Ciertas corrientes de opinión y una parte del sentido común suelen pensar a la violencia policial como producto de un impulso irracional o como efecto de una «cultura policial autónoma». Así, se instala el mito de que los policías son una isla fuera de la sociedad, una idea que refuerzan uniformados y civiles para diferenciarse mutuamente. Después de años de estudiar barrabravas, el antropólogo e investigador del CONICET José Garriga Zucal se metió en comisarías y patrulleros de la Policía Bonaerense y de la Federal, para entender cómo definen los mismos policías a la violencia y cómo legitiman sus abusos.
«En las hinchadas, podíamos analizar la violencia a través del ‘aguante’, un concepto nativo que ordena la disputa simbólica y el acceso a recursos. En el mundo de los policías no existe un concepto que rodee todas sus prácticas. Existen diferentes tipos de violencias. Algunas están vinculadas a la búsqueda de prestigio, como el uso de ‘correctivos’ para quienes faltan el respeto. Eso le permite al policía mostrar que no se deja pasar por encima, le da estatus. Pero luego encontramos formas de abuso de la fuerza que funcionan con lógicas cercanas al común de la sociedad. Por ejemplo, la violencia que se ejerce contra el que le pega a un viejo o a un violador. La legitimidad de esas acciones pasa por una cercanía entre el discurso policial y el discurso social», indica Garriga Zucal.
Uno de los ejemplos de esa articulación está vinculado al «olfato policial». Para quienes cuestionan las prácticas de los uniformados, ese recurso está vinculado a la aplicación de un estigma, a un modelo de sospecha que siempre cae sobre los mismos: jóvenes pobres de barrios periféricos. Del otro lado, según los policías, el olfato es una técnica que permite descubrir lo prohibido y actuar sobre la potencialidad del delito. Es, para ellos, un saber clave en una profesión «minada de riesgos»: los obliga a mantener la atención, la vigilancia, la mirada aguda. Es lo que distingue a un buen policía de uno malo.
«El olfato es prejuicio social más un plus de conocimiento específico. Y es selectivo: es un modelo de sospecha que permea sólo a un sector social. El policía patrulla, ve algo sospechoso y actúa diferente si la persona lleva traje o no. Ahí es muy pragmático. Pero, ¿eso es algo que hace la policía solamente? Ellos no configuran la idea social del delincuente, la ponen en práctica», resume Garriga Zucal.
Esta forma de pensar a la policía no es nueva. En los últimos años, investigadores de distintas disciplinas empezaron a estudiar a las fuerzas de seguridad desde otras perspectivas metodológicas. Dejaron atrás las preguntas más abstractas (qué es la policía, cuál es su lugar en el Estado) y se concentraron en las acciones concretas de los uniformados: qué hacen, cómo lo hacen y qué piensan sobre lo que hacen.
El historiador Diego Galeano relaciona este cambio con los procesos de reforma policial y la apertura de archivos. Pero también a la intención de pensar una política de seguridad democrática que contemple la enorme distancia que existe entre la letra de las leyes y las prácticas cotidianas.
«Estamos habituados a identificar el debate sobre la seguridad pública con la esfera normativa. Se discuten las leyes orgánicas de las policías, las leyes que regulan la administración del personal, de las fuerzas de seguridad, el código penal, los códigos procesales, los códigos contravencionales y de faltas. Las reformas policiales no siempre se iniciaron con una modificación normativa y no fueron pocas las veces que se produjeron significativas transformaciones sin tocar las reglas formales del juego», explican Galeano y el historiador Osvaldo Barreneche.
Pero también, como señala la antropóloga Mariana Sirimarco, compiladora de Estudiar la policía, esas indagaciones tienen el objetivo de desmitificar las investigaciones sobre la policía como ‘oscuros objetos de poder’. En tiempos de duros cuestionamientos a la institución, señala Sirimarco, generar conocimientos que busquen comprender sin justificar es una tarea científicamente relevante y políticamente necesaria.
