El Gobierno democrático trazó ayer una línea roja. Se ha abusado de la imagen, pero aún le queda color. Las líneas rojas se trazan a veces con sangre. Pero la ejemplar labor de la Policía española logró que se necesitara poca para trazarla. Su trabajo de ayer quedará en los anales del empleo de la fuerza del Estado de Derecho. Miles de ciudadanos irresponsables, miserablemente convocados por un Gobierno que había abandonado toda pretensión de legalidad; miles de personas a las que el Gobierno del Estado, o sea, la autoridad política de la ejemplar Policía, no supo advertir solemnemente en las vísperas del peligro que corrían al participar en un acto ilegal, trataron de hacerse ayer con el control de un territorio mediante la fechoría de un supuesto referéndum, supuestamente democrático.
Las miles de personas dispersas por toda Cataluña no actuaron pacíficamente. La paz es la ley, y esos miles ejercieron violencia moral activa y violencia física (casi siempre) pasiva contra el cumplimiento de las resoluciones judiciales que habían declarado ilegal la maniobra antidemocrática.
La acción de la Policía -una acción de fuerza y no de violencia- impidió cualquier conjetura de verosimilitud en torno al presunto referéndum e hizo algo infinitamente más importante: encarnar el poder y la razón democráticas. Lo hicieron, además, con ciencia y conciencia, limitando en una proporción asombrosa la sobrerreacción, a pesar de sus heridos por las agresiones, escasas pero ciertas, y de los insultos y las humillaciones continuadas.
La lista de los cientos de heridos proporcionada por el Gobierno desleal y asumida de inmediato, y sin mayor verificación, por nuestra prensa, incluye probablemente los arañazos. Y un sólo herido grave, por el impacto de una pelota de goma en un ojo. Esta actuación cabría compararla, ¡proporcionadamente! a las magnitudes diversas de los empeños, con la de las policías alemanas, británicas, americanas o francesas cuando se ponen a la tarea de despejar las calles.
Por si no hubiera bastado con los irresponsables, la Policía hubo de bregar también con los colegas desleales. Los llamados Mossos d’Esquadra desplegaron desde primera hora de la mañana una connvivencia desacomplejada, a veces puramente cínica, con el batallón de irresponsables.
No sólo eso: protegidos por la acción y el ojo mediático de la turba incluso se permitieron recriminar en algunos momentos a los policías nacionales que, a diferencia de ellos, trataban de restablecer el orden democrático.
Así pues, burlaron la ley, burlaron el compromiso adquirido y burlaron la confianza que cualquier ciudadano podía mantener en ellos. La Policía autonómica catalana se convirtió ayer en el cuerpo de seguridad privado del secesionismo y éste es, probablemente, el más grave problema que deja la jornada del primero de octubre encima de la mesa del Gobierno.
Mientras la Policía se abría paso peligrosamente entre la fragilidad existencial de las abuelas y los adolescentes -el músculo cerebral de la comunidad, ese que va de los 30 a los 61 años suele estar minoritariamente representado en la kermés nacionalista- los socialistas Pedro Sánchez y Miquel Iceta aprovechaban la situación con su habitual humanidad desmoralizadora pidiendo que la democracia, es decir, también la fuerza, dejara de aplicarse en las calles de Cataluña.
Los dos pertenecen, sin saberlo ni sobre todo alcanzarlo a saber, a una de las estirpes más malignas de la socialdemocracia: las almas bellas. Un alma bella es una conciencia que renuncia a la acción en cuanto le enloda, pero que a pesar de ello exige a la acción ¡de los otros! la resolución de sus problemas prácticos.
La genealogía del concepto pasa por Schiller, Kant, Goethe y, sobre todo, Hegel. Pero es Nietzsche el que acaba redondeando su utilidad política, según lo vio con agudeza Manuel Ruiz Zamora, en un artículo de hace unos años en el diario El País: «Nietzsche, siempre más malévolo, no dejaría de olfatear una inequívoca voluntad de poder, eso sí, reactiva, detrás de esa pretendida inocencia». La voluntad de poder, exactamente, que apestaba en los dos socialistas y que aún se olía, tan sumamente desgradable, a última hora de ayer en la declaración más o menos institucional del secretario socialista.
El Estado ha ganado el 1 de octubre. El reto concreto de la fecha solo requería de pericia y firmeza policial en las calles, porque era en las calles -y no en las urnas, como sostiene la mascarada- donde el nacionalismo había planteado su delirante pleito revolucionario. El Estado democrático mandó ayer un inequívoco mensaje a los dirigentes nacionalistas, pero también al conjunto irresponsable de la comunidad catalana: no podrán imponer sus planes por la fuerza y Cataluña no quedará, en consecuencia, al margen del Estado de derecho.
