Entre la Constitución y el pragmatismo, los decretos de necesidad y urgencia son parte de un andamiaje institucional revelado
Los decretos de necesidad y urgencia (DNU) son sólo un desplegable más del amplio espectro de poderes explícitos e implícitos que vienen en la navaja suiza de las potestades presidenciales. «Elegimos reyes con el nombre de presidentes», decía Alberdi, y esa concentración de poder no es accidental sino una parte específica del diseño institucional. Es importante comprender este ADN ejecutivista para evitar saltar rápido a conclusiones apocalípticas, y también es importante entenderlo para esforzarse en contener los peligros que arrastra en su inercia y expansión.
Aunque se usan con mesura en períodos de convergencia de poderes (cuando hay coaliciones o mayorías oficialistas), no se tardará en ver que su relevancia es mayor en tiempos críticos: cuando hay fragmentación parlamentaria o cuando hay Ejecutivos deseosos de marcar la agenda en temas controversiales. Los expeditivos DNU son más utilizados en asuntos divisivos, que son los que más necesidad de consenso deberían requerir.
Toda vez que se discute un DNU se oirá la explicación de que hay una cláusula que los habilita en el artículo 99 inciso 3 de la Constitución. La afirmación, una media verdad, encuentra sus límites jurídicos en la media verdad omitida -esa habilitación es explícitamente excepcional según el plan trazado por aquella norma, que requiere que haya imposibilidad de llegar a la ley según los trámites normales-, y tiene sus límites políticos en el dato obvio de que su utilización extensiva e indiscriminada sería insostenible.
Una justificación menos ambiciosa puede validar este instrumento interpretándolo como una herramienta válida para esquivar una situación de bloqueo legislativo. Esta comprensión de los DNU como un sistema de «legítima defensa» de la gobernabilidad presidencial puede mutar fácilmente a una doctrina de «ataque preventivo». Un Ejecutivo puede sentir que le resulta más conveniente disparar primero el DNU y hacer las preguntas después.
Y, en particular, no estará tentado a consensuar nada si presupone que su tiro será provechoso. De ahí que los DNU se utilicen incluso cuando el trámite legislativo sea factible, optando por el performativo «decreto» para que el beneficio político de una medida le sea endosado al portador de la figura presidencial, sin compartir el crédito con la oposición en el Congreso (ejemplo de ello: la introducción de la elogiable AUH por esta vía).
Cruces de vereda
Claro es que la sensibilidad al explosivo varía según de qué lado de la mecha se encuentre uno, lo que da lugar a una esperable sucesión de patinazos y cruces de vereda cuando la tenencia de la navaja cambia de manos. En 2000, Cristina Kirchner presentó un proyecto que los limitaba en el parlamento. En 2006, su proyecto fue otro, el que dio lugar a la vigente ley 26.122: la postergada regulación legal de los DNU les dio como obsequio una doble vida al establecer que todo decreto se mantendrá en vigor hasta que sea rechazado en ambas cámaras (así, basta con controlar cualquiera de ellas para que un decreto no caiga).
Con fuertes críticas a ello, en 2010, la oposición en control de la Cámara Baja consiguió la media sanción para un proyecto de reforma limitativo, que además exigía la inmediata convocatoria a extraordinarias si un DNU se sancionaba en receso. El proyecto fue rechazado en el Senado el mismo año, y será difícil encontrar consistencia en los dichos y argumentos de sendos debates y bancadas cuando la cuestión -como sucede ahora- se discute luego de un cambio de roles. Puede suponerse que esa ley va a seguir vigente por mucho tiempo, ya que difícilmente un presidente resista la tentación de vetar una ley que lo acote en estas estratégicas facultades.