LA RÉPLICA. En su estudio etnográfico, Garriga Zucal identificó otra manera de justificación de las prácticas abusivas, que se basa en la idea de que esos «excesos» son una respuesta a la violencia de la sociedad. Según el punto de vista de los uniformados, los episodios de violencia que los involucran son «hechos aislados» que remiten a sus condiciones sociales y laborales. La fuerza, explican, se usa sólo si la integridad física corre peligro o cuando hubo un quiebre en la relación de respeto que creen merecer.
«Un tema interesante en esta idea de réplica es que muchas veces no es en respuesta a una violencia física previa sino a una burla o a un insulto. Reaccionan violentamente porque sienten que su honor ha sido ultrajado, y eso tiene fundamento en un deseo de distinción. Se creen moralmente superiores. Creen que deben ser tratados con deferencia. A los que entran a la policía, les dicen ‘usted dejó de ser civil’. Pero, al mismo tiempo, en otras oportunidades, legitiman sus actos violentos diciendo: si la sociedad es violenta, ¿cómo no lo va a ser la policía?», indica Garriga Zucal.
Algo similar ocurre con el fenómeno de la corrupción. Garriga Zucal no indagó en ese tema durante su etnografía en las comisarías bonaerenses, pero sí encontró referencias del tipo: «Es un grupo que ensucia a toda la institución» y, al mismo tiempo, «lo de las putas y el juego es histórico». En esa línea, muchos policías justifican la corrupción como una ayuda al funcionamiento de la comisaría.
En un artículo titulado «Maldita policía, maldita política», que publicó Le Monde Diplomatique, el politólogo Marcelo Saín detalla las fuentes más rentables de recaudación ilegal de la Policía Federal (protección a mercados minoristas de drogas, de autopartes de coches y de servicios sexuales) y señala cómo esos recursos son utilizados para afrontar los gastos de funcionamiento de la propia institución y la mejora en los ingresos de numerosos jefes y oficiales.
«Durante 2009, la PFA destinó el 84,19% de su presupuesto de gastos a las remuneraciones del personal –40.626 integrantes, entre oficiales, suboficiales, administrativos, profesionales, técnicos, contratados y personal de inteligencia–, tan sólo el 11,99% a otros gastos de consumo y el 2,53% a inversión. ¿Cómo hace para financiar su funcionamiento una institución pública que cuenta con más de cuarenta mil integrantes, unas 750 dependencias con equipamiento y apoyo administrativo y logístico, y que destina casi el 85% de su presupuesto al pago de remuneraciones? Sólo de una manera: con ‘fondos extrapresupuestarios’. Y, con ello, se exime a los gobernantes de tener que idear la forma de financiar ‘en blanco’ un organismo caro y, más caro aun, si se lo prefiere con un alto grado de modernización infraestructural y operativa, y con un elevado nivel de profesionalización de sus efectivos», indica el artículo.
CONTROL POLÍTICO. Según relata Garriga Zucal, ante la pregunta «¿Qué es violento?», los policías responden cosas como: «Lo que cobro», «La situación en la que trabajo», «El chaleco vencido». Permeados por un discurso en el que la inseguridad aumenta cada día, los policías asumen que su trabajo es de un riesgo permanente. Ahí se juntan dos paradojas: «La representación del trabajo policial es un hombre que caza delincuentes. Pero la mayor parte hace otras tareas administrativas, da vueltas por las calles. Pero además, suelen estar más en riesgo en sus horas adicionales truchas. A veces, en la comisaria, sólo tipean, y en el supermercado chino los ponen cada dos días», indica.
La dicotomía entre «calle» y «administración» genera varios problemas y pone de manifiesto una de las principales divisiones de una institución más heterogénea de lo que se supone. Los que hacen el trabajo representativo de lo policial son los suboficiales. Ellos son los que conocen el delito y, por eso, se permiten criticar a sus autoridades que desconocen el trabajo en la «calle». Hay, en términos de Garriga Zucal, «una especie de venganza de clase».
