Este gobierno no teme al ridículo. La Presidenta habla con diminutivos, invoca a los espíritus, intercala parrafadas sobre sus sacrificios y su entereza, se hace poner la banda por su hija, se emociona a lo grande, festeja sus propias ocurrencias y se da todos los gustos. Los gobernantes democráticos se caracterizan precisamente por lo contrario: se la pasan dando explicaciones, pedidas generalmente por la maldita prensa. Nada más afín a las estéticas televisivas que la Presidenta. No soy la primera que lo dice; lo dijo un empresario fabricante de éxitos, que pueden no gustar a quien esto escribe, pero fijan el meridiano del público. Sin duda, toda sobreactuación está asediada por el peligro del ridículo, pero el poder es el antídoto más fuerte que se conoce.
Hoy es de mal tono aludir a algunos aspectos del look presidencial, como si fuera una mezquindad sólo perpetrada por insidiosos, que deberían bañarse en las aguas purificadoras de la amnesia y olvidar que la Presidenta dijo a los cuatro vientos que ella «se pinta como una puerta». Los partidarios de Cristina Kirchner, que se ocupa de su look con una minucia que exige inversión de tiempo (nadie habla de dinero, por favor, nadie habla de eso), consideran una afrenta que se mencione el tema. En un mundo donde hasta Nacha Guevara blanqueó sus cirugías, cuyos efectos antes atribuía a la meditación trascendental y la comida vegetariana, hasta en este mundo, no se habla.
Hay dos razones para callar sobre este punto. La primera es que se trata de la Presidenta, cuyo luto se ha trasmutado en potente soledad, su familia se ha trasmutado en aparato político y su autoritarismo espontáneo ha sido filosóficamente procesado como ejecutivismo fuerte. La segunda es que hablar de estas cosas produce un discurso banal: ¿con el ajuste y las paritarias por delante, con los «cumpas» kirchneristas de la minería a cielo abierto, con las protestas provinciales, quién quiere ocuparse del estilo presidencial que es más flamígero que nunca, como si allí el ajuste fuera meramente una cuestión cromática.
Además, la popularidad de la Presidenta se sostiene en rasgos que son aceptados casi por aclamación, si es que las encuestas reflejan lo que sienten los ciudadanos. No la deterioran el unicato ni el nepotismo, explicado como apoyo en sus leales y en ese conmovedor artefacto privado que no tiene nada que hacer en la política: la familia. Máximo Kirchner, de quien todavía no conocemos la voz, se ha convertido en sujeto de poder, un destino sorprendente, para no decir inmerecido. Hijo de la familia presidencial, llegó allí con ese único mérito, para acentuar el carácter cortesano de las costumbres cristinistas. La sucesión genealógica o el poder del nepotismo son rasgos monárquicos de las democracias imperfectas, los gobiernos sólo formalmente constitucionales, los nuevos regímenes surgidos de crisis, los populismos personalistas.
La Presidenta tiene una idea del poder. Ella es el centro de un cosmos cuyo orden depende de que todos los signos le estén subordinados. Por eso, nadie puede hablar sino ella, los ministros sólo comunican cuando son autorizados, los diputados (que antes eran afables, como Agustín Rossi) no tienen que ir a la televisión. Ella unifica el mensaje y supervisa todos los detalles; ella convierte a cualquier hecho en acontecimiento o pasa por alto lo que se le antoja. Imagínense el tiempo que esto insume. No se trata de una actividad secundaria sino que sobre ella reposa la esencia misma de un poder que no acepta otra cualidad que la de ser absoluto (Louis Marin, El poder y sus representaciones ).
Cristina Kirchner se designó como «arquitecta egipcia», es decir quien construye para un poder centralizado, total y teocrático. Se trata, por supuesto de una metáfora, pero se le ocurrió a ella, no a un crítico. Como arquitecta egipcia, Cristina interviene sobre la Casa de Gobierno consagrando allí nuevos espacios: el de los Patriotas latinoamericanos, el Salón de las Mujeres, etc. Hoy, la Casa Rosada se está convirtiendo en un parque temático bajo techo, cuya curadora es, ¿quién otra?, la Presidenta.