Se pueden comprender estas pulsiones, que operan favoreciendo las excursiones legislativas del decisionismo ejecutivo, pero no se puede negar que dejan sus pasivos intangibles. Los DNU traen torsiones y fricciones en la división de poderes (el Ejecutivo fue electo para administrar y no para dictar leyes), en la teoría del derecho (que en su forma canónica concibe el decreto como un producto de jerarquía inferior a la ley formal), en el ideal de seguridad jurídica (toda normativa queda a tiro de decreto), en la autoridad moral de los protagonistas (que, vimos, cambian su doctrina al respecto según la conveniencia) y -en una tensión que con frecuencia se soslaya- en el sistema federal (su autoría unipersonal deja en sombras relaciones de participación de las provincias en el Congreso más allá de las canaletas partidarias).
La cuestión se agrava porque los remedios para un mal DNU son imperfectos: muchos de sus efectos pueden tener la lógica del hecho consumado, y aun cuando luego sea rechazado por las cámaras, la ley 26.122 deja virtualmente blindados los derechos adquiridos durante su vigencia.
Como un artefacto legislativo ortopédico, un DNU funciona con insumos de bajo octanaje institucional: no hay instancia política ni civil de debate previo ni proceso deliberativo que pueda advertir y corregir errores o mejorar el producto. Por esa razón, es posible que, puesta bajo el microscopio del control de constitucionalidad, su presunción de legitimidad sea menos robusta que la de una ley, especialmente en el caso de los DNU no confirmados por el Congreso.
El enfoque pragmático persiste y en la práctica se impone frente la interpretación restrictiva más cercana a la letra de la Constitución (que ha sido también la que la Corte esbozó en su jurisprudencia). La tentación equivale a la de habituarse a utilizar un cuchillito precario que ha sido incluido en la navaja como un recurso para salir del paso y usarlo para la mesa diaria sólo porque se lo tiene más a mano. Como no fue pensada para eso, su manipulación arrojará con frecuencia resultados disfuncionales y erráticos.
Y esto nos devuelve al principio mismo de esta historia y al genoma presidencialista que moldea nuestra cultura política: como pasa con la fascinación por el «todo en uno» de esas navajas, acaso sean nuestras expectativas las que impulsan a que los presidentes sean polifuncionales y a que hagan demasiadas cosas.
El autor es abogado, profesor de la Universidad Nacional de La Pampa y edita el blog jurídico «Saber leyes no es saber derecho»
Los decretos de necesidad y urgencia (DNU) son sólo un desplegable más del amplio espectro de poderes explícitos e implícitos que vienen en la navaja suiza de las potestades presidenciales. «Elegimos reyes con el nombre de presidentes», decía Alberdi, y esa concentración de poder no es accidental sino una parte específica del diseño institucional. Es importante comprender este ADN ejecutivista para evitar saltar rápido a conclusiones apocalípticas, y también es importante entenderlo para esforzarse en contener los peligros que arrastra en su inercia y expansión.
Aunque se usan con mesura en períodos de convergencia de poderes (cuando hay coaliciones o mayorías oficialistas), no se tardará en ver que su relevancia es mayor en tiempos críticos: cuando hay fragmentación parlamentaria o cuando hay Ejecutivos deseosos de marcar la agenda en temas controversiales. Los expeditivos DNU son más utilizados en asuntos divisivos, que son los que más necesidad de consenso deberían requerir.
Toda vez que se discute un DNU se oirá la explicación de que hay una cláusula que los habilita en el artículo 99 inciso 3 de la Constitución. La afirmación, una media verdad, encuentra sus límites jurídicos en la media verdad omitida -esa habilitación es explícitamente excepcional según el plan trazado por aquella norma, que requiere que haya imposibilidad de llegar a la ley según los trámites normales-, y tiene sus límites políticos en el dato obvio de que su utilización extensiva e indiscriminada sería insostenible.
Una justificación menos ambiciosa puede validar este instrumento interpretándolo como una herramienta válida para esquivar una situación de bloqueo legislativo. Esta comprensión de los DNU como un sistema de «legítima defensa» de la gobernabilidad presidencial puede mutar fácilmente a una doctrina de «ataque preventivo». Un Ejecutivo puede sentir que le resulta más conveniente disparar primero el DNU y hacer las preguntas después.
