Sería mejor que hubiera segunda vuelta. Aun con el hartazgo que pueda significar votar por enésima vez en lo que va del año. Sería mejor ir al ballottage, por más que haya que soportar el bombardeo publicitario de los dos candidatos a presidente finalistas hasta horas antes del domingo 22 de noviembre. Sería mejor para el país que las elecciones no se definieran el próximo domingo. Y esto de ninguna manera implica un voto cantado. Y menos un voto contra Daniel Scioli. Tampoco un voto útil a favor de Mauricio Macri, como planteó Juan José Campanella. Sería mejor ir al ballottage porque revelaría cierto equilibrio de fuerzas entre el oficialismo y la oposición, que es, en verdad, lo que quedó demostrado en las PASO. Competir de nuevo limitaría la soberbia ganadora que caracteriza al Partido Justicialista en general y al Frente para la Victoria en particular.
No hay que viajar al siglo pasado para comprender lo que podría suceder si el candidato de la Casa Rosada triunfara el próximo domingo. Basta con recordar la metamorfosis de la presidenta Cristina Kirchner después de octubre de 2011, cuando ganó por más del 54% de los votos. Basta con repesar la escandalosa discrecionalidad con la que ejerció el poder a partir de ese momento. Desde el uso indiscriminado de las cadenas nacionales hasta la protección de jueces de conducta escandalosa que le sirvieron para garantizar su impunidad ante la ley.
La segunda vuelta de noviembre prolongaría el suspenso, pero a la vez podría modificar el comportamiento político de Scioli. Lo obligaría, por ejemplo, a hacer algo que se negó a hacer y que en otro país le hubiera costado la elección: participar del primer debate presidencial de la historia argentina. La búsqueda de los votos para el ballottage lo empujaría a ser más concreto. A terminar con las indefiniciones. Debería, por ejemplo, responder por sí o por no a la pregunta de si mantendrá, en el canal público, un programa de propaganda como 6,7,8. Se lo pregunté antes de las PASO. Me contestó que prefería hablar de «cosas importantes».
Pero no sólo Scioli tendría que enfrentar una nueva perspectiva. El pase a segunda vuelta obligaría a Macri y a Sergio Massa a barajar y dar de nuevo. Es decir, a desinflar su ego para compartir una porción del poder que pensaban manejar solos. Los volvería a los tres un poco más humildes, un poco menos autoritarios y bastante más cercanos a lo que son de verdad, más allá de lo que ellos creen que son. La segunda vuelta reflejaría un escenario más realista, un panorama más acorde con el humor social. Está claro que son mucho menos de la mitad los argentinos que aceptan «la continuidad» que les propone el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Todavía no es seguro que puedan perforar el número mágico del 40%. Y es igual de evidente que el 60% de los que eligen, prefieren diferentes opciones, pero nunca al oficialismo. El hecho de que la elección todavía no se haya polarizado entre Scioli y Macri y que Massa aún conserve la expectativa puede leerse de diferentes maneras. Pero hay una de ellas que aparece con insistencia en todas las encuestas: tanto los que votaron en las PASO al jefe de gobierno de la ciudad como los que lo hicieron por el ex intendente de Tigre no desean como presidente a nadie que reivindique sin la más mínima crítica a Cristina Kirchner. Son anticristinistas, con distintos grados de hartazgo o indignación. En ese caso, la búsqueda del voto de segunda vuelta obligará a Scioli, de una vez por todas, a diferenciarse del oficialismo más radical para pescar en el ancho mar del 60% que pide cambio. Y sería probable entonces que presenciáramos, de manera anticipada, la reacción de la Presidenta y de Máximo Kirchner, entre otros, contra Scioli y contra todos los gobernadores y dirigentes del peronismo que no consideran «irreversible» el proyecto político iniciado en 2003.
Si la tensión que ahora aparece contenida sale a la superficie y aflora, será otro gran servicio para la mayoría de la sociedad. Porque serviría para comprender hasta dónde llegaría la autonomía de Scioli en el ejercicio de la presidencia. O hasta dónde escalaría la batalla solapada entre «la derecha» peronista y «los pibes para la liberación», cuya jefa máxima se está despidiendo.