Esa misma crítica de desconocimiento de la calle es, paradójicamente, la que hacen los comisarios al poder político cuando intentan administrar a la policía. Según relata la antropóloga Sabina Frederic, los intentos por reformar las estructuras policiales, como la que encaró el ex ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, León Arslanian, suelen ser caracterizados como «intervenciones», como una «imposición» de saberes externos al saber hacer de los policías.
«En la provincia de Buenos Aires, la policía está manejada por la policía, y cuando Arslanian intentó hacer una reforma, se reveló continuamente. Me parece que la Federal entendió mejor el control político. Hubo una sensación de intromisión por la presencia del Ministerio de Seguridad y de otras fuerzas como Gendarmería y Prefectura, pero también se vivió como una oportunidad para mejorar su imagen y dejar de ‘hacer mal las cosas'», indica el antropólogo.
SOLUCIONES. La experiencia del Ministerio de Seguridad genera opiniones diversas. Marcelo Saín es una de las voces más críticas a la hora de interpretar las políticas implementadas. En el artículo citado, menciona que existe desde los ’80 un pacto de reciprocidad entre el poder político y la Federal, que le permite a la segunda una autonomía institucional a cambio de un grado de eficiencia en el control formal del delito. Garriga Zucal prefiere no esbozar conclusiones apresuradas. Aun así, arriesga tres ejes para diseñar políticas públicas que eviten la violencia policial: «Ganar más mejora todo el hacer policial, pero más allá de eso, hay que construir policías más profesionales. Hay que dar herramientas para que no se sientan agraviados y para eso es necesario el trabajo en la formación policial continua. Porque muchas veces se mejora la formación inicial pero después pasan años sin tirar un tiro. Y, en tercer lugar, hay que apostar al uso regresivo y racional de la fuerza, y a los controles, internos y externos. Hay muchos policías que critican a otros por cometer abusos. Les parece que contribuyen a la idea negativa de la policía y que boicotea los intentos de muchos de profesionalizar a las fuerzas.» «
lo «anti-yuta» y la fascinación con la policía
«La cultura anti-yuta tiene una fascinación con la policía. Trabajé un tiempo en Fuerte Apache y los pibes decían ‘voy a ser chorro o policía’. Esa admiración a la policía es más frecuente en los sectores populares porque las fuerzas de seguridad pueden representar un ingreso y un trabajo bastante estable. El otro día, por ejemplo, hablaba con un policía que me decía: ‘entré a la policía para no perderme’. Pero del mismo modo, el discurso anti-sectores populares de los policías también tiene matices: ellos aclaran todo el tiempo, pero en ese barrio me tratan bien, son todos trabajadores», indica con cierta provocación, Garriga Zucal.
Su forma de entender la violencia como una relación entre dos partes lo llevó a descubrir que existe cierta naturalización de los abusos policiales entre quienes cometen delitos. Si un ladrón es detenido y al reducirlo, lo golpean, señala Zucal, puede que no lo entienda como un abuso, que le resulte legítima la reacción de la policía, porque lo piensan como un juego en el que unos ganan y otros pierden. «Los pibes cuando caen presos dicen ‘perdí’. El tema es que si un policía le pega a un ladrón una piña después de la reducción, ahí falta una idea de profesionalismo. ¿Cuál es el sentido de hacer eso? Si ya hizo bien su trabajo», cuestiona.
