Por Marcelo Gioffre
28/10/11 – 11:10
Con la oposición desarticulada, el peronismo, encarnado en su versión kirchnerista, ganó las elecciones nacionales con guarismos que permiten inferir una desproporción inquietante en el sistema político: algo así como el PRI mexicano pero “con reelección”.
Sin embargo, un conspicuo dirigente oficialista me indicó que el peronismo contiene a la vez la continuidad y el cambio, algo así como la tesis y la antítesis conviviendo en una misma célula y generando, por ende, nuevas síntesis. Pero como el peronismo requiere de líderes, detrás de los cuales se encolumna el resto de los dirigentes, la competencia, la inscripción del cambio no se plantea simultáneamente con la continuidad, sino que está agazapada, latente, larvada, a la espera de la declinación del líder predominante.
Visto así, podríamos decir que la democracia clásica con dos partidos, uno de centroderecha y otro de centroizquierda, es un lujo, una superstición suntuosa de países desarrollados, mientras que la Argentina tiene ahora una democracia aparente (en la que el peronismo compite con sellos ociosos y, al mismo tiempo, una democracia secreta (las distintas capas de peronismo: el que está en el poder y el que está al acecho). Podría decirse que la democracia clásica tiene una puja entre contemporáneos mientras que la nueva democracia argentina tiene una competición entre líderes sucuenciales y sucesivamente monopolistas. La democracia clásica se inscribe en el espacio; ésta nueva, en el devenir.
El inconveniente está en que mientras la declinación del líder no opera el peronismo subterráneo, nonato, al acecho, permanece en una cautelosa expectativa, sin efectuar la más mínima crítica aun de lo que juzga inadmisible. E incluso elogiando lo que reputa inadmisible. Es verdad que ningún líder peronista puede hacer lo que quiere, ni siquiera Néstor Kirchner en su apogeo de 2007, de lo que da cuenta la crisis desatada por la Resolución 125 en 2008, frente a la cual muchos caudillos provinciales peronistas se plantaron y trazaron una frontera, pero es una excepción. El único límite del líder peronista sería, entonces, la muerte (física o política), frente a la cual lo subterráneo comienza a aflorar a la superficie y el dispositivo de desplazamiento se pone en acción.
Que esta anomalía de la democracia no preocupe mientras existe bienestar y aparente redistribución de la riqueza constituye la toma de un atajo: ningún crecimiento es sustentable en el tiempo si no existe un zócalo, un yacimiento político sobre el cual se apoye, con frenos y contrapesos, con poderes independientes del Estado, con respeto de las minorías y con una prensa tensa y libre. Sin instituciones se crece pero no se progresa, lo demuestra toda la historia: Pericles, cuyo populismo lo llevó a hacer el “Teatro para todos” y a echar mano de los fondos de la “Liga de Delos” para repartir entre los votantes y embellecer la ciudad, implantó un sistema populista bajo el cual florecieron los dirigentes improvisados, de lo que da cuanta el manejo desastroso de la situación durante la guerra del Peloponeso.
Así como la Argentina decimonónica tuvo su hora de gloria bajo aquella oligarquía roquista, que usaba como herramienta el fraude electoral, el peronismo, hijo putativo de aquel conservadurismo al que vino a reemplazar en 1943 (no por casualidad mediante un golpe de Estado) es la nueva oligarquía, que en lugar de usar el fraude emplea un método contractual: te doy bienes físicos o simbólicos y me das el voto o el apoyo. Este método es la gota de ácido que disuelve cualquier atisbo de oposición.
Pero esta nueva oligarquía peronista nos enfrenta al dilema de cuánto desdén por las instituciones resiste un sistema hasta que empieza a resquebrajarse. Más temprano que tarde suena la hora en que algún Alcibíades es compelido a replegarse imprudentemente en medio de la guerra, bajo acusaciones dudosas, empujándolo a desertar, dejando la flota sin conducción y precipitando a toda la sociedad en una frustración catastrófica. Procesar demandas insatisfechas es un mero matiz instrumental del populismo, el núcleo profundo es su dinámica fatal hacia la deriva y el caos en medio de un ambiente irresponsablemente festivo.
*Escritor y periodista.
