Las profundas ondulaciones de la vida. Esa es la única presencia constante en la existencia de Cristina Kirchner. Todo y nada. El poder y la muerte. La gloria y la enfermedad. La renuncia o la fundación de una historia. Las dos veces que Cristina accedió a la presidencia, en 2007 y hace 20 días, tropezó en el acto con la desgracia. Nunca su situación política fue mejor que en los últimos meses. Por primera vez ganó ampliamente una elección sin la ayuda de su marido muerto; se convirtió, así, en la presidenta más votada de la democracia argentina. Un puñado de días después la sorprendió una de las peores noticias que puede recibir una persona: padece de cáncer, aunque se trate de un cáncer curable. Ni siquiera Santa Cruz, la base política y familiar del kirchnerismo, la dejó recomponerse del infortunio personal. Otra vez los santacruceños se sublevaron contra el poder de los Kirchner.
En 2007, tres días después de jurar la presidencia, se ventilaron en los Estados Unidos declaraciones de Antonini Wilson, que vincularon su valija venezolana repleta de dólares con la financiación de la campaña de Cristina. Su primer mandato estuvo más tiempo en la planicie que en la cumbre. Fue un período estremecido por la guerra con los productores agropecuarios, que la Presidenta perdió y que motivó su intento de renuncia, y por la recesión de 2009. Cuando comenzaban a repuntar ella y la economía, a principios de 2010, Néstor Kirchner sintió los primeros síntomas de una grave enfermedad coronaria; no se recuperó y murió en octubre de ese año.
La presidenta viuda conoció luego el tiempo más amable de su vida pública, mientras encerraba la privada en la soledad y la desconfianza. El cáncer es ya una enfermedad curable, pero su nombre no dejó de pertenecer a las cosas que el temor no nombra. Cristina Kirchner no es un ente, sino una persona. Aunque haya actuado una alegre normalidad, percibió la conmoción y el miedo de la misma manera que esas turbaciones se apoderarían de cualquier ser humano. La Presidenta ha hecho de sus apariciones públicas un despliegue permanente de actuación. Llora cuando debe llorar y ríe cuando debe reír.
Los dos Kirchner han empujado la vida política hasta sus últimos límites. Esa impronta pudo provocar -cómo no- que sus vidas fueran acosadas por la muerte o la enfermedad. La salud de esos líderes pareció arrastrada por torrentes de pasiones o por rencores nunca saldados del todo. La concentración del poder del Estado en un par de manos no es sólo una mala receta política; es también un veneno para el cuerpo. Cristina Kirchner solía ser crítica de su marido por ese estilo, pero ella terminó copiándolo hasta el extremo de superarlo. Nada se mueve ahora en el Estado sin el beneplácito previo de la Presidenta, escéptica de las lealtades, salvo las de su familia más cercana.
Con esa visión conspirativa y concentradora del poder, Cristina eligió un vicepresidente que carece de antecedentes y de experiencia para el cargo. Con ese mismo criterio construyó un gobierno que fija sus ojos en ella y que es incapaz de actuar por sí solo. ¿Qué es todo eso sino la sensación de que la eternidad está de su lado? Nada podía suceder fuera de su control, pero sucedió.
El método funciona en tiempos de bondad política o cuando la salud de la jefa está en plenitud. El problema surge cuando el líder toma nota de que el decurso de la política no es controlable o que la vida es siempre enigmática y sorpresiva, más allá del poder y la gloria de las personas.
Los especialistas aseguran que las personas que han pasado por severas crisis de su salud suelen cambiar. El impacto psicológico deja más secuelas que la enfermedad física. La Presidenta podría revisar su forma de gobernar en los días de reposo que la aguardan. El caso de Santa Cruz es un ejemplo de que hay algo en el método kirchnerista que no funciona o funciona mal. Santa Cruz es una provincia enorme, con poca población, con petróleo y con turismo. Tenía reservas propias en el exterior por cerca de US$ 1000 millones hace apenas 10 años. Ya no queda nada de eso. En algún momento de los últimos años, el entonces matrimonio Kirchner hasta debió abandonar Río Gallegos por las agresivas revueltas de los santacruceños.
Ahora, el gobernador de Santa Cruz, Daniel Peralta, anunció un ajuste del sistema de jubilaciones muy parecido al que están implementando los países europeos arruinados por la deuda y la recesión. Esos mismos planes que la Presidenta suele criticar desde los atriles internacionales, sobre todo en el G-20. Obviamente, el gobernador Peralta es sólo un vicario del poder de la familia Kirchner.