el fin de las certezas
Los trabajos de José Garriga Zucal tienen el objetivo de desnaturalizar algunas concepciones básicas sobre la violencia: que es irracional, anormal, que sucede por desviaciones patológicas de quienes la ejercen. Su interés radica es desandar el lugar común que asocia la violencia con la pobreza, como si existiera entre ambas una relación natural. “La violencia es un recurso que se distribuye desigualmente. Para las clases medias y altas, es un recurso entre muchos; para los sectores populares es uno entre pocos. Hay una conexión y esa conexión está dada por el fin de las certidumbres sociales y la desestructuración del trabajo»,
detrás del comisario «bien poronga»
Aunque en los últimos años creció el número de mujeres uniformadas, el modelo del «verdadero policía» sigue vinculado al coraje, la virilidad, la valentía y la fuerza, todos componentes asociados a lo masculino. Tal vez por eso es usual encontrar en las comisarías referencias al buen agente como un «poronga», alguien que tiene «huevos». Esa idea no es sólo de los uniformados. Los relatos etnográficos muestran que si llega una policía mujer a la escena de un delito es común que la gente llame a la comisaría a pedir un refuerzo. Por el contrario, si se trata de una situación de violencia intrafamiliar y llega un patrullero mixto, la que tiene que trabajar, en general, es la mujer. «Ellos sienten que eso no es trabajo policial, no entra dentro de la lógica de su labor. El trabajo policial es cazar un tipo de delincuente, el ladrón. No piensan que es necesario prevenir el robo de cuello blanco o la violencia de género. El trabajo policial invisibiliza otras formas de delito. Es lo mismo que piensa la mayoría de la gente, la imagen social del delito es el pibe que te pone el fierro en la esquina», señala Garriga Zucal.
Sindicalismo
«Muchos policías piensan que la sindicalización sería un paso positivo para eliminar las arbitrariedades de las jerarquías y mejorar sus condiciones de trabajo. Tienen la idea de que no están bien remunerados y en eso se parecen bastante a los otros trabajadores del Estado.»
Dictadura
«Quieren desligarse de las imágenes represivas de la dictadura, no la reivindican. Sí mencionan que están limitados en sus formas de acción, que los derechos humanos son para los delincuentes y que cuando hacen las cosas bien, la justicia los libera.»
La escritura
«Dentro de los saberes policiales, hay uno específico que es saber escribir. Y en ese saber escribir hay un ítem que es saber hacer legal lo ilegal. Si ves alguien que te parece sospechoso y actuás, eso no aparece en el acta. Es una práctica que está mucho más difundida entre oficiales que entre suboficiales.»
«En las hinchadas, podíamos analizar la violencia a través del ‘aguante’, un concepto nativo que ordena la disputa simbólica y el acceso a recursos. En el mundo de los policías no existe un concepto que rodee todas sus prácticas. Existen diferentes tipos de violencias. Algunas están vinculadas a la búsqueda de prestigio, como el uso de ‘correctivos’ para quienes faltan el respeto. Eso le permite al policía mostrar que no se deja pasar por encima, le da estatus. Pero luego encontramos formas de abuso de la fuerza que funcionan con lógicas cercanas al común de la sociedad. Por ejemplo, la violencia que se ejerce contra el que le pega a un viejo o a un violador. La legitimidad de esas acciones pasa por una cercanía entre el discurso policial y el discurso social», indica Garriga Zucal.
Uno de los ejemplos de esa articulación está vinculado al «olfato policial». Para quienes cuestionan las prácticas de los uniformados, ese recurso está vinculado a la aplicación de un estigma, a un modelo de sospecha que siempre cae sobre los mismos: jóvenes pobres de barrios periféricos. Del otro lado, según los policías, el olfato es una técnica que permite descubrir lo prohibido y actuar sobre la potencialidad del delito. Es, para ellos, un saber clave en una profesión «minada de riesgos»: los obliga a mantener la atención, la vigilancia, la mirada aguda. Es lo que distingue a un buen policía de uno malo.
«El olfato es prejuicio social más un plus de conocimiento específico. Y es selectivo: es un modelo de sospecha que permea sólo a un sector social. El policía patrulla, ve algo sospechoso y actúa diferente si la persona lleva traje o no. Ahí es muy pragmático. Pero, ¿eso es algo que hace la policía solamente? Ellos no configuran la idea social del delincuente, la ponen en práctica», resume Garriga Zucal.
