitorios de 50.000 millones de pesos y de 60.000 en otros préstamos; es decir, 110.000 millones de pesos más en sólo un año. Así, se hace evidente la insensatez de cerrarse al crédito público aun para financiar inversión productiva -con el resultado lógico de una caída de la inversión- o para atender emergencias como las que llegarían ante una baja aun transitoria del precio de la soja.
Cuestiones casi bicentenarias son el reparto de las rentas fiscales entre la Nación y las provincias, y el desarrollo del interior. Entre 2003 y 2012 se abusó de los impuestos no coparticipados, y la Nación se apropió así ilegítimamente de 86.000 millones de dólares de hoy, de los cuales transfirió 45.000 millones principal y arbitrariamente a los gobiernos provinciales y municipales amigos. Ha resultado así un unitarismo fiscal que gesta gobiernos hegemónicos, cuyo inexorable ocaso invitará mañana a drásticos cambios de rumbo. Y en lo económico y social ocurre que, pese al progreso de algunas regiones del interior, la población ha seguido concentrándose en el conurbano.
Una cuarta cuestión, también de larga data, es la del perfil productivo del país. Hemos oscilado de aperturas casi irrestrictas a proteccionismos extremos sin encontrar convivencia armónica entre el agro y la industria. La consecuencia es un agro muy por debajo de su potencial y una industria con problemas de competitividad, entre otras cosas por una excesiva apreciación del peso impulsada en buena medida por los excesos del gasto público y del déficit fiscal. El camino de hoy no es una solución porque aumenta la brecha real-potencial de la producción agroalimentaria y crea mayores problemas de competitividad a las manufacturas por cuestiones tan básicas como las economías de escala o la naturaleza global de las cadenas productivas, necesaria para lograr un buen producto industrial final. En contraste, sus diez años de política de metas de inflación le permiten a Brasil bajar sustancialmente las tasas de interés (¡por fin!) y depreciar su moneda un 35% con escasa repercusión en los precios. El reloj productivo del Gobierno atrasa más de cuarenta años, desde que autores como Guido Di Tella o Marcelo Diamand proponían por distintos caminos hacer de las exportaciones manufactureras el eje de la política industrial.
Pero no se agota aquí el amplio espectro de problemas estructurales que se arrastran sin resolverse. Entre ellos, sobresale el deterioro institucional, con el avieso ataque a la libertad de prensa como emblema. Le siguen de cerca el deterioro de la educación respecto de buena parte de Sudamérica y los magros éxitos en la mejora de la distribución del ingreso. Hay también una creciente deficiencia de inversiones, resultado lógico del mencionado deterioro institucional y de tener uno de los riesgos soberanos más altos del mundo, puro problema de credibilidad, como lo revela un bajo endeudamiento que de por sí nos daría un riesgo país 90% menor.
Muchos se preguntan hasta cuándo podrán arrastrarse tantos problemas más o menos ocultos sin caer en una crisis que dañe el crecimiento y el empleo aun más que hoy. Hay dos diferencias clave respecto del pasado que invalidan mirar hacia atrás para acertar en el futuro. Son los precios externos del agro y el bajo endeudamiento del Estado con el sector privado, aun incluyendo a los holdouts. Ambos dan tentadores márgenes de maniobra inexistentes en las tragedias de 1975, 1989-90 y 2001-02. Se han insinuado algunas correcciones en las últimas semanas: el precio del gas nuevo al productor, el intento de reducir la brecha dólar-precios, un aparente cambio respecto de los acreedores que no entraron al canje. Pero hace falta mucho más para impedir que se malgasten dramáticamente buena parte de los logros de este siglo.
© LA NACION.
Más allá de su significado intrínseco, episodios como los del juez Griesa, la corte de apelaciones y sus repercusiones en el país evidencian por enésima vez el frenesí nacional que soslaya cuestiones de fondo de las que casi nadie se hace cargo. Enfrascados en el instante, se nos dice que del futuro ya se ocupará otro, pero hace mucho tiempo que eso no ocurre. Hay cuestiones que seguimos discutiendo desde hace un siglo o más sin resolución a la vista. Por eso, cuando el futuro finalmente llega, se presenta lúgubre, sobre todo para los más pobres, cuyas esperanzas se frustran otra vez.
Acorralados entonces por la realidad, los que mandan recurren a caminos extremos presuntamente salvadores, pero que no lo son. El caso más notorio en la Argentina, quizás inhallable en lugar alguno, es el de un mismo partido político, el peronismo, girando 180 grados desde un fuerte experimento de economía de mercado, apertura, privatización y desregulación en los años 90 al intervencionismo discrecional, el estatismo y el cierre de la economía de hoy. Con vocación hegemónica se declara que nada de lo viejo sirve y que «ahora sí» se ha encontrado el verdadero camino. Se ignora que los fundamentalismos económico-sociales duran mientras se apoyen en el autoritarismo o el totalitarismo políticos. No es casual que el giro económico de hoy muestre comportamientos cada vez más autoritarios.
Esas miradas, cortas pese al discurso épico, soslayan problemas cristalizados, pertinaces y rebeldes que anidan en planos más profundos y, ahora mismo, comprometen la sostenibilidad del modelo económico y, lo que es peor, de sus logros sociales.
El más evidente de estos problemas y el único que se debate en público es una inflación de raíces estructurales cada vez más hondas. La economía no está totalmente indexada, pero los salarios formales sí lo están y ponen un piso elevado al aumento de precios que la recesión de este año no logró moderar. La capacidad instalada está cerca de sus límites, o aun más allá en sectores como la energía y los transportes. La productividad es palabra en desuso -en contraste con la industria de los feriados y, ojo, también del juego- pese a su rol clave para moderar la inflación. Las prohibiciones o cuotas de importación, de por sí caldo de cultivo de mayores precios, dificultan también las economías de escala, moderadoras de la inflación y promotoras de la productividad.