La Presidenta se manifestó también, ya conocida su enfermedad, cansada de la monserga de los «institucionalistas». El poder cambia a las personas; jamás se hubiera esperado esa definición de parte de la entonces senadora Kirchner. ¿Es un exceso de institucionalismo sorprenderse porque un juez consideró «irrelevante» una resolución de la Corte Suprema de Justicia? Es lo que hizo el juez Carlos Folco cuando ratificó la inhibición de bienes del diario La Nacion por un viejo pleito con la AFIP.
La Corte había ordenado no innovar en ese caso hasta que se decidiera el fondo de la cuestión. La AFIP arguyó que no estaba reclamando el pago de una deuda, sino pidiendo que se protegieran bienes para el caso de que la empresa periodística debiera pagar algún día. El juez Folco hizo suyo el criterio de la AFIP, tildó de «irrelevante» la decisión de los máximos jueces del país y derrumbó el principio de inocencia hasta que no se pruebe lo contrario. A todo esto, hace más de un mes que el magistrado se declaró «incompetente» para seguir tratando el conflicto. Sigue decidiendo, no obstante, suelto de cuerpo.
¿Es ése el país institucional que Cristina Kirchner quiere dejar como legado? Hay que sacar del medio el artificial conflicto con la prensa (que agrava las decisiones de la Justicia) para percibir la peligrosidad de una estirpe gobernante que resolvió desoír a su Corte Suprema. Estábamos acostumbrados a que esa práctica fuera común entre los funcionarios; la novedad es que ahora también la promueven los propios jueces.
Hay que sacar también a Cablevisión del medio para advertir la gravedad de un allanamiento efectuado sin orden judicial, según consignó el martes pasado La Nacion y lo confirmó públicamente el gerente general de esa empresa de comunicaciones, Carlos Moltini. Sólo la orden explícita de un juez, en un país que vive protegido por el Estado de Derecho, puede permitir que fuerzas policiales ingresen a sitios privados.
En Cablevisión, efectivos de la Gendarmería fuertemente armados ingresaron a esa empresa privada de comunicaciones, revisaron carteras y mochilas, y abrieron computadoras y notebooks del personal. El juez Walter Bento había tomado varias decisiones arbitrarias, pero no ordenó por escrito el allanamiento. ¿Lo hizo verbalmente? Esas cosas no se dicen; se escriben.
En una Nación más sensible ante los atropellos a los derechos y las garantías de las personas, el caso hubiera significado la renuncia de ministros y el relevo de los jefes de las fuerzas de seguridad que participaron del allanamiento ilegal. En tal caso, que no es el argentino, el gobierno hubiera recurrido a eso para no verse envuelto en un interminable escándalo político y judicial.
¿Todo esto es monserga de «institucionalistas»? ¿No es la democracia, acaso, una lenta y permanente construcción institucional? ¿O el kirchnerismo ha decidido también, arropado por sus ínfulas fundacionales, abolir los principios de la democracia? La política tiene sus límites, que no son distintos de los límites de la propia vida..
En 2007, tres días después de jurar la presidencia, se ventilaron en los Estados Unidos declaraciones de Antonini Wilson, que vincularon su valija venezolana repleta de dólares con la financiación de la campaña de Cristina. Su primer mandato estuvo más tiempo en la planicie que en la cumbre. Fue un período estremecido por la guerra con los productores agropecuarios, que la Presidenta perdió y que motivó su intento de renuncia, y por la recesión de 2009. Cuando comenzaban a repuntar ella y la economía, a principios de 2010, Néstor Kirchner sintió los primeros síntomas de una grave enfermedad coronaria; no se recuperó y murió en octubre de ese año.
La presidenta viuda conoció luego el tiempo más amable de su vida pública, mientras encerraba la privada en la soledad y la desconfianza. El cáncer es ya una enfermedad curable, pero su nombre no dejó de pertenecer a las cosas que el temor no nombra. Cristina Kirchner no es un ente, sino una persona. Aunque haya actuado una alegre normalidad, percibió la conmoción y el miedo de la misma manera que esas turbaciones se apoderarían de cualquier ser humano. La Presidenta ha hecho de sus apariciones públicas un despliegue permanente de actuación. Llora cuando debe llorar y ríe cuando debe reír.
Los dos Kirchner han empujado la vida política hasta sus últimos límites. Esa impronta pudo provocar -cómo no- que sus vidas fueran acosadas por la muerte o la enfermedad. La salud de esos líderes pareció arrastrada por torrentes de pasiones o por rencores nunca saldados del todo. La concentración del poder del Estado en un par de manos no es sólo una mala receta política; es también un veneno para el cuerpo. Cristina Kirchner solía ser crítica de su marido por ese estilo, pero ella terminó copiándolo hasta el extremo de superarlo. Nada se mueve ahora en el Estado sin el beneplácito previo de la Presidenta, escéptica de las lealtades, salvo las de su familia más cercana.