Esta forma de pensar a la policía no es nueva. En los últimos años, investigadores de distintas disciplinas empezaron a estudiar a las fuerzas de seguridad desde otras perspectivas metodológicas. Dejaron atrás las preguntas más abstractas (qué es la policía, cuál es su lugar en el Estado) y se concentraron en las acciones concretas de los uniformados: qué hacen, cómo lo hacen y qué piensan sobre lo que hacen.
El historiador Diego Galeano relaciona este cambio con los procesos de reforma policial y la apertura de archivos. Pero también a la intención de pensar una política de seguridad democrática que contemple la enorme distancia que existe entre la letra de las leyes y las prácticas cotidianas.
«Estamos habituados a identificar el debate sobre la seguridad pública con la esfera normativa. Se discuten las leyes orgánicas de las policías, las leyes que regulan la administración del personal, de las fuerzas de seguridad, el código penal, los códigos procesales, los códigos contravencionales y de faltas. Las reformas policiales no siempre se iniciaron con una modificación normativa y no fueron pocas las veces que se produjeron significativas transformaciones sin tocar las reglas formales del juego», explican Galeano y el historiador Osvaldo Barreneche.
Pero también, como señala la antropóloga Mariana Sirimarco, compiladora de Estudiar la policía, esas indagaciones tienen el objetivo de desmitificar las investigaciones sobre la policía como ‘oscuros objetos de poder’. En tiempos de duros cuestionamientos a la institución, señala Sirimarco, generar conocimientos que busquen comprender sin justificar es una tarea científicamente relevante y políticamente necesaria.
LA RÉPLICA. En su estudio etnográfico, Garriga Zucal identificó otra manera de justificación de las prácticas abusivas, que se basa en la idea de que esos «excesos» son una respuesta a la violencia de la sociedad. Según el punto de vista de los uniformados, los episodios de violencia que los involucran son «hechos aislados» que remiten a sus condiciones sociales y laborales. La fuerza, explican, se usa sólo si la integridad física corre peligro o cuando hubo un quiebre en la relación de respeto que creen merecer.
«Un tema interesante en esta idea de réplica es que muchas veces no es en respuesta a una violencia física previa sino a una burla o a un insulto. Reaccionan violentamente porque sienten que su honor ha sido ultrajado, y eso tiene fundamento en un deseo de distinción. Se creen moralmente superiores. Creen que deben ser tratados con deferencia. A los que entran a la policía, les dicen ‘usted dejó de ser civil’. Pero, al mismo tiempo, en otras oportunidades, legitiman sus actos violentos diciendo: si la sociedad es violenta, ¿cómo no lo va a ser la policía?», indica Garriga Zucal.
Algo similar ocurre con el fenómeno de la corrupción. Garriga Zucal no indagó en ese tema durante su etnografía en las comisarías bonaerenses, pero sí encontró referencias del tipo: «Es un grupo que ensucia a toda la institución» y, al mismo tiempo, «lo de las putas y el juego es histórico». En esa línea, muchos policías justifican la corrupción como una ayuda al funcionamiento de la comisaría.
En un artículo titulado «Maldita policía, maldita política», que publicó Le Monde Diplomatique, el politólogo Marcelo Saín detalla las fuentes más rentables de recaudación ilegal de la Policía Federal (protección a mercados minoristas de drogas, de autopartes de coches y de servicios sexuales) y señala cómo esos recursos son utilizados para afrontar los gastos de funcionamiento de la propia institución y la mejora en los ingresos de numerosos jefes y oficiales.
