La suba de la tasa de interés por parte del Banco Central en una economía donde la utilización de la capacidad instalada industrial se encuentra en un mínimo en catorce años, entre otras múltiples señales de la persistencia de una recesión galopante, puede resultar tan perniciosa para el nivel de actividad como lo fue la creación de Precios Transparentes para el consumo. Haber eliminado las cuotas sin interés después de más de un año de caída de la demanda fue una decisión que agravó la contracción de las ventas. El Gobierno imaginó que esa medida provocaría una disminución de la inflación al empujar hacia abajo los precios al contado. El resultado fue el que cualquiera que no viva en el laboratorio donde habitan los funcionarios podía imaginar. Un desastre. Lo mismo puede decirse del tarifazo de la luz, el gas, el agua y el transporte el año pasado luego de producida la devaluación y la quita de retenciones. El fundamentalismo ideológico de los economistas de Cambiemos les impidió advertir que ese violento ajuste en las boletas dispararía todavía más la inflación y agrandaría la pérdida de poder adquisitivo de trabajadores y jubilados. Otro ejemplo es el impacto de la apertura importadora sobre la producción fabril, de por sí castigada por el achicamiento del mercado interno y la ausencia de un canal de alivio por vía de la exportación. El tarifazo y la apertura se sostienen este año y seguirán presentes hasta 2019 como parte de la política oficial, según ratifican a cada paso el Presidente y los ministros. El alza de las tasas, de igual modo, operará en sentido negativo para la inversión productiva. Es obvio. Lo dicen hasta las consultoras de la city que han declarado a la Argentina como campeona del mundo de la bicicleta financiera, donde puede obtenerse una rentabilidad extraordinaria en dólares jugando sobre seguro al rulo de posicionarse primero en instrumentos en pesos, con intereses alocados, y volver después a comprar divisas con la cotización planchada. El mensaje para cualquiera que posea capital es que intente multiplicarlo por canales financieros, que es y seguirá siendo el negocio más fácil, con un nivel de ganancias que otros proyectos en la economía real difícilmente puedan empardar. Por último, entre las decisiones estructurales que han configurado un escenario de crisis, la presión de las autoridades nacionales para imponer un techo a las paritarias que inhiba cualquier recuperación del salario por sobre la inflación atenta contra la reanimación del consumo.
Sin un horizonte claro para la producción industrial, para la demanda interna y para la inversión, las respuestas que da el equipo económico, comandado desde el Banco Central por Federico Sturzenegger, lo vuelven cada día más oscuro, o más claro, como se quiera interpretar. Cada vez es más evidente que el negocio no es producir sino importar, no es comprar una máquina sino Lebacs. El Gobierno avanza con el modelo clásico de la derecha argentina, montado sobre la actividad agropecuaria –los agro negocios en particular– y la valorización financiera, por ahora con atraso cambiario y seguramente más adelante con otra devaluación que haga girar la rueda de ganancias monumentales para un sector acotado de la población y pérdidas para las mayorías.
La sustentabilidad política de un proyecto semejante, que excluye a una porción creciente de la sociedad, forma parte de otro debate. Cambiemos ha tenido éxito primero en convencer a un 51 por ciento para que lo vote, con la promesa de que no habría pérdidas de los derechos conquistados y de que todos vivirían mejor, con pobreza cero y revolución de la alegría, y después ha logrado imponer la interpretación de que nada de eso ocurrió, sino todo lo contrario, por culpa de la pesada herencia y porque se robaron todo. Frente a ello, de cara a las elecciones de octubre se abren distintas posibilidades. Una es que el oficialismo gane y potencie su fuerza política para encarar reformas de fondo en los campos laboral, previsional e impositivo con perfil neoliberal, es decir, quitando derechos a los trabajadores y a los jubilados y favoreciendo aún más la concentración de la riqueza. El ex viceministro de Economía Roberto Feletti planteó como interrogante si en ese marco de reformas Cambiemos no apelará al proyecto que se le frustró a la banca extranjera en 2001, ante la debacle de De la Rúa: primero la devaluación y después la dolarización. Otra alternativa es que el oficialismo pierda las elecciones por poco margen e intente hacer lo mismo pero de manera más moderada, dependiendo de la negociación que logre entablar con un sector de la oposición. Y una tercera chance es que pierda con claridad, lo cual lo pondría entre la espada y la pared, con la presión social para que cambie de política económica de un lado y la presión de los mercados por otro, de quienes depende para financiar el déficit fiscal y el externo.
Si el macrismo ha fracasado de manera estrepitosa en conducir una economía que se encontraba en un estado que Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Néstor Kirchner hubieran deseado cuando les tocó asumir, las perspectivas ante un agravamiento de la situación con una derrota contundente en los comicios son también oscuras, o bastante claras, como se quiera interpretar. Es lo que dicen el FMI, las calificadoras internacionales y los bancos de inversión extranjeros cuando advierten que el éxito del plan en marcha depende de un espaldarazo electoral, y que mientras tanto las inversiones no llegarán –salvo las de especulación financiera– por el “riesgo a que vuelva el populismo”. En rigor, en su caso no es más que el mecanismo habitual de condicionar una supuesta mejora para los sectores populares que nunca llegará a que se sometan a perder salario y calidad de vida. Siempre faltará algo para que lleguen las inversiones, para que el derrame los alcance, mientras los que quedan de pie disfrutan de la fiesta de los viajes de compras al exterior. Es decir, una economía para pocos avalada por el voto popular. Ese es el cambio que Macri resume con el sí se puede.