Y, en particular, no estará tentado a consensuar nada si presupone que su tiro será provechoso. De ahí que los DNU se utilicen incluso cuando el trámite legislativo sea factible, optando por el performativo «decreto» para que el beneficio político de una medida le sea endosado al portador de la figura presidencial, sin compartir el crédito con la oposición en el Congreso (ejemplo de ello: la introducción de la elogiable AUH por esta vía).
Cruces de vereda
Claro es que la sensibilidad al explosivo varía según de qué lado de la mecha se encuentre uno, lo que da lugar a una esperable sucesión de patinazos y cruces de vereda cuando la tenencia de la navaja cambia de manos. En 2000, Cristina Kirchner presentó un proyecto que los limitaba en el parlamento. En 2006, su proyecto fue otro, el que dio lugar a la vigente ley 26.122: la postergada regulación legal de los DNU les dio como obsequio una doble vida al establecer que todo decreto se mantendrá en vigor hasta que sea rechazado en ambas cámaras (así, basta con controlar cualquiera de ellas para que un decreto no caiga).
Con fuertes críticas a ello, en 2010, la oposición en control de la Cámara Baja consiguió la media sanción para un proyecto de reforma limitativo, que además exigía la inmediata convocatoria a extraordinarias si un DNU se sancionaba en receso. El proyecto fue rechazado en el Senado el mismo año, y será difícil encontrar consistencia en los dichos y argumentos de sendos debates y bancadas cuando la cuestión -como sucede ahora- se discute luego de un cambio de roles. Puede suponerse que esa ley va a seguir vigente por mucho tiempo, ya que difícilmente un presidente resista la tentación de vetar una ley que lo acote en estas estratégicas facultades.
Se pueden comprender estas pulsiones, que operan favoreciendo las excursiones legislativas del decisionismo ejecutivo, pero no se puede negar que dejan sus pasivos intangibles. Los DNU traen torsiones y fricciones en la división de poderes (el Ejecutivo fue electo para administrar y no para dictar leyes), en la teoría del derecho (que en su forma canónica concibe el decreto como un producto de jerarquía inferior a la ley formal), en el ideal de seguridad jurídica (toda normativa queda a tiro de decreto), en la autoridad moral de los protagonistas (que, vimos, cambian su doctrina al respecto según la conveniencia) y -en una tensión que con frecuencia se soslaya- en el sistema federal (su autoría unipersonal deja en sombras relaciones de participación de las provincias en el Congreso más allá de las canaletas partidarias).
La cuestión se agrava porque los remedios para un mal DNU son imperfectos: muchos de sus efectos pueden tener la lógica del hecho consumado, y aun cuando luego sea rechazado por las cámaras, la ley 26.122 deja virtualmente blindados los derechos adquiridos durante su vigencia.
Como un artefacto legislativo ortopédico, un DNU funciona con insumos de bajo octanaje institucional: no hay instancia política ni civil de debate previo ni proceso deliberativo que pueda advertir y corregir errores o mejorar el producto. Por esa razón, es posible que, puesta bajo el microscopio del control de constitucionalidad, su presunción de legitimidad sea menos robusta que la de una ley, especialmente en el caso de los DNU no confirmados por el Congreso.
El enfoque pragmático persiste y en la práctica se impone frente la interpretación restrictiva más cercana a la letra de la Constitución (que ha sido también la que la Corte esbozó en su jurisprudencia). La tentación equivale a la de habituarse a utilizar un cuchillito precario que ha sido incluido en la navaja como un recurso para salir del paso y usarlo para la mesa diaria sólo porque se lo tiene más a mano. Como no fue pensada para eso, su manipulación arrojará con frecuencia resultados disfuncionales y erráticos.
Y esto nos devuelve al principio mismo de esta historia y al genoma presidencialista que moldea nuestra cultura política: como pasa con la fascinación por el «todo en uno» de esas navajas, acaso sean nuestras expectativas las que impulsan a que los presidentes sean polifuncionales y a que hagan demasiadas cosas.
El autor es abogado, profesor de la Universidad Nacional de La Pampa y edita el blog jurídico «Saber leyes no es saber derecho»