«Durante 2009, la PFA destinó el 84,19% de su presupuesto de gastos a las remuneraciones del personal –40.626 integrantes, entre oficiales, suboficiales, administrativos, profesionales, técnicos, contratados y personal de inteligencia–, tan sólo el 11,99% a otros gastos de consumo y el 2,53% a inversión. ¿Cómo hace para financiar su funcionamiento una institución pública que cuenta con más de cuarenta mil integrantes, unas 750 dependencias con equipamiento y apoyo administrativo y logístico, y que destina casi el 85% de su presupuesto al pago de remuneraciones? Sólo de una manera: con ‘fondos extrapresupuestarios’. Y, con ello, se exime a los gobernantes de tener que idear la forma de financiar ‘en blanco’ un organismo caro y, más caro aun, si se lo prefiere con un alto grado de modernización infraestructural y operativa, y con un elevado nivel de profesionalización de sus efectivos», indica el artículo.
CONTROL POLÍTICO. Según relata Garriga Zucal, ante la pregunta «¿Qué es violento?», los policías responden cosas como: «Lo que cobro», «La situación en la que trabajo», «El chaleco vencido». Permeados por un discurso en el que la inseguridad aumenta cada día, los policías asumen que su trabajo es de un riesgo permanente. Ahí se juntan dos paradojas: «La representación del trabajo policial es un hombre que caza delincuentes. Pero la mayor parte hace otras tareas administrativas, da vueltas por las calles. Pero además, suelen estar más en riesgo en sus horas adicionales truchas. A veces, en la comisaria, sólo tipean, y en el supermercado chino los ponen cada dos días», indica.
La dicotomía entre «calle» y «administración» genera varios problemas y pone de manifiesto una de las principales divisiones de una institución más heterogénea de lo que se supone. Los que hacen el trabajo representativo de lo policial son los suboficiales. Ellos son los que conocen el delito y, por eso, se permiten criticar a sus autoridades que desconocen el trabajo en la «calle». Hay, en términos de Garriga Zucal, «una especie de venganza de clase».
Esa misma crítica de desconocimiento de la calle es, paradójicamente, la que hacen los comisarios al poder político cuando intentan administrar a la policía. Según relata la antropóloga Sabina Frederic, los intentos por reformar las estructuras policiales, como la que encaró el ex ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, León Arslanian, suelen ser caracterizados como «intervenciones», como una «imposición» de saberes externos al saber hacer de los policías.
«En la provincia de Buenos Aires, la policía está manejada por la policía, y cuando Arslanian intentó hacer una reforma, se reveló continuamente. Me parece que la Federal entendió mejor el control político. Hubo una sensación de intromisión por la presencia del Ministerio de Seguridad y de otras fuerzas como Gendarmería y Prefectura, pero también se vivió como una oportunidad para mejorar su imagen y dejar de ‘hacer mal las cosas'», indica el antropólogo.
SOLUCIONES. La experiencia del Ministerio de Seguridad genera opiniones diversas. Marcelo Saín es una de las voces más críticas a la hora de interpretar las políticas implementadas. En el artículo citado, menciona que existe desde los ’80 un pacto de reciprocidad entre el poder político y la Federal, que le permite a la segunda una autonomía institucional a cambio de un grado de eficiencia en el control formal del delito. Garriga Zucal prefiere no esbozar conclusiones apresuradas. Aun así, arriesga tres ejes para diseñar políticas públicas que eviten la violencia policial: «Ganar más mejora todo el hacer policial, pero más allá de eso, hay que construir policías más profesionales. Hay que dar herramientas para que no se sientan agraviados y para eso es necesario el trabajo en la formación policial continua. Porque muchas veces se mejora la formación inicial pero después pasan años sin tirar un tiro. Y, en tercer lugar, hay que apostar al uso regresivo y racional de la fuerza, y a los controles, internos y externos. Hay muchos policías que critican a otros por cometer abusos. Les parece que contribuyen a la idea negativa de la policía y que boicotea los intentos de muchos de profesionalizar a las fuerzas.» «
lo «anti-yuta» y la fascinación con la policía
«La cultura anti-yuta tiene una fascinación con la policía. Trabajé un tiempo en Fuerte Apache y los pibes decían ‘voy a ser chorro o policía’. Esa admiración a la policía es más frecuente en los sectores populares porque las fuerzas de seguridad pueden representar un ingreso y un trabajo bastante estable. El otro día, por ejemplo, hablaba con un policía que me decía: ‘entré a la policía para no perderme’. Pero del mismo modo, el discurso anti-sectores populares de los policías también tiene matices: ellos aclaran todo el tiempo, pero en ese barrio me tratan bien, son todos trabajadores», indica con cierta provocación, Garriga Zucal.
