Ricardo Forster
La política: entre el accidente y la tragedia
La contratapa de Ricardo Forster
28 – 02 – 2012
Los tiempos de la política, se sabe, no responden a las leyes de la causalidad física ni se despliegan de acuerdo con un ordenamiento lógico y previsible. No se trata, cuando de la política y de la sociedad se habla, de fenómenos de la naturaleza ni de construcciones teóricas que intentan capturar la complejidad de la vida en una regulación estadística. La previsibilidad se entrama con el azar, la planificación con lo inesperado, la calculabilidad con lo enigmático, las conductas sociales diseñadas de acuerdo con el sociologismo de encuesta se encuentran con la variabilidad imprevista de los humores sociales, la ingeniería de los expertos suele chocarse con la resistencia, inesperada, de los “materiales” a los que tiene que amoldar siguiendo un plan trazado de antemano. La política convive y negocia con la ambigüedad y la contradicción, con lo posible y con los deseos imaginarios de los millones de individuos que habitan en el interior de una sociedad, con la multiplicidad y la diversidad de lo social y con el intento de ordenar esa polifonía de voces, intereses, experiencias y perspectivas bajo el manto protector de un proyecto compartido que, sin embargo, guarda en su interior la trama, a veces visible y otras invisible, de conflictos no resueltos provenientes de otros estratos de la vida colectiva o que acechan en un horizonte no tan lejano. Nada más ingenuo que imaginar que la “paz eterna” se corresponde a las prácticas sociales. Toda quimera de una “comunidad organizada” se choca, tarde o temprano, con lo fallido de cualquier sueño de totalidad. El lenguaje político nace del conflicto y la desigualdad, es expresión de lo no resuelto y se desvanece cuando lo que supuestamente prolifera es la unidad indivisible o la pastoral de vidas pasteurizadas por la ficción del consenso absoluto.
La política es el arte de lidiar con este caleidoscopio en el que las imágenes de la economía, de las clases sociales, de la historia, de los litigios, de las desigualdades, de las injusticias, de las estructuras silenciosas que vienen de ayer, de las innovaciones tecnológicas que modifican la vida, de la proliferación identitaria que no acepta ser reducida a una unidad, de los múltiples lenguajes socioculturales, de una globalización convertida en una entidad mágica que une lo distante y compromete el destino de un país de acuerdo con lo que pueda estar sucediendo a miles y miles de kilómetros de distancia, se entrelazan para ofrecernos el cuadro de una realidad que tiene poco de sencilla. La ficción es suponer que la política puede actuar haciendo abstracción de todas estas variables, como si su potencia o su razón de ser estuvieran en su capacidad de imponer, sobre esa misma realidad compleja, laberíntica y cambiante, la homogeneidad planificada.
La política se enfrenta, lo acepte o no, a los límites de cualquier mecanismo de abstracción o de simplificación que suele responderle a sus cultores con el rostro, en general horroroso, de lo no previsto. Saber lidiar con esa alquimia de necesariedad y fortuna, diría el viejo Maquiavelo, es el secreto de la política y del político que reconoce que nada es transparente ni unidireccional en el infinito universo de los asuntos humanos. A veces, mientras todo parece calmo, la llegada de la fatalidad vuelve frágiles las antiguas fortalezas. A veces aquello que llamamos “fatalidad” no es otra cosa que negación o imprevisibilidad. Hay una distancia, a veces ínfima y otras mayúscula, entre el “accidente”, asociado a la “fatalidad”, y la tragedia ligada a la profecía autocumplida. El espanto del miércoles en la estación de Once se vincula más a la segunda que a lo primero aunque el diablo siempre meta la cola. Pero para que lo pueda hacer es necesario que se le faciliten las cosas. El horror de lo imprevisto desnuda el límite de una política o de su carencia y exige, al político audaz y comprometido, actuar con prestancia, con determinación y con inteligencia haciéndose cargo de las causas de esa “tragedia” que no debía haber ocurrido pero ocurrió. Ante las dificultades se templa la potencia de una política o expresa sus propias fronteras irrebasables. La tragedia de Once se ha convertido en un enorme desafío para quienes han venido transformando al país de acuerdo con una política de reparación y de reconstrucción de derechos y equidades que no pueden quedar encerradas entre los hierros retorcidos de un tren desmadrado que se devoró la vida de decenas de trabajadores.
