EL PAIS › PERIODISMO Y GRANDES MEDIOS
Dos reflexiones en conmemoración del Día del Periodista, que se celebró el 7 de junio. La falaz asociación del poder de los grandes medios con libertad de expresión. La sustitución del lugar de los partidos políticos.
Por Oscar R. González *
A propósito de la celebración de un nuevo Día del Periodista, viene a cuento recordar un episodio que tuvo lugar en 2002, cuando un juez comercial que entendía en el concurso preventivo de la editorial Perfil –violadora serial de todos los convenios laborales y de todos los derechos de los trabajadores– tuvo la insólita pretensión de suspender por tres años la vigencia del Estatuto del Periodista Profesional y del Convenio de Trabajo para los trabajadores de prensa, de cuya elaboración me había tocado participar como negociador paritario unos años antes.
En su afán de salvar a la empresa –o, más precisamente, los bolsillos de sus dueños–, el custodio de la legalidad se había llevado puestas dos leyes resistidas desde siempre por los medios hegemónicos. Para entonces, yo era diputado nacional y presenté una iniciativa repudiando la ilegítima pretensión del magistrado y, en una sesión a la que asistieron trabajadores de Perfil, se declaró unánimemente la plena vigencia del Estatuto Profesional del Periodista, aprobado durante el primer gobierno de Perón.
Fue necesario aquel recurso bastante estrafalario –que el Congreso declarase la plena vigencia de una ley plenamente vigente– para poner en evidencia la complicidad entre un magistrado capaz de cometer una tropelía jurídica con tal de complacer el interés económico de una empresa amiga. Un vínculo que, como sabemos, no constituye ninguna novedad.
El recuerdo de aquel hecho tiene que ver de algún modo con la naturaleza de una batalla por la construcción de sentido que enfrenta a la política –entendida como esfera de autonomía ciudadana y herramienta de cambio– con el poder hegemónico de los grandes medios, un poder no desafiado en la Argentina durante largas décadas. Una disputa que ha tenido luces y sombras, victorias y derrotas, pero cuyo saldo incuestionable es que ya nadie puede hacerse el distraído sobre ciertas cuestiones que los periodistas conocíamos desde siempre.
La pretensión de asociar el poder omnímodo de los medios con la libertad de expresión, por ejemplo, ha dejado de ser una verdad revelada. Y el argentino medio que no se empeña en escuchar o leer sólo lo que confirma sus preconceptos o prejuicios sabe que las noticias son construcciones y no el reflejo de presuntas realidades objetivas.
Hasta no hace tanto, los propios periodistas tendían a mirarse a sí mismos más como librepensadores que como trabajadores de prensa. La formación de una conciencia de clase fue más compleja en este gremio que en otros, tanto por la naturaleza propia de las tareas intelectuales como también porque en algún momento existía una cierta identificación con el dueño del medio, que era con frecuencia, él también, un periodista y tenía a la búsqueda de la verdad como un objetivo más o menos plausible.
No hace falta decir que esos presupuestos han naufragado en medio de la marcha del capitalismo, fundamentalmente en su fase neoliberal. Los grandes medios son hoy parte de conglomerados económicos con múltiples tentáculos, y las más de las veces el diario, la radio o el canal son herramientas de presión o extorsión para allanar otros negocios más lucrativos. En tanto las condiciones de trabajo de los periodistas han sido avasalladas en casi todas sus dimensiones, con el pluriempleo, la redacción multimedia, la precarización de los contratos, la tercerización y otras tretas de que se valen los adalides de la libertad de expresión para abaratar sus productos, en más de un sentido.
Como en mis años de periodista y de actividad sindical, sigo creyendo que la libertad de expresión poco tiene que ver con la cuenta bancaria o los discursos gerenciales en los foros patronales. Tal como entonces, creo que el buen periodismo se construye en las redacciones con honestidad intelectual, libertad de conciencia, buenas prácticas profesionales y, sobre todo, respeto irrestricto de los derechos de los trabajadores. Esos derechos que sobrevivieron embates varios y que aún perduran, alojados en el texto del entrañable Estatuto del Periodista.
* Periodista. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.