Lo que se experimenta puertas adentro del Gobierno es preocupante. Parece que la Presidenta y también su hijo ya empezaron a mirar con malos ojos a dirigentes que antes consideraban propios e «irreversibles». La lista es larga e incluye a Sergio Berni, Diego Bossio y en las últimas horas, según escribió Mariano Obarrio en este diario, parecen haber caído en desgracia nada menos que el compañero de fórmula de Scioli, Carlos Zannini, y hasta el secretario general de la Presidencia, Eduardo «Wado» De Pedro. Como si esto fuera poco, el superministro Áxel Kicillof sigue agitando su espíritu universitario y pretende erigirse en custodio de los «logros económicos y sociales» de Cristina. Si no gana en primera vuelta, Scioli deberá enfrentarse a la Cámpora y no tendrá más remedio que ponerse del otro lado de «la barricada». Especialmente cuando hable de economía. O sea: del mismo lado de la trinchera que en el presente comparten sus adversarios Macri y Massa. Es decir, a favor del pago de los llamados fondos buitre, con la promesa del levantamiento del cepo, agitando la bandera de la baja de retenciones a los productos del campo y prometiendo la reducción o la eliminación del impuesto a las ganancias de la mayoría de los trabajadores asalariados.
Todavía no se sabe con certeza si Scioli ganará en primera vuelta o si tendrá que competir con Macri en la segunda. Más allá de excelente campaña de Massa, ninguna encuesta seria le da chances de alcanzar al candidato de Cambiemos. Tampoco parece serio plantear ahora quién podría resultar victorioso en el ballottage, porque el escenario político se va a mover al compás del electorado. Sí se puede aventurar que, en el caso de que la elección de este domingo no pueda consagrar al sucesor de Cristina, el ganador de noviembre se sentirá menos autorizado a ejercer el poder presidencial como si fuera un monarca. Que la propia composición del voto lo obligará a buscar consenso con la oposición. Que deberá renunciar a la tentación de usar el enorme arsenal del que se apropió la jefa del Estado para disparar contra el periodismo crítico, la oposición, los empresarios, los sindicatos y los ciudadanos de a pie que se atrevieron a criticar su gestión. Sería mejor que el principio de la próxima década se dirimiera en un ballottage, para que la enorme botonera del comando central del poder presidencial no vuelva a ser usada de manera irresponsable, personal y errática.
No hay que viajar al siglo pasado para comprender lo que podría suceder si el candidato de la Casa Rosada triunfara el próximo domingo. Basta con recordar la metamorfosis de la presidenta Cristina Kirchner después de octubre de 2011, cuando ganó por más del 54% de los votos. Basta con repesar la escandalosa discrecionalidad con la que ejerció el poder a partir de ese momento. Desde el uso indiscriminado de las cadenas nacionales hasta la protección de jueces de conducta escandalosa que le sirvieron para garantizar su impunidad ante la ley.
La segunda vuelta de noviembre prolongaría el suspenso, pero a la vez podría modificar el comportamiento político de Scioli. Lo obligaría, por ejemplo, a hacer algo que se negó a hacer y que en otro país le hubiera costado la elección: participar del primer debate presidencial de la historia argentina. La búsqueda de los votos para el ballottage lo empujaría a ser más concreto. A terminar con las indefiniciones. Debería, por ejemplo, responder por sí o por no a la pregunta de si mantendrá, en el canal público, un programa de propaganda como 6,7,8. Se lo pregunté antes de las PASO. Me contestó que prefería hablar de «cosas importantes».