Pero mejor lo explica ella, con el estilo habitual a estas oportunidades, llano, doméstico y un poco adolescente. Confío en que los lectores aprecien la larga cita tanto como yo: «Cuando decidimos restaurar la original entrada de la Casa de Gobierno, la Casa Rosada… ustedes no saben lo que era esto, un sucucho, covacha, horrendo… decidimos los colores, con qué colores recibimos a los que vienen a nuestro país, con los colores de Argentina, por eso el celeste y blanco. Este celeste, habían pintado un celeste… ¿dónde están las arquitectas, las chicas? Ahí están. Habían pintado un celeste lavandina que era horrendo. Les dije esto es lavandina, no es celeste, yo quiero otro celeste, este celeste de la bandera, que finalmente fue logrado. Entonces digo ¿con qué los recibimos? Ya teníamos el Salón de los Científicos, el de la Mujeres, el de los Patriotas latinoamericanos, el de los Escritores y Pensadores, faltaban nuestros pintores y dije Pintores y Pinturas de la Argentina, y agregar a las pinturas marcos para que parecieran cuadros… eso se me ocurrió de los leds … y la idea era hacer una filmación con todos los principales paisajes de la República Argentina. Ustedes habrán visto en algún momento, cuando se detenía la imagen, ahí viene, miren ahí, ese cuadro que está ahí al lado, fíjense sino parece una pintura muy parecida a esa que está ahí; porque los pintores terminan siempre de algún modo reflejando lo que ven, como los actores a la sociedad que viven y palpitan. Yo siempre digo que el arte está íntimamente vinculado con lo que nos rodea y si no, no es arte, podrá ser algún ejercicio personal de alguien pero tiene que estar directamente vinculado».
El párrafo es elemental, pero significativo. En veinte líneas, la Presidenta nos comunica sus intervenciones de decoradora egipcia y, de yapa, da sus opiniones sobre lo que debe ser el arte. No importa lo que diga, lo importante es que es la dueña de los espacios. Y, además, Cristina Kirchner quiere dejar su marca.
En una sabia película de Roberto Rossellini, La toma del poder por Luis XIV , se escucha decir, más sintéticamente, al Rey Sol: «Versalles se convertirá en el templo de la monarquía y aquí trabajarán todos los artistas del reino; nada marca más la grandeza de los príncipes que la grandeza de los edificios».
Seguramente, Cristina Kirchner no vio esta película, porque cuando expone sus gustos se inclina en otras direcciones. Pero, como si la hubiera visto, sabe que todo debe convertirse en espacio simbólico y ceremonial. No consulta a los mejores arquitectos de su época (que construyeron la nueva fachada y los jardines de Versalles bajo Luis XIV). Su autosuficiencia le permite designar a las arquitectas de Casa de Gobierno como «las chicas», en el discurso que se acaba de citar. ¿Qué «chicas» se atreverían a discutir las elecciones cromáticas de la Presidenta? Un detalle encantador: la Presidenta que dice «todas y todos» como un mantra, se refiere a dos profesionales como «las chicas». La lengua es traicionera.
A Kirchner le daba lo mismo cualquier parte, aunque prefería el Salón Blanco. No tenía veleidades ni se interesaba por el simbolismo de los espacios. Su sucesora, en cambio, construye la pirámide del poder como su monumento material. Esa pirámide no depende de un móvil sistema de pactos y acuerdos, sino que es tallada en piedra «egipcia» (o estuco, tampoco vamos a exagerar).
Según los trascendidos, se ha suprimido el despacho del vicepresidente en la Casa de Gobierno y allí se alojaría un museo a Evita, que ya tiene museo en otro lugar de Buenos Aires. Total, Boudou, sin bromita alguna, debe adecuarse a lo que le toque, obedeciendo el viejo refrán de que a un caballo regalado no hay que examinarlo para ver si viene completo.
