Por Guillermo Mastrini* Y Martin Becerra**
30/11/12 – 10:29
En la maraña de notas sobre la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual figura un tópico, entre irónico y peyorativo, acerca de la influencia de un grupo de académicos de comunicación y periodismo en la redacción de la ley aprobada por el Congreso en 2009. Esta prédica, de manera más o menos explícita, deja entrever que dicha participación guiada por una suerte de ingenuidad y/o desconocimiento del tema afectó la calidad de la ley y dificulta su cumplimiento. Dada la centralidad que tiene la llamada Ley de Medios en el debate político, es relevante revisar el fundamento de estas opiniones.
En primer lugar, sorprende la falta de evidencia empírica que se presenta al respecto. Lejos del más elemental rigor periodístico, esta vulgata se reitera sin siquiera informar quiénes habrían sido los hipotéticos redactores. Quienes hemos estudiado históricamente el proceso de regulación de los medios sabemos que esto no se corresponde con la realidad y que del equipo redactor participaron juristas con amplio conocimiento en la materia y con competencia en derecho comparado. El proceso de redacción incluyó consultas con actores de la industria y de un sector de los medios comunitarios.
Hay un inconveniente aún mayor. ¿Qué pasaría si se aplicara el mismo razonamiento a otras regulaciones? Problemas como el de la minería o los mercados financieros no serían objeto de atención de geólogos o economistas, sino que habría que dejar que las empresas mineras (el equivalente a “la industria”) o los bancos (que conocen “la realidad del sector”) a través de sus cuadros técnicos se regulen. Pues bien, importa recordar que la Ley de Radiodifusión de 1980, reemplazada por la de 2009, fue fruto de un acuerdo de los radiodifusores privados de entonces con la dictadura militar. Su centralismo, su carácter censor, sus rígidas disposiciones anticoncentración, su adscripción al lucro como única lógica de desarrollo de los medios, su confusión entre Estado y gobierno y su negación de aspectos básicos del derecho a la comunicación configuraron un resultado que difícilmente pueda reivindicarse en el marco del sistema democrático.
Otra opción sería que quienes han sostenido esta línea argumental subestimen la consistencia de los estudios académicos en comunicación, ignorando una rica tradición de investigación en el campo cultural y de los medios desarrollada a nivel mundial con amplitud de enfoques teóricos y metodologías. Desconocer esta tradición supone además negar la importancia de la especificidad de la comunicación y la cultura como objeto de estudio, en un momento que ocupa un lugar central en las sociedades contemporáneas. Peor aún: esta posición descalifica la formación profesional y académica de quienes cotidianamente trabajan para informar al conjunto de la ciudadanía.
La ley 26.522/09 recupera conceptos académicos debatidos en las carreras de comunicación social y en el periodismo e invoca la diversidad cultural como valor. Lo hace en forma articulada con la doctrina jurídica de libertad de expresión. Al tiempo que promueve la pluralidad de actores en el sector de los medios, ningún artículo de la ley puede ser usado para restringir la difusión de información u opiniones.
La norma audiovisual es, como toda ley, perfectible. Los defectos a los que suele aludirse cuando se señala su presunto academicismo no surgen del texto aprobado por el Congreso sino de una aplicación cuya discrecionalidad, a nuestro juicio alta, es objeto de debate y seguramente tendrá impacto en la controversia judicial en curso y en la eficacia de la ley a mediano plazo.
Es legítimo y necesario criticar la ley así como su aplicación. Pero la crítica se descalifica a sí misma cuando disfraza como evidencia una especulación desinformada. Si el contexto de discusión pública sobre la ley y su aplicación se nutriera de información y no de suspicacias, quienes suscribimos este texto no deberíamos aclarar que no es autorreferencial y que conocimos el proyecto de ley audiovisual sólo cuando fue hecho público, lo que no nos impide valorarlo como un gran avance.
