MADRID.- Cuando Alexis Tsipras ganó las elecciones en enero de este año, él y Syriza, su coalición de izquierda, tenían ante sí dos opciones. Una consistía en coaligar a las fuerzas europeístas de los socialistas de Pasok y los reformistas To Potamí en un gobierno que pudiera trabajar con las instituciones europeas y el resto de los gobiernos de la eurozona para corregir los errores del pasado y situar al país en una senda de recuperación económica y social.
El entorno no podía ser más propicio. A su favor tenía el cambio de énfasis de la nueva Comisión Europea, volcada en los planes de inversión liderados por Jean-Claude Juncker, ahora crítico con el papel de la troika en los dos rescates anteriores. También contaba con el activismo de Mario Draghi, embarcado en un programa de compra de activos que, por fin, asemejaba al Banco Central Europeo (BCE) a la Reserva Federal estadounidense, y que permitía a las economías más débiles de la eurozona, como España, comprar tiempo y espacio ante los mercados de deuda para que las reformas estructurales comenzaran a generar crecimiento.
Y en París y en Roma, Hollande y Renzi estaban deseosos de utilizar el ejemplo griego para ablandar las políticas de austeridad con el doble argumento de que dichas políticas no sólo no funcionaban si no iban acompañadas de políticas de estímulo e inversión, sino que eran insostenibles políticamente pues, como Grecia demostraba, acababan destruyendo a los partidos europeístas, a derecha e izquierda. Incluso los muy endurecidos socialdemócratas alemanes, capitaneados por el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, estaban dispuestos a echar una mano si se les solicitaba.
Pero en lugar de formar un bloque europeísta, Tsipras eligió formar un bloque soberanista con la derecha nacionalista y euroescéptica de ANEL, a la que a cambio de su voto de investidura no sólo concedió el Ministerio de Defensa, sino una de las líneas rojas más vergonzosas que Syriza ha venido manteniendo en sus negociaciones con el Eurogrupo en estos seis meses: la imposibilidad de recortar, en un país hundido en una crisis social, un gasto de Defensa que duplica en porcentaje del PBI al de sus socios europeos. Mientras que el programa político de Syriza se ha articulado en torno al relato de la recuperación de la soberanía mancillada por la troika y la restauración de la democracia, el programa económico ha buscado exponer la inviabilidad del modelo de política económica dominante en la eurozona, basada en la reducción del déficit vía aumento de los ingresos, reducción de gastos y adopción de reformas estructurales de corte liberalizador.
Esta estrategia de confrontación, trufada de provocaciones a Alemania a costa de su pasado nazi, devaneos geopolíticos con la Rusia de Putin y unas tácticas negociadoras que han reventado la confianza entre las partes, han conducido al suicidio político de Tsipras y a un empeoramiento todavía más agudo de la economía griega. Con Tsipras obligado ahora a adoptar en una dosis aumentada todo aquello que desde el principio quiso superar, y la economía griega forzada ahora a soportar todavía otro ajuste económico, el resultado de estos seis meses de gobierno no puede ser más descorazonador.
A los historiadores les queda explicar cómo un hombre que llegó al poder armado de la enorme autoridad moral que le concedía el cúmulo de errores cometidos tanto por el Eurogrupo como por sus predecesores de izquierda y derecha pudo, en cada encrucijada que tuvo delante, tomar el camino equivocado. Como Lutero al fijar sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, dando inicio así a la Reforma Protestante, Tsipras y el defenestrado ministro de Finanzas Yanis Varoufakis parecen haber tenido como único objetivo demostrar una serie de tesis: que el euro está mal diseñado, que la austeridad no funciona, que la deuda es impagable y que la UE destruye la democracia y los derechos sociales. Tesis todas muy discutibles, en el mejor sentido del término, y que dividen profundamente a los europeos de todas las ideologías. Pero, como hemos visto estos meses, el debate ideológico y la acción de gobierno son cosas bien distintas.
Al final Tsipras se ha quedado solo, y con él, tristemente, Grecia y los griegos. Porque a pesar de los encomios desde el frente soberanista y la elevación de Tsipras a la categoría de héroe de la reforma protestante antieuropea, lo que Marine Le Pen en Francia, Putin en Rusia, Farage en Gran Bretaña o Victor Orban en Hungría necesitan es un mártir, no un éxito, y un pueblo humillado al que señalar con el dedo ante sus huestes. De ahí que no vayan a mover un dedo por los griegos. Lamentablemente, como muestran los niveles de desconfianza y dureza introducidos en el acuerdo alcanzado entre Grecia y sus socios, nunca vistos en la eurozona, algunos miembros de ese club parecen estar bien dispuestos a colaborar con ese empeño de dar armas a los populismos soberanistas de izquierda y de derecha.