© La Nacion.
Hoy es de mal tono aludir a algunos aspectos del look presidencial, como si fuera una mezquindad sólo perpetrada por insidiosos, que deberían bañarse en las aguas purificadoras de la amnesia y olvidar que la Presidenta dijo a los cuatro vientos que ella «se pinta como una puerta». Los partidarios de Cristina Kirchner, que se ocupa de su look con una minucia que exige inversión de tiempo (nadie habla de dinero, por favor, nadie habla de eso), consideran una afrenta que se mencione el tema. En un mundo donde hasta Nacha Guevara blanqueó sus cirugías, cuyos efectos antes atribuía a la meditación trascendental y la comida vegetariana, hasta en este mundo, no se habla.
Hay dos razones para callar sobre este punto. La primera es que se trata de la Presidenta, cuyo luto se ha trasmutado en potente soledad, su familia se ha trasmutado en aparato político y su autoritarismo espontáneo ha sido filosóficamente procesado como ejecutivismo fuerte. La segunda es que hablar de estas cosas produce un discurso banal: ¿con el ajuste y las paritarias por delante, con los «cumpas» kirchneristas de la minería a cielo abierto, con las protestas provinciales, quién quiere ocuparse del estilo presidencial que es más flamígero que nunca, como si allí el ajuste fuera meramente una cuestión cromática.
Además, la popularidad de la Presidenta se sostiene en rasgos que son aceptados casi por aclamación, si es que las encuestas reflejan lo que sienten los ciudadanos. No la deterioran el unicato ni el nepotismo, explicado como apoyo en sus leales y en ese conmovedor artefacto privado que no tiene nada que hacer en la política: la familia. Máximo Kirchner, de quien todavía no conocemos la voz, se ha convertido en sujeto de poder, un destino sorprendente, para no decir inmerecido. Hijo de la familia presidencial, llegó allí con ese único mérito, para acentuar el carácter cortesano de las costumbres cristinistas. La sucesión genealógica o el poder del nepotismo son rasgos monárquicos de las democracias imperfectas, los gobiernos sólo formalmente constitucionales, los nuevos regímenes surgidos de crisis, los populismos personalistas.
La Presidenta tiene una idea del poder. Ella es el centro de un cosmos cuyo orden depende de que todos los signos le estén subordinados. Por eso, nadie puede hablar sino ella, los ministros sólo comunican cuando son autorizados, los diputados (que antes eran afables, como Agustín Rossi) no tienen que ir a la televisión. Ella unifica el mensaje y supervisa todos los detalles; ella convierte a cualquier hecho en acontecimiento o pasa por alto lo que se le antoja. Imagínense el tiempo que esto insume. No se trata de una actividad secundaria sino que sobre ella reposa la esencia misma de un poder que no acepta otra cualidad que la de ser absoluto (Louis Marin, El poder y sus representaciones ).
Cristina Kirchner se designó como «arquitecta egipcia», es decir quien construye para un poder centralizado, total y teocrático. Se trata, por supuesto de una metáfora, pero se le ocurrió a ella, no a un crítico. Como arquitecta egipcia, Cristina interviene sobre la Casa de Gobierno consagrando allí nuevos espacios: el de los Patriotas latinoamericanos, el Salón de las Mujeres, etc. Hoy, la Casa Rosada se está convirtiendo en un parque temático bajo techo, cuya curadora es, ¿quién otra?, la Presidenta.
