Bienvenido a la locura de La Ñata. La única manera de soportar al kirchnerismo.» Daniel Scioli ha comenzado a recibir en su chacra náutica de Benavídez con esas sorprendentes palabras. Por supuesto, antes se cerciora de que su interlocutor no esté en la vereda del Gobierno.
Los domingos, La Ñata es una fiesta. Con el gobernador lanzado a la Presidencia, se ha transformado en el centro de su campaña permanente. Se advierte por el gentío y por la algarabía.
Pasada la media mañana, los visitantes ya pueden sentir el olor a carne asada. Y la música. Dos murgas alegran la llegada y desde las parrillas sube el humo de los chori. Entre el microestadio y la cancha de futsal deambulan los vecinos de la zona: asistirán al partido entre el quinteto del dueño de casa y sus ocasionales rivales. Casi siempre son equipos del interior de la provincia, traídos por su intendente. Nada de política. Desde un mangrullo, un locutor radial relata el desafío.
En un lateral de la cancha, Messi y Maradona siguen el movimiento de la pelota. Cacho Castaña mira desde lejos, acodado en una barra. También hay policías. Nadie pestañea: son estatuas. Scioli se las encargó al escultor Fernando Pugliese. Desde una tribuna de utilería sonríen Perón y Evita. El gobernador simula estar jugando para ellos.
A diferencia de lo que sucedía cuando Menem o Kirchner montaban la misma escena, a Scioli lo hostigan y a veces ni le pasan la pelota. Él reacciona con insultos y discute las faltas. El árbitro, Gabriel Brazenas, está acostumbrado. El público no. Parece irreal ese Scioli levantisco. Entreverados con las celebridades de cartón, los invitados se sorprenden de que el gobernador permita un trato igualitario.
Pero la democracia bochinchera de La Ñata registra, si se la observa bien, varios estamentos. Para los del barrio, baños químicos. Los invitados especiales pueden ir a los vestuarios. El círculo íntimo tiene derecho a usar la casa. La comida también está jerarquizada. Los que llegan para el fútbol disfrutan de su sándwich de chorizo. Terminado el partido, ya no volverán a ver a Scioli.
El gobernador se dirige al centro de la quinta para mostrar a sus convidados el museo que levantó para sí mismo. En el enorme quincho su rostro se multiplica al infinito, retratado con personalidades del deporte, la farándula y la política. Del techo cuelgan, como estandartes, camisetas de fútbol. En las paredes hay banderines, trofeos, boletas de sus primeras campañas electorales, maquetas de lanchas y una gran pantalla que emite partidos de fútbol. En un rincón hay un tablero de ajedrez, en el que suele jugar con Miguel Ángel Quinteros. También está, agigantada, la tapa de Clarín que anunció su candidatura para 2015.
La recorrida se asoma a la espectacular lancha amarrada al embarcadero y termina en las dos mesas donde se servirá el almuerzo. Cuando aparece Scioli el entorno de siempre ya está ubicado. Son el alegrante Rubén Mousali; el productor de espectáculos Lautaro Mauro, que ganó notoriedad por el escándalo Ciccone; el empresario de electrodomésticos Rodolfo Cuiña; el especialista en adicciones Alfredo Cahe; el proveedor de carnes Alberto Samid; Diego Mazzer, antiguo vecino del Abasto, y alguna gloria deportiva como Perico Pérez, por ejemplo. En total, son como veinte.
Con la llegada del gobernador se hace un silencio. Él termina de ubicar en la mesa a quienes lo acompañan: «Vos ahí, vos ahí y vos ahí». Las localizaciones están graduadas según la proximidad al dueño de casa, que se sienta en la cabecera y hace poner a su lado una silla vacía.
Scioli habla poco. Tampoco se sabe cuánto escucha. Mientras sigue las conversaciones mira la pantalla, imparte una instrucción y vuelve a mirar la pantalla. Da la impresión de que le cuesta fijar la atención en un asunto. Cuando solicita algo, en general con un chasquido, lo quiere en el momento. «Lo pedí hace una hora, che.», reclama a los cinco minutos. Es raro que haga un chiste.
A diferencia del resto, el plato del gobernador viene cubierto por una campana. También le sirven una tabla de quesos que los demás quedan mirando. Aunque el ritual es siempre el mismo, en las últimas semanas los habitués quedaron sorprendidos. Scioli deja caer algunos comentarios que jamás haría ante los medios. «Nos van a dejar un país complicado, muy dividido, va a ser difícil arreglarlo», lamenta. Habla, claro, de Cristina Kirchner y su gobierno. Los llama «ellos».