El autor es director de la oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.
El entorno no podía ser más propicio. A su favor tenía el cambio de énfasis de la nueva Comisión Europea, volcada en los planes de inversión liderados por Jean-Claude Juncker, ahora crítico con el papel de la troika en los dos rescates anteriores. También contaba con el activismo de Mario Draghi, embarcado en un programa de compra de activos que, por fin, asemejaba al Banco Central Europeo (BCE) a la Reserva Federal estadounidense, y que permitía a las economías más débiles de la eurozona, como España, comprar tiempo y espacio ante los mercados de deuda para que las reformas estructurales comenzaran a generar crecimiento.
Y en París y en Roma, Hollande y Renzi estaban deseosos de utilizar el ejemplo griego para ablandar las políticas de austeridad con el doble argumento de que dichas políticas no sólo no funcionaban si no iban acompañadas de políticas de estímulo e inversión, sino que eran insostenibles políticamente pues, como Grecia demostraba, acababan destruyendo a los partidos europeístas, a derecha e izquierda. Incluso los muy endurecidos socialdemócratas alemanes, capitaneados por el presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, estaban dispuestos a echar una mano si se les solicitaba.
Pero en lugar de formar un bloque europeísta, Tsipras eligió formar un bloque soberanista con la derecha nacionalista y euroescéptica de ANEL, a la que a cambio de su voto de investidura no sólo concedió el Ministerio de Defensa, sino una de las líneas rojas más vergonzosas que Syriza ha venido manteniendo en sus negociaciones con el Eurogrupo en estos seis meses: la imposibilidad de recortar, en un país hundido en una crisis social, un gasto de Defensa que duplica en porcentaje del PBI al de sus socios europeos. Mientras que el programa político de Syriza se ha articulado en torno al relato de la recuperación de la soberanía mancillada por la troika y la restauración de la democracia, el programa económico ha buscado exponer la inviabilidad del modelo de política económica dominante en la eurozona, basada en la reducción del déficit vía aumento de los ingresos, reducción de gastos y adopción de reformas estructurales de corte liberalizador.
Esta estrategia de confrontación, trufada de provocaciones a Alemania a costa de su pasado nazi, devaneos geopolíticos con la Rusia de Putin y unas tácticas negociadoras que han reventado la confianza entre las partes, han conducido al suicidio político de Tsipras y a un empeoramiento todavía más agudo de la economía griega. Con Tsipras obligado ahora a adoptar en una dosis aumentada todo aquello que desde el principio quiso superar, y la economía griega forzada ahora a soportar todavía otro ajuste económico, el resultado de estos seis meses de gobierno no puede ser más descorazonador.
A los historiadores les queda explicar cómo un hombre que llegó al poder armado de la enorme autoridad moral que le concedía el cúmulo de errores cometidos tanto por el Eurogrupo como por sus predecesores de izquierda y derecha pudo, en cada encrucijada que tuvo delante, tomar el camino equivocado. Como Lutero al fijar sus 95 tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg, dando inicio así a la Reforma Protestante, Tsipras y el defenestrado ministro de Finanzas Yanis Varoufakis parecen haber tenido como único objetivo demostrar una serie de tesis: que el euro está mal diseñado, que la austeridad no funciona, que la deuda es impagable y que la UE destruye la democracia y los derechos sociales. Tesis todas muy discutibles, en el mejor sentido del término, y que dividen profundamente a los europeos de todas las ideologías. Pero, como hemos visto estos meses, el debate ideológico y la acción de gobierno son cosas bien distintas.
Al final Tsipras se ha quedado solo, y con él, tristemente, Grecia y los griegos. Porque a pesar de los encomios desde el frente soberanista y la elevación de Tsipras a la categoría de héroe de la reforma protestante antieuropea, lo que Marine Le Pen en Francia, Putin en Rusia, Farage en Gran Bretaña o Victor Orban en Hungría necesitan es un mártir, no un éxito, y un pueblo humillado al que señalar con el dedo ante sus huestes. De ahí que no vayan a mover un dedo por los griegos. Lamentablemente, como muestran los niveles de desconfianza y dureza introducidos en el acuerdo alcanzado entre Grecia y sus socios, nunca vistos en la eurozona, algunos miembros de ese club parecen estar bien dispuestos a colaborar con ese empeño de dar armas a los populismos soberanistas de izquierda y de derecha.
El autor es director de la oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores.
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