28/10/11 – 11:10
Con la oposición desarticulada, el peronismo, encarnado en su versión kirchnerista, ganó las elecciones nacionales con guarismos que permiten inferir una desproporción inquietante en el sistema político: algo así como el PRI mexicano pero “con reelección”.
Sin embargo, un conspicuo dirigente oficialista me indicó que el peronismo contiene a la vez la continuidad y el cambio, algo así como la tesis y la antítesis conviviendo en una misma célula y generando, por ende, nuevas síntesis. Pero como el peronismo requiere de líderes, detrás de los cuales se encolumna el resto de los dirigentes, la competencia, la inscripción del cambio no se plantea simultáneamente con la continuidad, sino que está agazapada, latente, larvada, a la espera de la declinación del líder predominante.
Visto así, podríamos decir que la democracia clásica con dos partidos, uno de centroderecha y otro de centroizquierda, es un lujo, una superstición suntuosa de países desarrollados, mientras que la Argentina tiene ahora una democracia aparente (en la que el peronismo compite con sellos ociosos y, al mismo tiempo, una democracia secreta (las distintas capas de peronismo: el que está en el poder y el que está al acecho). Podría decirse que la democracia clásica tiene una puja entre contemporáneos mientras que la nueva democracia argentina tiene una competición entre líderes sucuenciales y sucesivamente monopolistas. La democracia clásica se inscribe en el espacio; ésta nueva, en el devenir.
El inconveniente está en que mientras la declinación del líder no opera el peronismo subterráneo, nonato, al acecho, permanece en una cautelosa expectativa, sin efectuar la más mínima crítica aun de lo que juzga inadmisible. E incluso elogiando lo que reputa inadmisible. Es verdad que ningún líder peronista puede hacer lo que quiere, ni siquiera Néstor Kirchner en su apogeo de 2007, de lo que da cuenta la crisis desatada por la Resolución 125 en 2008, frente a la cual muchos caudillos provinciales peronistas se plantaron y trazaron una frontera, pero es una excepción. El único límite del líder peronista sería, entonces, la muerte (física o política), frente a la cual lo subterráneo comienza a aflorar a la superficie y el dispositivo de desplazamiento se pone en acción.
Que esta anomalía de la democracia no preocupe mientras existe bienestar y aparente redistribución de la riqueza constituye la toma de un atajo: ningún crecimiento es sustentable en el tiempo si no existe un zócalo, un yacimiento político sobre el cual se apoye, con frenos y contrapesos, con poderes independientes del Estado, con respeto de las minorías y con una prensa tensa y libre. Sin instituciones se crece pero no se progresa, lo demuestra toda la historia: Pericles, cuyo populismo lo llevó a hacer el “Teatro para todos” y a echar mano de los fondos de la “Liga de Delos” para repartir entre los votantes y embellecer la ciudad, implantó un sistema populista bajo el cual florecieron los dirigentes improvisados, de lo que da cuanta el manejo desastroso de la situación durante la guerra del Peloponeso.
Así como la Argentina decimonónica tuvo su hora de gloria bajo aquella oligarquía roquista, que usaba como herramienta el fraude electoral, el peronismo, hijo putativo de aquel conservadurismo al que vino a reemplazar en 1943 (no por casualidad mediante un golpe de Estado) es la nueva oligarquía, que en lugar de usar el fraude emplea un método contractual: te doy bienes físicos o simbólicos y me das el voto o el apoyo. Este método es la gota de ácido que disuelve cualquier atisbo de oposición.
Pero esta nueva oligarquía peronista nos enfrenta al dilema de cuánto desdén por las instituciones resiste un sistema hasta que empieza a resquebrajarse. Más temprano que tarde suena la hora en que algún Alcibíades es compelido a replegarse imprudentemente en medio de la guerra, bajo acusaciones dudosas, empujándolo a desertar, dejando la flota sin conducción y precipitando a toda la sociedad en una frustración catastrófica. Procesar demandas insatisfechas es un mero matiz instrumental del populismo, el núcleo profundo es su dinámica fatal hacia la deriva y el caos en medio de un ambiente irresponsablemente festivo.
*Escritor y periodista.
mas que una «nueva oligarquia»hay una nueva clase media.