Todo esto no sería tan grave si el Banco Central dejara de rociarlo con la nafta de una emisión monetaria que crece por lo menos al 35% anual. Pero es sabido que si sólo se aplicara el frenazo monetario, la inflación bajaría al precio de una durísima recesión. Estabilizar sin esos costos requiere un plan integral, políticamente complejo pero viable, como lo mostró Chile en la transición democrática, al crecer al 6% y bajar la inflación del 27,4 al 8,9% en cinco años. Claro, este camino nos está cerrado por la obstinación del Gobierno en negar el problema, por sus falacias estadísticas y su increíble relato de que una inflación alta pero estable es buena. Se ignora que esto se consiguió atrasando riesgosamente el tipo de cambio. En el pasado, la inflación se pudo mantener estable porque desde 1952 hubo un plan de estabilización cada cinco años, algo que el Gobierno hoy se niega a hacer.
La segunda gran cuestión es la del gasto público, que ha llegado a un récord histórico cercano al 48% del producto bruto interno -el último dato oficial es de 2009-, más que Alemania o el Reino Unido y sólo inferior a unos pocos países europeos. De esto no se habla porque es «políticamente incorrecto»; se ignoran las serias amenazas que conlleva y tampoco se discuten sus beneficios para la sociedad. Es cierto que se partió de un nivel absurdamente bajo de 30% del PIB en 2003, pero es imposible justificar racionalmente 18 puntos de aumento en nueve años. Hay incrementos justos y equitativos, tales como los aumentos de las jubilaciones -aunque no las que se repartieron con escasos aportes a sectores pudientes-, la asignación por hijo, la nueva inversión en educación, ciencia y tecnología y parte de la inversión pública. Imposible justificar, en cambio, el despilfarro de muchos subsidios (4% del PIB), y ni hablar del Fútbol para Todos o la invisible productividad de parte del millón de nuevos empleos públicos.
Esas desmesuras sólo pueden financiarse con crecientes «préstamos» del BCRA, con aumentos de adelantos transitorios de 50.000 millones de pesos y de 60.000 en otros préstamos; es decir, 110.000 millones de pesos más en sólo un año. Así, se hace evidente la insensatez de cerrarse al crédito público aun para financiar inversión productiva -con el resultado lógico de una caída de la inversión- o para atender emergencias como las que llegarían ante una baja aun transitoria del precio de la soja.
Cuestiones casi bicentenarias son el reparto de las rentas fiscales entre la Nación y las provincias, y el desarrollo del interior. Entre 2003 y 2012 se abusó de los impuestos no coparticipados, y la Nación se apropió así ilegítimamente de 86.000 millones de dólares de hoy, de los cuales transfirió 45.000 millones principal y arbitrariamente a los gobiernos provinciales y municipales amigos. Ha resultado así un unitarismo fiscal que gesta gobiernos hegemónicos, cuyo inexorable ocaso invitará mañana a drásticos cambios de rumbo. Y en lo económico y social ocurre que, pese al progreso de algunas regiones del interior, la población ha seguido concentrándose en el conurbano.
Una cuarta cuestión, también de larga data, es la del perfil productivo del país. Hemos oscilado de aperturas casi irrestrictas a proteccionismos extremos sin encontrar convivencia armónica entre el agro y la industria. La consecuencia es un agro muy por debajo de su potencial y una industria con problemas de competitividad, entre otras cosas por una excesiva apreciación del peso impulsada en buena medida por los excesos del gasto público y del déficit fiscal. El camino de hoy no es una solución porque aumenta la brecha real-potencial de la producción agroalimentaria y crea mayores problemas de competitividad a las manufacturas por cuestiones tan básicas como las economías de escala o la naturaleza global de las cadenas productivas, necesaria para lograr un buen producto industrial final. En contraste, sus diez años de política de metas de inflación le permiten a Brasil bajar sustancialmente las tasas de interés (¡por fin!) y depreciar su moneda un 35% con escasa repercusión en los precios. El reloj productivo del Gobierno atrasa más de cuarenta años, desde que autores como Guido Di Tella o Marcelo Diamand proponían por distintos caminos hacer de las exportaciones manufactureras el eje de la política industrial.
Pero no se agota aquí el amplio espectro de problemas estructurales que se arrastran sin resolverse. Entre ellos, sobresale el deterioro institucional, con el avieso ataque a la libertad de prensa como emblema. Le siguen de cerca el deterioro de la educación respecto de buena parte de Sudamérica y los magros éxitos en la mejora de la distribución del ingreso. Hay también una creciente deficiencia de inversiones, resultado lógico del mencionado deterioro institucional y de tener uno de los riesgos soberanos más altos del mundo, puro problema de credibilidad, como lo revela un bajo endeudamiento que de por sí nos daría un riesgo país 90% menor.
Muchos se preguntan hasta cuándo podrán arrastrarse tantos problemas más o menos ocultos sin caer en una crisis que dañe el crecimiento y el empleo aun más que hoy. Hay dos diferencias clave respecto del pasado que invalidan mirar hacia atrás para acertar en el futuro. Son los precios externos del agro y el bajo endeudamiento del Estado con el sector privado, aun incluyendo a los holdouts. Ambos dan tentadores márgenes de maniobra inexistentes en las tragedias de 1975, 1989-90 y 2001-02. Se han insinuado algunas correcciones en las últimas semanas: el precio del gas nuevo al productor, el intento de reducir la brecha dólar-precios, un aparente cambio respecto de los acreedores que no entraron al canje. Pero hace falta mucho más para impedir que se malgasten dramáticamente buena parte de los logros de este siglo.
© LA NACION.