Frente a ese entramado multifacético con el que se muestra una sociedad y al que tiene que responder cualquier concepción o ideología política con aspiraciones de gobernar, se levanta el discurso de la simplificación, la gramática de lo blanco y negro, el reflejo inmediato de reducir esa diversidad a una explicación reduccionista que suele operar con los recursos de los lenguajes comunicacionales más dispuestos a bloquear las preguntas inquietantes y deudoras de la complejidad de lo real que a procesar con instrumentos idóneos esa misma constitución ambigua y contradictoria de la sociedad. La máquina de simplificar es correlativa al empobrecimiento de los sujetos a los que interpela esa máquina y, la mayoría de las veces, se corresponde también con lo paupérrimo del lenguaje político. Los medios de comunicación, al igual que la industria de la cultura y que la sociedad del espectáculo son el resultado, y no lo previo, de las profundas mutaciones que se han venido produciendo en la vida contemporánea y en el interior del capitalismo tardío. Pedir que esas corporaciones mediáticas actúen de acuerdo con la complejidad sutil de la realidad es pedirle peras al olmo, es ir contra su naturaleza que, eso resulta evidente, prefiere moverse en torno de una transparencia artificial y virtual que ante la opacidad y la polisemia de la vida social. Nada resulta más sencillo, para la retórica massmediática, que producir una empatía entre el acontecimiento, reducido a su mínima expresión, y la necesidad de la misma sociedad de “capturar” de modo sencillo y claro lo que de ninguna manera lo es. Efecto y simplificación son insumos mediáticos que se corresponden con “la esencia” de un dispositivo que tiende, de una manera inercial, al reduccionismo antes, incluso, que a dar cuenta de la respectiva orientación ideológica del medio del que se trate. Hay algo anterior a la estrategia política. El amarillismo, la impudicia del todo vale, el morbo generalizado instituyen, anticipadamente, lo que luego será propio de la manipulación.
Dicho esto, queda también claro que “Once” es la contraseña belicosa de la oposición corporativo–mediática. Como buitres que están al acecho se lanzan sobre el sufrimiento para intentar, una vez más y con total impudicia, horadar al gobierno transformándolo, así lo desean, en el responsable de tantas muertes. Eligen, una vez más, la estrategia de la simplificación unida a la repetición machacadora y al golpe bajo de imágenes terribles y de altísimo impacto social. El gobierno lo sabe, siempre lo supo, cualquier debilidad, cualquier error, cualquier impericia, cualquier fisura por la que se cuele la corrupción se convierten inmediatamente en insumos para la destitución. Por eso esta obligado, una vez más, a tomar el toro por los cuernos y responderle al cinismo de esa oposición (la misma que festejó las privatizaciones y las estrategias neoliberales de los 90 y que alimentó el discurso antiestatal y antiferroviario y que hoy, mutatis mutandi, se desgarra las vestiduras ante el brutal desmantelamiento de la red ferroviaria exigido por el FMI y el Banco Mundial pero previamente trazado desde Frondizi en adelante y asociado a la lógica privatizadora que se profundizó desde el 76), reformulando, bajo la potencia emancipatoria del lenguaje político, un plan ferroviario nacional que le devuelva a los argentinos un servicio social indispensable a la hora de hacer mejor la vida de los que menos tienen. Si esto fuera así, el horror de la estación de Once encontraría, al menos y sin que se pueda redimir a los muertos, una impostergable reparación.
Ricardo Forster
La política: entre el accidente y la tragedia
La contratapa de Ricardo Forster
28 – 02 – 2012
Los tiempos de la política, se sabe, no responden a las leyes de la causalidad física ni se despliegan de acuerdo con un ordenamiento lógico y previsible. No se trata, cuando de la política y de la sociedad se habla, de fenómenos de la naturaleza ni de construcciones teóricas que intentan capturar la complejidad de la vida en una regulación estadística. La previsibilidad se entrama con el azar, la planificación con lo inesperado, la calculabilidad con lo enigmático, las conductas sociales diseñadas de acuerdo con el sociologismo de encuesta se encuentran con la variabilidad imprevista de los humores sociales, la ingeniería de los expertos suele chocarse con la resistencia, inesperada, de los “materiales” a los que tiene que amoldar siguiendo un plan trazado de antemano. La política convive y negocia con la ambigüedad y la contradicción, con lo posible y con los deseos imaginarios de los millones de individuos que habitan en el interior de una sociedad, con la multiplicidad y la diversidad de lo social y con el intento de ordenar esa polifonía de voces, intereses, experiencias y perspectivas bajo el manto protector de un proyecto compartido que, sin embargo, guarda en su interior la trama, a veces visible y otras invisible, de conflictos no resueltos provenientes de otros estratos de la vida colectiva o que acechan en un horizonte no tan lejano. Nada más ingenuo que imaginar que la “paz eterna” se corresponde a las prácticas sociales. Toda quimera de una “comunidad organizada” se choca, tarde o temprano, con lo fallido de cualquier sueño de totalidad. El lenguaje político nace del conflicto y la desigualdad, es expresión de lo no resuelto y se desvanece cuando lo que supuestamente prolifera es la unidad indivisible o la pastoral de vidas pasteurizadas por la ficción del consenso absoluto.