Con esa visión conspirativa y concentradora del poder, Cristina eligió un vicepresidente que carece de antecedentes y de experiencia para el cargo. Con ese mismo criterio construyó un gobierno que fija sus ojos en ella y que es incapaz de actuar por sí solo. ¿Qué es todo eso sino la sensación de que la eternidad está de su lado? Nada podía suceder fuera de su control, pero sucedió.
El método funciona en tiempos de bondad política o cuando la salud de la jefa está en plenitud. El problema surge cuando el líder toma nota de que el decurso de la política no es controlable o que la vida es siempre enigmática y sorpresiva, más allá del poder y la gloria de las personas.
Los especialistas aseguran que las personas que han pasado por severas crisis de su salud suelen cambiar. El impacto psicológico deja más secuelas que la enfermedad física. La Presidenta podría revisar su forma de gobernar en los días de reposo que la aguardan. El caso de Santa Cruz es un ejemplo de que hay algo en el método kirchnerista que no funciona o funciona mal. Santa Cruz es una provincia enorme, con poca población, con petróleo y con turismo. Tenía reservas propias en el exterior por cerca de US$ 1000 millones hace apenas 10 años. Ya no queda nada de eso. En algún momento de los últimos años, el entonces matrimonio Kirchner hasta debió abandonar Río Gallegos por las agresivas revueltas de los santacruceños.
Ahora, el gobernador de Santa Cruz, Daniel Peralta, anunció un ajuste del sistema de jubilaciones muy parecido al que están implementando los países europeos arruinados por la deuda y la recesión. Esos mismos planes que la Presidenta suele criticar desde los atriles internacionales, sobre todo en el G-20. Obviamente, el gobernador Peralta es sólo un vicario del poder de la familia Kirchner.
La Presidenta se manifestó también, ya conocida su enfermedad, cansada de la monserga de los «institucionalistas». El poder cambia a las personas; jamás se hubiera esperado esa definición de parte de la entonces senadora Kirchner. ¿Es un exceso de institucionalismo sorprenderse porque un juez consideró «irrelevante» una resolución de la Corte Suprema de Justicia? Es lo que hizo el juez Carlos Folco cuando ratificó la inhibición de bienes del diario La Nacion por un viejo pleito con la AFIP.
La Corte había ordenado no innovar en ese caso hasta que se decidiera el fondo de la cuestión. La AFIP arguyó que no estaba reclamando el pago de una deuda, sino pidiendo que se protegieran bienes para el caso de que la empresa periodística debiera pagar algún día. El juez Folco hizo suyo el criterio de la AFIP, tildó de «irrelevante» la decisión de los máximos jueces del país y derrumbó el principio de inocencia hasta que no se pruebe lo contrario. A todo esto, hace más de un mes que el magistrado se declaró «incompetente» para seguir tratando el conflicto. Sigue decidiendo, no obstante, suelto de cuerpo.
¿Es ése el país institucional que Cristina Kirchner quiere dejar como legado? Hay que sacar del medio el artificial conflicto con la prensa (que agrava las decisiones de la Justicia) para percibir la peligrosidad de una estirpe gobernante que resolvió desoír a su Corte Suprema. Estábamos acostumbrados a que esa práctica fuera común entre los funcionarios; la novedad es que ahora también la promueven los propios jueces.
Hay que sacar también a Cablevisión del medio para advertir la gravedad de un allanamiento efectuado sin orden judicial, según consignó el martes pasado La Nacion y lo confirmó públicamente el gerente general de esa empresa de comunicaciones, Carlos Moltini. Sólo la orden explícita de un juez, en un país que vive protegido por el Estado de Derecho, puede permitir que fuerzas policiales ingresen a sitios privados.
En Cablevisión, efectivos de la Gendarmería fuertemente armados ingresaron a esa empresa privada de comunicaciones, revisaron carteras y mochilas, y abrieron computadoras y notebooks del personal. El juez Walter Bento había tomado varias decisiones arbitrarias, pero no ordenó por escrito el allanamiento. ¿Lo hizo verbalmente? Esas cosas no se dicen; se escriben.
En una Nación más sensible ante los atropellos a los derechos y las garantías de las personas, el caso hubiera significado la renuncia de ministros y el relevo de los jefes de las fuerzas de seguridad que participaron del allanamiento ilegal. En tal caso, que no es el argentino, el gobierno hubiera recurrido a eso para no verse envuelto en un interminable escándalo político y judicial.
¿Todo esto es monserga de «institucionalistas»? ¿No es la democracia, acaso, una lenta y permanente construcción institucional? ¿O el kirchnerismo ha decidido también, arropado por sus ínfulas fundacionales, abolir los principios de la democracia? La política tiene sus límites, que no son distintos de los límites de la propia vida..