Pero mejor lo explica ella, con el estilo habitual a estas oportunidades, llano, doméstico y un poco adolescente. Confío en que los lectores aprecien la larga cita tanto como yo: «Cuando decidimos restaurar la original entrada de la Casa de Gobierno, la Casa Rosada… ustedes no saben lo que era esto, un sucucho, covacha, horrendo… decidimos los colores, con qué colores recibimos a los que vienen a nuestro país, con los colores de Argentina, por eso el celeste y blanco. Este celeste, habían pintado un celeste… ¿dónde están las arquitectas, las chicas? Ahí están. Habían pintado un celeste lavandina que era horrendo. Les dije esto es lavandina, no es celeste, yo quiero otro celeste, este celeste de la bandera, que finalmente fue logrado. Entonces digo ¿con qué los recibimos? Ya teníamos el Salón de los Científicos, el de la Mujeres, el de los Patriotas latinoamericanos, el de los Escritores y Pensadores, faltaban nuestros pintores y dije Pintores y Pinturas de la Argentina, y agregar a las pinturas marcos para que parecieran cuadros… eso se me ocurrió de los leds … y la idea era hacer una filmación con todos los principales paisajes de la República Argentina. Ustedes habrán visto en algún momento, cuando se detenía la imagen, ahí viene, miren ahí, ese cuadro que está ahí al lado, fíjense sino parece una pintura muy parecida a esa que está ahí; porque los pintores terminan siempre de algún modo reflejando lo que ven, como los actores a la sociedad que viven y palpitan. Yo siempre digo que el arte está íntimamente vinculado con lo que nos rodea y si no, no es arte, podrá ser algún ejercicio personal de alguien pero tiene que estar directamente vinculado».
El párrafo es elemental, pero significativo. En veinte líneas, la Presidenta nos comunica sus intervenciones de decoradora egipcia y, de yapa, da sus opiniones sobre lo que debe ser el arte. No importa lo que diga, lo importante es que es la dueña de los espacios. Y, además, Cristina Kirchner quiere dejar su marca.
En una sabia película de Roberto Rossellini, La toma del poder por Luis XIV , se escucha decir, más sintéticamente, al Rey Sol: «Versalles se convertirá en el templo de la monarquía y aquí trabajarán todos los artistas del reino; nada marca más la grandeza de los príncipes que la grandeza de los edificios».
Seguramente, Cristina Kirchner no vio esta película, porque cuando expone sus gustos se inclina en otras direcciones. Pero, como si la hubiera visto, sabe que todo debe convertirse en espacio simbólico y ceremonial. No consulta a los mejores arquitectos de su época (que construyeron la nueva fachada y los jardines de Versalles bajo Luis XIV). Su autosuficiencia le permite designar a las arquitectas de Casa de Gobierno como «las chicas», en el discurso que se acaba de citar. ¿Qué «chicas» se atreverían a discutir las elecciones cromáticas de la Presidenta? Un detalle encantador: la Presidenta que dice «todas y todos» como un mantra, se refiere a dos profesionales como «las chicas». La lengua es traicionera.
A Kirchner le daba lo mismo cualquier parte, aunque prefería el Salón Blanco. No tenía veleidades ni se interesaba por el simbolismo de los espacios. Su sucesora, en cambio, construye la pirámide del poder como su monumento material. Esa pirámide no depende de un móvil sistema de pactos y acuerdos, sino que es tallada en piedra «egipcia» (o estuco, tampoco vamos a exagerar).
Según los trascendidos, se ha suprimido el despacho del vicepresidente en la Casa de Gobierno y allí se alojaría un museo a Evita, que ya tiene museo en otro lugar de Buenos Aires. Total, Boudou, sin bromita alguna, debe adecuarse a lo que le toque, obedeciendo el viejo refrán de que a un caballo regalado no hay que examinarlo para ver si viene completo.
© La Nacion.
«Seguramente, Cristina Kirchner no vio esta película, porque cuando expone sus gustos se inclina en otras direcciones. Pero, como si la hubiera visto, sabe que todo debe convertirse en espacio simbólico y ceremonial.»
Hay tanto que dispara este párrafo que no sé por dónde empezar.
Así que lo dejo como disparador, con una sola idea: ¿Sarlo necesita ver la película para saber cómo se transmuta lo político en simbólico y ceremonial?
Pobrísima nota.