El macrismo parece creer que la sociedad argentina se resignará al ajuste permanente y a la progresiva, pero constante, pérdida de derechos. También que aceptará una economía cada vez más chica y desigual, concentrada en la explotación de recursos naturales, y en la que las prestaciones del Estado tenderán a su mínima expresión.
Entre las rendijas del orwelliano aparato de propaganda oficial se cuelan los datos de la destrucción de la salud y la educación públicas, de la asfixia a las universidades y del achicamiento del sistema científico tecnológico. En el conurbano bonaerense muchas escuelas permanecen cerradas por pérdidas de gas. Los maestros mueren en explosiones o reciben descargas eléctricas. Sus gremios son sancionados económicamente, sus dirigentes demonizados y perseguidos, sus protestas pospuestas por conciliaciones obligatorias, mientras los salarios continúan perdiendo contra la inflación. Se destruye la seguridad social, se corta la gratuidad de los remedios para jubilados y las pensiones a discapacitados. Ya no se distribuyen notebooks a estudiantes y se eliminó el llamado Fondo Sojero, que derrumbará la obra pública en provincias y municipios. Estas decisiones de desfinanciamiento se toman bajo el argumento de la reducción del gasto, como respuesta a un presunto imperativo de escasez y bajo el halo de una mayor eficiencia y modernización del sector público.
Reducir el gasto no significa que empleados públicos vagos son despedidos o que maestros, profesores, enfermeras, médicos y jubilados pierden “privilegios”. Significa reducir las prestaciones del Estado, muchas de ellas esenciales y parte de los “ingresos extrasalariales” de los sectores de menores ingresos, es decir herramientas para la construcción de una sociedad más igualitaria.
La regresividad de estas transformaciones necesita legitimarse, punto en el que entran los llamados economistas profesionales, quienes crean las falacias que luego machacan los medios de comunicación. Por ejemplo, este viernes el ministro de Producción, Dante Sica tuiteo: “no podemos gastar más de lo que ingresa”, una idea fuerza reforzada por el consultor Miguel Ángel Broda quien en declaraciones radiales afirmó: “es como la casa de uno, si gasto más de lo que ingresa, cuando se corta hay que ajustar”.
En principio parece lógico que no se pueda gastar lo que no se tiene. Para ser creíbles todas las falacias necesitan una lógica interna. Pero esa lógica que podría correr para la economía de un trabajador, un municipio o incluso una provincia, no corre para el Estado Nacional, que puede crear instrumentos monetarios y con ello movilizar recursos sociales. Para la ciencia económica las afirmaciones de Sica y Broda, que no tienen nada de ingenuidad política, son pre-teóricas. En concreto, son pre-keynesianas, se quedaron en un estadio teórico anterior a la tercera década del siglo pasado.
El keynesianismo no es una corriente de pensamiento que se limita a justificar el uso del gasto público para conducir el ciclo económico, por ejemplo gastar para complementar la demanda agregada con el objetivo de llegar al pleno empleo de los “factores productivos”, algo que se sabía incluso antes de Keynes. Es una teoría mucho más luminosa que dice que no hace falta ahorrar antes de invertir (“es la inversión la que determina el ahorro y no al revés”, diría el maestro inglés). Una manera simple de entenderlo, siguiendo al profesor italiano Sergio Cesaratto, es con la analogía del funcionamiento del crédito bancario. Cuando un banco acredita un préstamo a un cliente, no se fija si horas antes por ventanilla entraron depósitos por un valor similar. En el momento de la acreditación del préstamo el banco “crea dinero” del que sólo debe tener, por regulación, el porcentaje del encaje que le exige el Banco Central. Esa creación de dinero crea demanda en el mercado, demanda que impulsa la actividad económica.