«Las distorsiones de precios son muy grandes. Y dejaron crecer demasiado el clientelismo», repite en los últimos almuerzos. Después calla, hace alguna pregunta y, cuando le están contestando, vuelve a mirar el partido. De pronto explica: «El 8-N no fue por la economía. La gente está cansada de que le griten. Quiere un cambio de clima». En la otra mesa desgranan anécdotas sobre los maltratos a que el kirchnerismo lo tiene acostumbrado.
Con los postres la escena adquiere rasgos sicilianos. La silla que había quedado vacía es ocupada por sucesivos comensales que hablan al oído del gobernador. Puede ser Pacho O’Donnell, que reflexiona sobre el psiquismo de la Presidenta, o Jorge Garbarino, comentando novedades empresariales. De tanto en tanto, algún amigo le hace masajes en la espalda. Sólo faltan Connie y los Cannoli envenenados. En el pequeño mundo de La Ñata Scioli es un jefe inapelable.
El gobernador aprovecha el anticlímax de Cristina Kirchner para acelerar su carrera. Antes esas ínfulas fastidiaban en la Casa Rosada. Ahora preocupan. Esta vez ya no alcanzó con que Gabriel Mariotto dijera que la candidatura presidencial de Scioli es un capricho. Tuvo que irrumpir Julio De Vido para oficializar el proyecto de reelección y aclarar que se resolverá después de las elecciones del año próximo. De Vido hizo lo que corresponde: pidió tiempo. Además, emitió algunas señales cifradas hacia la interna. Por ejemplo, postuló como gobernador al presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez. Es el incansable rival de Randazzo, a quien la pingüinera tiene bajo sospecha por su vinculación con La Plata.
Con De Vido como cancerbero de su jefatura, la Presidenta desbarata la estrategia del gobernador y de su grupo: hacer creer que ellos representan a un kirchnerismo histórico respecto del cual el «cristinismo» es una desviación herética. Hay que olvidar demasiados episodios y conductas para admitir esa organización de un pasado tan reciente.
A Scioli le importan cada vez menos las interdicciones. Sus simpatizantes se reunieron en Mar del Plata para que el hijo de Hugo Moyano, Facundo, declarara que el liderazgo de la Presidenta contiene casi a nadie. ¿Hasta cuándo tolerará la Presidenta al joven diputado Moyano en el bloque de su gobierno? En el balneario se corearon el nombre del gobernador para la presidencia y el de Sergio Massa para la gobernación. Scioli estuvo a punto de realizar ese experimento el año pasado. Pero, sobre el minuto final para la inscripción de las candidaturas, no se animó. Massa sigue jurando en comidas con empresarios que en 2013 enfrentará al Gobierno como candidato a diputado. El sábado Scioli y Massa se fotografiaron. Tuvieron que aprovechar una carrera de bicicletas, ya que ninguno de los dos hace política.
La disputa sucesoria está modificando la lógica del juego. Al torear a Macri con la excusa de los basurales, Scioli lanzó la bengala de una guerra subyacente. Se ha propuesto desmontar Pro. Ya le tomó casi todo el bloque de diputados provinciales. Legisladores de Macri apoyaron la reforma impositiva bonaerense y también aprobaron que los countries cedieran tierras o dinero para construir barrios populares. Nada reprochable. Salvo que en los fundamentos de la ley había una condena feroz a la política de viviendas de la ciudad de Buenos Aires. Scioli cierra acuerdos con dos dirigentes clave de Pro bonaerense: el intendente de Vicente López, Jorge Macri, y el empresario del juego Daniel Angelici.
El plan de conquista del macrismo es ambicioso. Cuando Jorge Telerman comenzó a negociar su ingreso al gabinete porteño, Scioli le entregó el Instituto Cultural de la provincia. Ahora puso la mira en Miguel del Sel. No pasan quince días sin que lo llame con el pretexto de saber cómo van sus cosas. Scioli no es el único peronista que saca provecho del legendario desinterés de Macri por montar una estructura. El presidente del club Lanús, Nicolás Russo, que dialogaba con el alcalde porteño para sellar una alianza local, apareció de pronto en las filas de Massa.
La disputa entre Scioli y Macri amenaza con la prematura inauguración del poskirchnerismo. E induce al círculo presidencial a resolver un dilema. Si, como pronosticó Diana Conti, el camino de la reelección se mantiene clausurado, ¿con qué sucesor conservaría más poder Cristina Kirchner? ¿Con Scioli o con Macri? La pregunta es interesante. Sobre todo porque la respuesta es paradójica..