*(UNQ-UBA). **(UNQ-Conicet).
30/11/12 – 10:29
En la maraña de notas sobre la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual figura un tópico, entre irónico y peyorativo, acerca de la influencia de un grupo de académicos de comunicación y periodismo en la redacción de la ley aprobada por el Congreso en 2009. Esta prédica, de manera más o menos explícita, deja entrever que dicha participación guiada por una suerte de ingenuidad y/o desconocimiento del tema afectó la calidad de la ley y dificulta su cumplimiento. Dada la centralidad que tiene la llamada Ley de Medios en el debate político, es relevante revisar el fundamento de estas opiniones.
En primer lugar, sorprende la falta de evidencia empírica que se presenta al respecto. Lejos del más elemental rigor periodístico, esta vulgata se reitera sin siquiera informar quiénes habrían sido los hipotéticos redactores. Quienes hemos estudiado históricamente el proceso de regulación de los medios sabemos que esto no se corresponde con la realidad y que del equipo redactor participaron juristas con amplio conocimiento en la materia y con competencia en derecho comparado. El proceso de redacción incluyó consultas con actores de la industria y de un sector de los medios comunitarios.
Hay un inconveniente aún mayor. ¿Qué pasaría si se aplicara el mismo razonamiento a otras regulaciones? Problemas como el de la minería o los mercados financieros no serían objeto de atención de geólogos o economistas, sino que habría que dejar que las empresas mineras (el equivalente a “la industria”) o los bancos (que conocen “la realidad del sector”) a través de sus cuadros técnicos se regulen. Pues bien, importa recordar que la Ley de Radiodifusión de 1980, reemplazada por la de 2009, fue fruto de un acuerdo de los radiodifusores privados de entonces con la dictadura militar. Su centralismo, su carácter censor, sus rígidas disposiciones anticoncentración, su adscripción al lucro como única lógica de desarrollo de los medios, su confusión entre Estado y gobierno y su negación de aspectos básicos del derecho a la comunicación configuraron un resultado que difícilmente pueda reivindicarse en el marco del sistema democrático.
Otra opción sería que quienes han sostenido esta línea argumental subestimen la consistencia de los estudios académicos en comunicación, ignorando una rica tradición de investigación en el campo cultural y de los medios desarrollada a nivel mundial con amplitud de enfoques teóricos y metodologías. Desconocer esta tradición supone además negar la importancia de la especificidad de la comunicación y la cultura como objeto de estudio, en un momento que ocupa un lugar central en las sociedades contemporáneas. Peor aún: esta posición descalifica la formación profesional y académica de quienes cotidianamente trabajan para informar al conjunto de la ciudadanía.
La ley 26.522/09 recupera conceptos académicos debatidos en las carreras de comunicación social y en el periodismo e invoca la diversidad cultural como valor. Lo hace en forma articulada con la doctrina jurídica de libertad de expresión. Al tiempo que promueve la pluralidad de actores en el sector de los medios, ningún artículo de la ley puede ser usado para restringir la difusión de información u opiniones.
La norma audiovisual es, como toda ley, perfectible. Los defectos a los que suele aludirse cuando se señala su presunto academicismo no surgen del texto aprobado por el Congreso sino de una aplicación cuya discrecionalidad, a nuestro juicio alta, es objeto de debate y seguramente tendrá impacto en la controversia judicial en curso y en la eficacia de la ley a mediano plazo.
Es legítimo y necesario criticar la ley así como su aplicación. Pero la crítica se descalifica a sí misma cuando disfraza como evidencia una especulación desinformada. Si el contexto de discusión pública sobre la ley y su aplicación se nutriera de información y no de suspicacias, quienes suscribimos este texto no deberíamos aclarar que no es autorreferencial y que conocimos el proyecto de ley audiovisual sólo cuando fue hecho público, lo que no nos impide valorarlo como un gran avance.
*(UNQ-UBA). **(UNQ-Conicet).