A corto plazo, el escenario de estanflación –estancamiento con inflación– se acentúa con decisiones como el aumento de las tasas de interés que dispuso el Banco Central. “Tarifazos, incremento de las importaciones, altas tasas de interés y retraso cambiario, sin políticas activas que fomenten la producción industrial ni el poder adquisitivo, configuran un panorama que hunde más la economía y no consigue disminuir la inflación por debajo de la media de los últimos años”, advierte el ex presidente del Banco Central, Alejandro Vanoli. “A esta altura el año pasado la mayoría de los consultores seguía diciendo que el PIB crecería 1 por ciento o a lo sumo tendría una caída marginal, y finalmente retrocedió 2,3 por ciento según el Indec. Ahora el consenso es que en 2017 habrá una expansión de 2,8 por ciento. Puede haber un crecimiento anémico en comparación con las bases deprimidas de 2016, pero no mucho más”, contradice. Como en otras etapas de la Argentina, cuando referentes de la ortodoxia económica decían que había que pasar el invierno, con Macri y Sturzenegger lo que se ha instalado es una nueva era, la era del hielo.
Sin un horizonte claro para la producción industrial, para la demanda interna y para la inversión, las respuestas que da el equipo económico, comandado desde el Banco Central por Federico Sturzenegger, lo vuelven cada día más oscuro, o más claro, como se quiera interpretar. Cada vez es más evidente que el negocio no es producir sino importar, no es comprar una máquina sino Lebacs. El Gobierno avanza con el modelo clásico de la derecha argentina, montado sobre la actividad agropecuaria –los agro negocios en particular– y la valorización financiera, por ahora con atraso cambiario y seguramente más adelante con otra devaluación que haga girar la rueda de ganancias monumentales para un sector acotado de la población y pérdidas para las mayorías.
La sustentabilidad política de un proyecto semejante, que excluye a una porción creciente de la sociedad, forma parte de otro debate. Cambiemos ha tenido éxito primero en convencer a un 51 por ciento para que lo vote, con la promesa de que no habría pérdidas de los derechos conquistados y de que todos vivirían mejor, con pobreza cero y revolución de la alegría, y después ha logrado imponer la interpretación de que nada de eso ocurrió, sino todo lo contrario, por culpa de la pesada herencia y porque se robaron todo. Frente a ello, de cara a las elecciones de octubre se abren distintas posibilidades. Una es que el oficialismo gane y potencie su fuerza política para encarar reformas de fondo en los campos laboral, previsional e impositivo con perfil neoliberal, es decir, quitando derechos a los trabajadores y a los jubilados y favoreciendo aún más la concentración de la riqueza. El ex viceministro de Economía Roberto Feletti planteó como interrogante si en ese marco de reformas Cambiemos no apelará al proyecto que se le frustró a la banca extranjera en 2001, ante la debacle de De la Rúa: primero la devaluación y después la dolarización. Otra alternativa es que el oficialismo pierda las elecciones por poco margen e intente hacer lo mismo pero de manera más moderada, dependiendo de la negociación que logre entablar con un sector de la oposición. Y una tercera chance es que pierda con claridad, lo cual lo pondría entre la espada y la pared, con la presión social para que cambie de política económica de un lado y la presión de los mercados por otro, de quienes depende para financiar el déficit fiscal y el externo.
Si el macrismo ha fracasado de manera estrepitosa en conducir una economía que se encontraba en un estado que Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Néstor Kirchner hubieran deseado cuando les tocó asumir, las perspectivas ante un agravamiento de la situación con una derrota contundente en los comicios son también oscuras, o bastante claras, como se quiera interpretar. Es lo que dicen el FMI, las calificadoras internacionales y los bancos de inversión extranjeros cuando advierten que el éxito del plan en marcha depende de un espaldarazo electoral, y que mientras tanto las inversiones no llegarán –salvo las de especulación financiera– por el “riesgo a que vuelva el populismo”. En rigor, en su caso no es más que el mecanismo habitual de condicionar una supuesta mejora para los sectores populares que nunca llegará a que se sometan a perder salario y calidad de vida. Siempre faltará algo para que lleguen las inversiones, para que el derrame los alcance, mientras los que quedan de pie disfrutan de la fiesta de los viajes de compras al exterior. Es decir, una economía para pocos avalada por el voto popular. Ese es el cambio que Macri resume con el sí se puede.
A corto plazo, el escenario de estanflación –estancamiento con inflación– se acentúa con decisiones como el aumento de las tasas de interés que dispuso el Banco Central. “Tarifazos, incremento de las importaciones, altas tasas de interés y retraso cambiario, sin políticas activas que fomenten la producción industrial ni el poder adquisitivo, configuran un panorama que hunde más la economía y no consigue disminuir la inflación por debajo de la media de los últimos años”, advierte el ex presidente del Banco Central, Alejandro Vanoli. “A esta altura el año pasado la mayoría de los consultores seguía diciendo que el PIB crecería 1 por ciento o a lo sumo tendría una caída marginal, y finalmente retrocedió 2,3 por ciento según el Indec. Ahora el consenso es que en 2017 habrá una expansión de 2,8 por ciento. Puede haber un crecimiento anémico en comparación con las bases deprimidas de 2016, pero no mucho más”, contradice. Como en otras etapas de la Argentina, cuando referentes de la ortodoxia económica decían que había que pasar el invierno, con Macri y Sturzenegger lo que se ha instalado es una nueva era, la era del hielo.