Siguiendo la misma lógica que el banco comercial, el Estado no necesita recaudar previamente lo que va gastar. Al Estado le alcanza con crear instrumentos monetarios que, cuando se gastan crean demanda e impulsan la producción. Si realmente se quiere reducir el déficit de las cuentas públicas (aunque el Estado no debería tener objetivos de caja, sino de regulación del ciclo, el superávit fiscal carece de sentido para un Estado que puede imprimir dinero) se debe aumentar el gasto, no reducirlo. ¿Parece raro, no? Este gasto hará crecer el PIB y con él la recaudación. El camino inverso, como se observa en la economía argentina actual, es el del déficit permanente, el ajuste del gasto hace caer el Producto y la recaudación.
Los economistas profesionales seguramente argumentarán la zoncera de que por la vía de la creación de dinero se generará inflación, algo que recién podría ocurrir cuando se llega al pleno empleo de los factores, es decir en proximidad al uso del 100 por ciento de la capacidad instalada (hoy en alrededor del 60 por ciento) y con pleno empleo de la fuerza de trabajo. Es decir si existiese una imposibilidad física de incrementar la producción. La inflación sólo es un fenómeno monetario en la proximidad de estos límites (“en la frontera de posibilidades de producción”, en terminología marginalista). Antes es un fenómeno de costos de producción, es decir de precios relativos y puja distributiva.
Como comprenderá el lector la cuestión es más larga, pero lo expuesto la sintetiza. Achicar el gasto no es un imperativo impuesto por una supuesta escasez, sino voluntad política, la decisión de achicar las funciones del Estado. La única restricción de una economía como la Argentina es externa, el abastecimiento de dólares, y no interna, aunque el gobierno se empeñe en atarlas entre sí. De hecho, todo el enfoque teórico del oficialismo resulta estrafalario. Se induce voluntariamente una profunda recesión de la mano del programa con el FMI, con el tremendo dolor social e injusticia que ello entraña, para por esa vía, ajustar las cuentas externas.
Como las promesas de bienestar futuro ya no las cree ni el propio gobierno, para sostener la continuidad política del ajuste infinito sólo resta el recurso de la demonización de la oposición, hoy llevada al extremo mediante la escandalosa operación de inteligencia–judicial–mediática de “los cuadernos”, a la vez que se revuelve el serpentario pejotista para dividir al pueblo peronista. Por ahora la estrategia consiguió agravar la situación económica y abrir una verdadera caja de Pandora judicial. La sustentabilidad política está por verse.
Entre las rendijas del orwelliano aparato de propaganda oficial se cuelan los datos de la destrucción de la salud y la educación públicas, de la asfixia a las universidades y del achicamiento del sistema científico tecnológico. En el conurbano bonaerense muchas escuelas permanecen cerradas por pérdidas de gas. Los maestros mueren en explosiones o reciben descargas eléctricas. Sus gremios son sancionados económicamente, sus dirigentes demonizados y perseguidos, sus protestas pospuestas por conciliaciones obligatorias, mientras los salarios continúan perdiendo contra la inflación. Se destruye la seguridad social, se corta la gratuidad de los remedios para jubilados y las pensiones a discapacitados. Ya no se distribuyen notebooks a estudiantes y se eliminó el llamado Fondo Sojero, que derrumbará la obra pública en provincias y municipios. Estas decisiones de desfinanciamiento se toman bajo el argumento de la reducción del gasto, como respuesta a un presunto imperativo de escasez y bajo el halo de una mayor eficiencia y modernización del sector público.
Reducir el gasto no significa que empleados públicos vagos son despedidos o que maestros, profesores, enfermeras, médicos y jubilados pierden “privilegios”. Significa reducir las prestaciones del Estado, muchas de ellas esenciales y parte de los “ingresos extrasalariales” de los sectores de menores ingresos, es decir herramientas para la construcción de una sociedad más igualitaria.
La regresividad de estas transformaciones necesita legitimarse, punto en el que entran los llamados economistas profesionales, quienes crean las falacias que luego machacan los medios de comunicación. Por ejemplo, este viernes el ministro de Producción, Dante Sica tuiteo: “no podemos gastar más de lo que ingresa”, una idea fuerza reforzada por el consultor Miguel Ángel Broda quien en declaraciones radiales afirmó: “es como la casa de uno, si gasto más de lo que ingresa, cuando se corta hay que ajustar”.