La política es el arte de lidiar con este caleidoscopio en el que las imágenes de la economía, de las clases sociales, de la historia, de los litigios, de las desigualdades, de las injusticias, de las estructuras silenciosas que vienen de ayer, de las innovaciones tecnológicas que modifican la vida, de la proliferación identitaria que no acepta ser reducida a una unidad, de los múltiples lenguajes socioculturales, de una globalización convertida en una entidad mágica que une lo distante y compromete el destino de un país de acuerdo con lo que pueda estar sucediendo a miles y miles de kilómetros de distancia, se entrelazan para ofrecernos el cuadro de una realidad que tiene poco de sencilla. La ficción es suponer que la política puede actuar haciendo abstracción de todas estas variables, como si su potencia o su razón de ser estuvieran en su capacidad de imponer, sobre esa misma realidad compleja, laberíntica y cambiante, la homogeneidad planificada.
La política se enfrenta, lo acepte o no, a los límites de cualquier mecanismo de abstracción o de simplificación que suele responderle a sus cultores con el rostro, en general horroroso, de lo no previsto. Saber lidiar con esa alquimia de necesariedad y fortuna, diría el viejo Maquiavelo, es el secreto de la política y del político que reconoce que nada es transparente ni unidireccional en el infinito universo de los asuntos humanos. A veces, mientras todo parece calmo, la llegada de la fatalidad vuelve frágiles las antiguas fortalezas. A veces aquello que llamamos “fatalidad” no es otra cosa que negación o imprevisibilidad. Hay una distancia, a veces ínfima y otras mayúscula, entre el “accidente”, asociado a la “fatalidad”, y la tragedia ligada a la profecía autocumplida. El espanto del miércoles en la estación de Once se vincula más a la segunda que a lo primero aunque el diablo siempre meta la cola. Pero para que lo pueda hacer es necesario que se le faciliten las cosas. El horror de lo imprevisto desnuda el límite de una política o de su carencia y exige, al político audaz y comprometido, actuar con prestancia, con determinación y con inteligencia haciéndose cargo de las causas de esa “tragedia” que no debía haber ocurrido pero ocurrió. Ante las dificultades se templa la potencia de una política o expresa sus propias fronteras irrebasables. La tragedia de Once se ha convertido en un enorme desafío para quienes han venido transformando al país de acuerdo con una política de reparación y de reconstrucción de derechos y equidades que no pueden quedar encerradas entre los hierros retorcidos de un tren desmadrado que se devoró la vida de decenas de trabajadores.
Frente a ese entramado multifacético con el que se muestra una sociedad y al que tiene que responder cualquier concepción o ideología política con aspiraciones de gobernar, se levanta el discurso de la simplificación, la gramática de lo blanco y negro, el reflejo inmediato de reducir esa diversidad a una explicación reduccionista que suele operar con los recursos de los lenguajes comunicacionales más dispuestos a bloquear las preguntas inquietantes y deudoras de la complejidad de lo real que a procesar con instrumentos idóneos esa misma constitución ambigua y contradictoria de la sociedad. La máquina de simplificar es correlativa al empobrecimiento de los sujetos a los que interpela esa máquina y, la mayoría de las veces, se corresponde también con lo paupérrimo del lenguaje político. Los medios de comunicación, al igual que la industria de la cultura y que la sociedad del espectáculo son el resultado, y no lo previo, de las profundas mutaciones que se han venido produciendo en la vida contemporánea y en el interior del capitalismo tardío. Pedir que esas corporaciones mediáticas actúen de acuerdo con la complejidad sutil de la realidad es pedirle peras al olmo, es ir contra su naturaleza que, eso resulta evidente, prefiere moverse en torno de una transparencia artificial y virtual que ante la opacidad y la polisemia de la vida social. Nada resulta más sencillo, para la retórica massmediática, que producir una empatía entre el acontecimiento, reducido a su mínima expresión, y la necesidad de la misma sociedad de “capturar” de modo sencillo y claro lo que de ninguna manera lo es. Efecto y simplificación son insumos mediáticos que se corresponden con “la esencia” de un dispositivo que tiende, de una manera inercial, al reduccionismo antes, incluso, que a dar cuenta de la respectiva orientación ideológica del medio del que se trate. Hay algo anterior a la estrategia política. El amarillismo, la impudicia del todo vale, el morbo generalizado instituyen, anticipadamente, lo que luego será propio de la manipulación.