Dos reflexiones en conmemoración del Día del Periodista, que se celebró el 7 de junio. La falaz asociación del poder de los grandes medios con libertad de expresión. La sustitución del lugar de los partidos políticos.
Por Oscar R. González *
A propósito de la celebración de un nuevo Día del Periodista, viene a cuento recordar un episodio que tuvo lugar en 2002, cuando un juez comercial que entendía en el concurso preventivo de la editorial Perfil –violadora serial de todos los convenios laborales y de todos los derechos de los trabajadores– tuvo la insólita pretensión de suspender por tres años la vigencia del Estatuto del Periodista Profesional y del Convenio de Trabajo para los trabajadores de prensa, de cuya elaboración me había tocado participar como negociador paritario unos años antes.
En su afán de salvar a la empresa –o, más precisamente, los bolsillos de sus dueños–, el custodio de la legalidad se había llevado puestas dos leyes resistidas desde siempre por los medios hegemónicos. Para entonces, yo era diputado nacional y presenté una iniciativa repudiando la ilegítima pretensión del magistrado y, en una sesión a la que asistieron trabajadores de Perfil, se declaró unánimemente la plena vigencia del Estatuto Profesional del Periodista, aprobado durante el primer gobierno de Perón.
Fue necesario aquel recurso bastante estrafalario –que el Congreso declarase la plena vigencia de una ley plenamente vigente– para poner en evidencia la complicidad entre un magistrado capaz de cometer una tropelía jurídica con tal de complacer el interés económico de una empresa amiga. Un vínculo que, como sabemos, no constituye ninguna novedad.
El recuerdo de aquel hecho tiene que ver de algún modo con la naturaleza de una batalla por la construcción de sentido que enfrenta a la política –entendida como esfera de autonomía ciudadana y herramienta de cambio– con el poder hegemónico de los grandes medios, un poder no desafiado en la Argentina durante largas décadas. Una disputa que ha tenido luces y sombras, victorias y derrotas, pero cuyo saldo incuestionable es que ya nadie puede hacerse el distraído sobre ciertas cuestiones que los periodistas conocíamos desde siempre.
La pretensión de asociar el poder omnímodo de los medios con la libertad de expresión, por ejemplo, ha dejado de ser una verdad revelada. Y el argentino medio que no se empeña en escuchar o leer sólo lo que confirma sus preconceptos o prejuicios sabe que las noticias son construcciones y no el reflejo de presuntas realidades objetivas.
Hasta no hace tanto, los propios periodistas tendían a mirarse a sí mismos más como librepensadores que como trabajadores de prensa. La formación de una conciencia de clase fue más compleja en este gremio que en otros, tanto por la naturaleza propia de las tareas intelectuales como también porque en algún momento existía una cierta identificación con el dueño del medio, que era con frecuencia, él también, un periodista y tenía a la búsqueda de la verdad como un objetivo más o menos plausible.
No hace falta decir que esos presupuestos han naufragado en medio de la marcha del capitalismo, fundamentalmente en su fase neoliberal. Los grandes medios son hoy parte de conglomerados económicos con múltiples tentáculos, y las más de las veces el diario, la radio o el canal son herramientas de presión o extorsión para allanar otros negocios más lucrativos. En tanto las condiciones de trabajo de los periodistas han sido avasalladas en casi todas sus dimensiones, con el pluriempleo, la redacción multimedia, la precarización de los contratos, la tercerización y otras tretas de que se valen los adalides de la libertad de expresión para abaratar sus productos, en más de un sentido.
Como en mis años de periodista y de actividad sindical, sigo creyendo que la libertad de expresión poco tiene que ver con la cuenta bancaria o los discursos gerenciales en los foros patronales. Tal como entonces, creo que el buen periodismo se construye en las redacciones con honestidad intelectual, libertad de conciencia, buenas prácticas profesionales y, sobre todo, respeto irrestricto de los derechos de los trabajadores. Esos derechos que sobrevivieron embates varios y que aún perduran, alojados en el texto del entrañable Estatuto del Periodista.
* Periodista. Secretario de Relaciones Parlamentarias del gobierno nacional.