Nadie razonable, ni dentro ni fuera de España, puede reprochar nada sustancial al Gobierno en su actuación de ayer. Ni siquiera la apocalíptica deformación de la realidad que trae el nuevo paradigma informativo -un ojo inmenso, pero microscópico que deja el sentido a nivel de las bacterias- puede negar que la acción revolucionaria de unos miles ha llegado a su límite. Como siempre que a lo largo de la historia ha utilizado la violencia, el nacionalismo catalán ha perdido. Ahora volverá a la negociación. A la fuerza.
Las miles de personas dispersas por toda Cataluña no actuaron pacíficamente. La paz es la ley, y esos miles ejercieron violencia moral activa y violencia física (casi siempre) pasiva contra el cumplimiento de las resoluciones judiciales que habían declarado ilegal la maniobra antidemocrática.
La acción de la Policía -una acción de fuerza y no de violencia- impidió cualquier conjetura de verosimilitud en torno al presunto referéndum e hizo algo infinitamente más importante: encarnar el poder y la razón democráticas. Lo hicieron, además, con ciencia y conciencia, limitando en una proporción asombrosa la sobrerreacción, a pesar de sus heridos por las agresiones, escasas pero ciertas, y de los insultos y las humillaciones continuadas.
La lista de los cientos de heridos proporcionada por el Gobierno desleal y asumida de inmediato, y sin mayor verificación, por nuestra prensa, incluye probablemente los arañazos. Y un sólo herido grave, por el impacto de una pelota de goma en un ojo. Esta actuación cabría compararla, ¡proporcionadamente! a las magnitudes diversas de los empeños, con la de las policías alemanas, británicas, americanas o francesas cuando se ponen a la tarea de despejar las calles.
Por si no hubiera bastado con los irresponsables, la Policía hubo de bregar también con los colegas desleales. Los llamados Mossos d’Esquadra desplegaron desde primera hora de la mañana una connvivencia desacomplejada, a veces puramente cínica, con el batallón de irresponsables.
No sólo eso: protegidos por la acción y el ojo mediático de la turba incluso se permitieron recriminar en algunos momentos a los policías nacionales que, a diferencia de ellos, trataban de restablecer el orden democrático.
Así pues, burlaron la ley, burlaron el compromiso adquirido y burlaron la confianza que cualquier ciudadano podía mantener en ellos. La Policía autonómica catalana se convirtió ayer en el cuerpo de seguridad privado del secesionismo y éste es, probablemente, el más grave problema que deja la jornada del primero de octubre encima de la mesa del Gobierno.
Mientras la Policía se abría paso peligrosamente entre la fragilidad existencial de las abuelas y los adolescentes -el músculo cerebral de la comunidad, ese que va de los 30 a los 61 años suele estar minoritariamente representado en la kermés nacionalista- los socialistas Pedro Sánchez y Miquel Iceta aprovechaban la situación con su habitual humanidad desmoralizadora pidiendo que la democracia, es decir, también la fuerza, dejara de aplicarse en las calles de Cataluña.
Los dos pertenecen, sin saberlo ni sobre todo alcanzarlo a saber, a una de las estirpes más malignas de la socialdemocracia: las almas bellas. Un alma bella es una conciencia que renuncia a la acción en cuanto le enloda, pero que a pesar de ello exige a la acción ¡de los otros! la resolución de sus problemas prácticos.
La genealogía del concepto pasa por Schiller, Kant, Goethe y, sobre todo, Hegel. Pero es Nietzsche el que acaba redondeando su utilidad política, según lo vio con agudeza Manuel Ruiz Zamora, en un artículo de hace unos años en el diario El País: «Nietzsche, siempre más malévolo, no dejaría de olfatear una inequívoca voluntad de poder, eso sí, reactiva, detrás de esa pretendida inocencia». La voluntad de poder, exactamente, que apestaba en los dos socialistas y que aún se olía, tan sumamente desgradable, a última hora de ayer en la declaración más o menos institucional del secretario socialista.
El Estado ha ganado el 1 de octubre. El reto concreto de la fecha solo requería de pericia y firmeza policial en las calles, porque era en las calles -y no en las urnas, como sostiene la mascarada- donde el nacionalismo había planteado su delirante pleito revolucionario. El Estado democrático mandó ayer un inequívoco mensaje a los dirigentes nacionalistas, pero también al conjunto irresponsable de la comunidad catalana: no podrán imponer sus planes por la fuerza y Cataluña no quedará, en consecuencia, al margen del Estado de derecho.
Nadie razonable, ni dentro ni fuera de España, puede reprochar nada sustancial al Gobierno en su actuación de ayer. Ni siquiera la apocalíptica deformación de la realidad que trae el nuevo paradigma informativo -un ojo inmenso, pero microscópico que deja el sentido a nivel de las bacterias- puede negar que la acción revolucionaria de unos miles ha llegado a su límite. Como siempre que a lo largo de la historia ha utilizado la violencia, el nacionalismo catalán ha perdido. Ahora volverá a la negociación. A la fuerza.