Dicho esto, queda también claro que “Once” es la contraseña belicosa de la oposición corporativo–mediática. Como buitres que están al acecho se lanzan sobre el sufrimiento para intentar, una vez más y con total impudicia, horadar al gobierno transformándolo, así lo desean, en el responsable de tantas muertes. Eligen, una vez más, la estrategia de la simplificación unida a la repetición machacadora y al golpe bajo de imágenes terribles y de altísimo impacto social. El gobierno lo sabe, siempre lo supo, cualquier debilidad, cualquier error, cualquier impericia, cualquier fisura por la que se cuele la corrupción se convierten inmediatamente en insumos para la destitución. Por eso esta obligado, una vez más, a tomar el toro por los cuernos y responderle al cinismo de esa oposición (la misma que festejó las privatizaciones y las estrategias neoliberales de los 90 y que alimentó el discurso antiestatal y antiferroviario y que hoy, mutatis mutandi, se desgarra las vestiduras ante el brutal desmantelamiento de la red ferroviaria exigido por el FMI y el Banco Mundial pero previamente trazado desde Frondizi en adelante y asociado a la lógica privatizadora que se profundizó desde el 76), reformulando, bajo la potencia emancipatoria del lenguaje político, un plan ferroviario nacional que le devuelva a los argentinos un servicio social indispensable a la hora de hacer mejor la vida de los que menos tienen. Si esto fuera así, el horror de la estación de Once encontraría, al menos y sin que se pueda redimir a los muertos, una impostergable reparación.
Ricardo Forster
De toda esta sarasa me quedan claros dos conceptos: hecho imprevisible (parece que no había leído los informes de la auditoria desde 2003) y la culpa es de Frondizi y de los medios. Menos mal que no se las echó a los ingleses por haber construído el ferrocarril.No creo que te nadie te pida tanto! Competís muy bien con Schiavi!
El servilismo intelectual en su máxima expresión¡¡ Tampoco vió ni leyó los anuncios de Cirigliano con la Presidenta de hace apenas unos meses con los nuevos «negocios» que nos acercaban.
Y encima hoy tienen el descaro de presentarse públicamente para anuncios de compromiso y bancan al tipo que no le dio cinco de bola a todos los antecedentes que acumuló el grupo estafador-criminal sentándolo como uno más.
Cristina, usted se burla de todos nosotros. Forster, usted está para empresas más serias.
Escribe Forster: » El gobierno lo sabe, siempre lo supo, cualquier debilidad, cualquier error, cualquier impericia, cualquier fisura por la que se cuele la corrupción se convierten inmediatamente en insumos para la destitución. Por eso esta obligado, una vez más, a tomar el toro por los cuernos y responderle al cinismo de esa oposición (…)reformulando, bajo la potencia emancipatoria del lenguaje político, un plan ferroviario nacional que le devuelva a los argentinos un servicio social indispensable a la hora de hacer mejor la vida de los que menos tienen.»
Pregunto:
Si ya lo sabía ¿por qué nada hizo?
¿Y si hubiera intentado hacer algo a partir del 2003, no hubiera igualmente fracasado, puesto que según lo dice el mismo Forster:
«Los tiempos de la política, se sabe, no responden a las leyes de la causalidad física ni se despliegan de acuerdo con un ordenamiento lógico y previsible. No se trata, cuando de la política y de la sociedad se habla, de fenómenos de la naturaleza ni de construcciones teóricas que intentan capturar la complejidad de la vida en una regulación estadística. La previsibilidad se entrama con el azar, la planificación con lo inesperado, la calculabilidad con lo enigmático, las conductas sociales diseñadas de acuerdo con el sociologismo de encuesta se encuentran con la variabilidad imprevista de los humores sociales, la ingeniería de los expertos suele chocarse con la resistencia, inesperada, de los “materiales” a los que tiene que amoldar siguiendo un plan trazado de antemano. La política convive y negocia con la ambigüedad y la contradicción, con lo posible y con los deseos imaginarios de los millones de individuos que habitan en el interior de una sociedad, con la multiplicidad y la diversidad de lo social y con el intento de ordenar esa polifonía de voces, intereses, experiencias y perspectivas bajo el manto protector de un proyecto compartido que, sin embargo, guarda en su interior la trama, a veces visible y otras invisible, de conflictos no resueltos provenientes de otros estratos de la vida colectiva o que acechan en un horizonte no tan lejano.»
No sólo hay “resistencia inesperada de los materiales», sino que también hay personas a quienes no le entran las balas.