En principio parece lógico que no se pueda gastar lo que no se tiene. Para ser creíbles todas las falacias necesitan una lógica interna. Pero esa lógica que podría correr para la economía de un trabajador, un municipio o incluso una provincia, no corre para el Estado Nacional, que puede crear instrumentos monetarios y con ello movilizar recursos sociales. Para la ciencia económica las afirmaciones de Sica y Broda, que no tienen nada de ingenuidad política, son pre-teóricas. En concreto, son pre-keynesianas, se quedaron en un estadio teórico anterior a la tercera década del siglo pasado.
El keynesianismo no es una corriente de pensamiento que se limita a justificar el uso del gasto público para conducir el ciclo económico, por ejemplo gastar para complementar la demanda agregada con el objetivo de llegar al pleno empleo de los “factores productivos”, algo que se sabía incluso antes de Keynes. Es una teoría mucho más luminosa que dice que no hace falta ahorrar antes de invertir (“es la inversión la que determina el ahorro y no al revés”, diría el maestro inglés). Una manera simple de entenderlo, siguiendo al profesor italiano Sergio Cesaratto, es con la analogía del funcionamiento del crédito bancario. Cuando un banco acredita un préstamo a un cliente, no se fija si horas antes por ventanilla entraron depósitos por un valor similar. En el momento de la acreditación del préstamo el banco “crea dinero” del que sólo debe tener, por regulación, el porcentaje del encaje que le exige el Banco Central. Esa creación de dinero crea demanda en el mercado, demanda que impulsa la actividad económica.
Siguiendo la misma lógica que el banco comercial, el Estado no necesita recaudar previamente lo que va gastar. Al Estado le alcanza con crear instrumentos monetarios que, cuando se gastan crean demanda e impulsan la producción. Si realmente se quiere reducir el déficit de las cuentas públicas (aunque el Estado no debería tener objetivos de caja, sino de regulación del ciclo, el superávit fiscal carece de sentido para un Estado que puede imprimir dinero) se debe aumentar el gasto, no reducirlo. ¿Parece raro, no? Este gasto hará crecer el PIB y con él la recaudación. El camino inverso, como se observa en la economía argentina actual, es el del déficit permanente, el ajuste del gasto hace caer el Producto y la recaudación.
Los economistas profesionales seguramente argumentarán la zoncera de que por la vía de la creación de dinero se generará inflación, algo que recién podría ocurrir cuando se llega al pleno empleo de los factores, es decir en proximidad al uso del 100 por ciento de la capacidad instalada (hoy en alrededor del 60 por ciento) y con pleno empleo de la fuerza de trabajo. Es decir si existiese una imposibilidad física de incrementar la producción. La inflación sólo es un fenómeno monetario en la proximidad de estos límites (“en la frontera de posibilidades de producción”, en terminología marginalista). Antes es un fenómeno de costos de producción, es decir de precios relativos y puja distributiva.
Como comprenderá el lector la cuestión es más larga, pero lo expuesto la sintetiza. Achicar el gasto no es un imperativo impuesto por una supuesta escasez, sino voluntad política, la decisión de achicar las funciones del Estado. La única restricción de una economía como la Argentina es externa, el abastecimiento de dólares, y no interna, aunque el gobierno se empeñe en atarlas entre sí. De hecho, todo el enfoque teórico del oficialismo resulta estrafalario. Se induce voluntariamente una profunda recesión de la mano del programa con el FMI, con el tremendo dolor social e injusticia que ello entraña, para por esa vía, ajustar las cuentas externas.
Como las promesas de bienestar futuro ya no las cree ni el propio gobierno, para sostener la continuidad política del ajuste infinito sólo resta el recurso de la demonización de la oposición, hoy llevada al extremo mediante la escandalosa operación de inteligencia–judicial–mediática de “los cuadernos”, a la vez que se revuelve el serpentario pejotista para dividir al pueblo peronista. Por ahora la estrategia consiguió agravar la situación económica y abrir una verdadera caja de Pandora judicial. La sustentabilidad política está por verse.