Su forma de entender la violencia como una relación entre dos partes lo llevó a descubrir que existe cierta naturalización de los abusos policiales entre quienes cometen delitos. Si un ladrón es detenido y al reducirlo, lo golpean, señala Zucal, puede que no lo entienda como un abuso, que le resulte legítima la reacción de la policía, porque lo piensan como un juego en el que unos ganan y otros pierden. «Los pibes cuando caen presos dicen ‘perdí’. El tema es que si un policía le pega a un ladrón una piña después de la reducción, ahí falta una idea de profesionalismo. ¿Cuál es el sentido de hacer eso? Si ya hizo bien su trabajo», cuestiona.
el fin de las certezas
Los trabajos de José Garriga Zucal tienen el objetivo de desnaturalizar algunas concepciones básicas sobre la violencia: que es irracional, anormal, que sucede por desviaciones patológicas de quienes la ejercen. Su interés radica es desandar el lugar común que asocia la violencia con la pobreza, como si existiera entre ambas una relación natural. “La violencia es un recurso que se distribuye desigualmente. Para las clases medias y altas, es un recurso entre muchos; para los sectores populares es uno entre pocos. Hay una conexión y esa conexión está dada por el fin de las certidumbres sociales y la desestructuración del trabajo»,
detrás del comisario «bien poronga»
Aunque en los últimos años creció el número de mujeres uniformadas, el modelo del «verdadero policía» sigue vinculado al coraje, la virilidad, la valentía y la fuerza, todos componentes asociados a lo masculino. Tal vez por eso es usual encontrar en las comisarías referencias al buen agente como un «poronga», alguien que tiene «huevos». Esa idea no es sólo de los uniformados. Los relatos etnográficos muestran que si llega una policía mujer a la escena de un delito es común que la gente llame a la comisaría a pedir un refuerzo. Por el contrario, si se trata de una situación de violencia intrafamiliar y llega un patrullero mixto, la que tiene que trabajar, en general, es la mujer. «Ellos sienten que eso no es trabajo policial, no entra dentro de la lógica de su labor. El trabajo policial es cazar un tipo de delincuente, el ladrón. No piensan que es necesario prevenir el robo de cuello blanco o la violencia de género. El trabajo policial invisibiliza otras formas de delito. Es lo mismo que piensa la mayoría de la gente, la imagen social del delito es el pibe que te pone el fierro en la esquina», señala Garriga Zucal.
Sindicalismo
«Muchos policías piensan que la sindicalización sería un paso positivo para eliminar las arbitrariedades de las jerarquías y mejorar sus condiciones de trabajo. Tienen la idea de que no están bien remunerados y en eso se parecen bastante a los otros trabajadores del Estado.»
Dictadura
«Quieren desligarse de las imágenes represivas de la dictadura, no la reivindican. Sí mencionan que están limitados en sus formas de acción, que los derechos humanos son para los delincuentes y que cuando hacen las cosas bien, la justicia los libera.»
La escritura
«Dentro de los saberes policiales, hay uno específico que es saber escribir. Y en ese saber escribir hay un ítem que es saber hacer legal lo ilegal. Si ves alguien que te parece sospechoso y actuás, eso no aparece en el acta. Es una práctica que está mucho más difundida entre oficiales que entre suboficiales.»