Sus primeras acciones públicas muestran un estilo muy diferente, marcado por la sencillez, la cercanía y la austeridad. Eso genera esperanzas.
Sin embargo, creo que sería un error dejarse llevar por un entusiasmo acrítico que nos haga perder de vista cosas fundamentales.
El papa no es la Iglesia. Me explico: un compañero jesuita acostumbra decir que “el problema no es que la Iglesia se va quedando sin fieles. El problema es que los fieles se van quedando sin Iglesia.” No es un juego de palabras; la frase plantea algo serio: el problema hoy no es que la gente no sea religiosa o sea menos religiosa que antes; el problema es que muchos sienten que las grandes religiones (y la Iglesia Católica, en particular) no los interpretan ni los contienen. Son muchos lo que tienen fe y quieren vivirla en comunidad (que eso es una iglesia: una comunidad creyente), pero sienten que tantas restricciones y tanta frialdad institucional los alejan.
No sienten que sus anhelos y esperanzas sean recogidos por una institución que en algunas de sus enseñanzas y prácticas parece haberse quedado en el tiempo. Hay fieles que quieren una Iglesia para vivir su fe y que se alegran ante gestos realizados por el actual papa… pero la Iglesia no es sólo el papa.
Porque, por otra parte –y esto es parte del problema–, en la Iglesia Católica tenemos el riesgo de la “papalatría”; de hacer del papa una suerte de ídolo. El papa es el obispo de Roma, el sucesor de Pedro, el líder espiritual de los católicos, pero no es la Iglesia.
Entramado. La Iglesia es un entramado complejo de relaciones. La definimos como pueblo de Dios, pero tiene una estructura que debe ser revisada para estar al servicio del pueblo y tiene una cultura institucional que debe ser puesta bajo la criba para dar cuenta de la vida que dinamiza a ese mismo pueblo.
Este proceso de transformación significará –entre otras cosas importantes– poner a los pobres y sufrientes en el centro de la vida de la Iglesia y restaurar el diálogo hacia adentro de ella.
Es decir, tener sensibilidad con las víctimas y abrir ciertos debates que están clausurados o soterrados; a saber: el acceso a los sacramentos –en particular, la Comunión– por parte de los divorciados y vueltos a casar; o la actitud sacramental respecto de las personas que comparten su vida establemente con otra de su mismo sexo; o la cuestión del celibato optativo o de permitir que hombres casados accedan al ministerio ordenado; o abrir el discernimiento acerca de la posibilidad de ordenación de mujeres.
Con un papa solo, no alcanza. Por eso, por más gestos auspiciosos que se empiecen a percibir en la figura del papa Francisco, todo quedará en fuego de artificio si no hay una decisión por parte del resto del liderazgo eclesial (obispos, sacerdotes y líderes laicales) de abrir las puertas para que vuelva a haber Iglesia para los fieles; para que los fieles (aquellos que quieren creer pero aún sienten que Dios les queda lejos) perciban que la Iglesia es nuevamente una casa de puertas abiertas en la que la mesa está servida para todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Esta es una tarea medular y que debe ser afrontada por todos; en particular, por la totalidad del liderazgo eclesial. Con un papa solo, no alcanza.
Una versión de este artículo fue publicada en la edición impresa del Domingo 17 de marzo de 2013
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