Pero no sólo Scioli tendría que enfrentar una nueva perspectiva. El pase a segunda vuelta obligaría a Macri y a Sergio Massa a barajar y dar de nuevo. Es decir, a desinflar su ego para compartir una porción del poder que pensaban manejar solos. Los volvería a los tres un poco más humildes, un poco menos autoritarios y bastante más cercanos a lo que son de verdad, más allá de lo que ellos creen que son. La segunda vuelta reflejaría un escenario más realista, un panorama más acorde con el humor social. Está claro que son mucho menos de la mitad los argentinos que aceptan «la continuidad» que les propone el gobernador de la provincia de Buenos Aires. Todavía no es seguro que puedan perforar el número mágico del 40%. Y es igual de evidente que el 60% de los que eligen, prefieren diferentes opciones, pero nunca al oficialismo. El hecho de que la elección todavía no se haya polarizado entre Scioli y Macri y que Massa aún conserve la expectativa puede leerse de diferentes maneras. Pero hay una de ellas que aparece con insistencia en todas las encuestas: tanto los que votaron en las PASO al jefe de gobierno de la ciudad como los que lo hicieron por el ex intendente de Tigre no desean como presidente a nadie que reivindique sin la más mínima crítica a Cristina Kirchner. Son anticristinistas, con distintos grados de hartazgo o indignación. En ese caso, la búsqueda del voto de segunda vuelta obligará a Scioli, de una vez por todas, a diferenciarse del oficialismo más radical para pescar en el ancho mar del 60% que pide cambio. Y sería probable entonces que presenciáramos, de manera anticipada, la reacción de la Presidenta y de Máximo Kirchner, entre otros, contra Scioli y contra todos los gobernadores y dirigentes del peronismo que no consideran «irreversible» el proyecto político iniciado en 2003.
Si la tensión que ahora aparece contenida sale a la superficie y aflora, será otro gran servicio para la mayoría de la sociedad. Porque serviría para comprender hasta dónde llegaría la autonomía de Scioli en el ejercicio de la presidencia. O hasta dónde escalaría la batalla solapada entre «la derecha» peronista y «los pibes para la liberación», cuya jefa máxima se está despidiendo.
Lo que se experimenta puertas adentro del Gobierno es preocupante. Parece que la Presidenta y también su hijo ya empezaron a mirar con malos ojos a dirigentes que antes consideraban propios e «irreversibles». La lista es larga e incluye a Sergio Berni, Diego Bossio y en las últimas horas, según escribió Mariano Obarrio en este diario, parecen haber caído en desgracia nada menos que el compañero de fórmula de Scioli, Carlos Zannini, y hasta el secretario general de la Presidencia, Eduardo «Wado» De Pedro. Como si esto fuera poco, el superministro Áxel Kicillof sigue agitando su espíritu universitario y pretende erigirse en custodio de los «logros económicos y sociales» de Cristina. Si no gana en primera vuelta, Scioli deberá enfrentarse a la Cámpora y no tendrá más remedio que ponerse del otro lado de «la barricada». Especialmente cuando hable de economía. O sea: del mismo lado de la trinchera que en el presente comparten sus adversarios Macri y Massa. Es decir, a favor del pago de los llamados fondos buitre, con la promesa del levantamiento del cepo, agitando la bandera de la baja de retenciones a los productos del campo y prometiendo la reducción o la eliminación del impuesto a las ganancias de la mayoría de los trabajadores asalariados.
Todavía no se sabe con certeza si Scioli ganará en primera vuelta o si tendrá que competir con Macri en la segunda. Más allá de excelente campaña de Massa, ninguna encuesta seria le da chances de alcanzar al candidato de Cambiemos. Tampoco parece serio plantear ahora quién podría resultar victorioso en el ballottage, porque el escenario político se va a mover al compás del electorado. Sí se puede aventurar que, en el caso de que la elección de este domingo no pueda consagrar al sucesor de Cristina, el ganador de noviembre se sentirá menos autorizado a ejercer el poder presidencial como si fuera un monarca. Que la propia composición del voto lo obligará a buscar consenso con la oposición. Que deberá renunciar a la tentación de usar el enorme arsenal del que se apropió la jefa del Estado para disparar contra el periodismo crítico, la oposición, los empresarios, los sindicatos y los ciudadanos de a pie que se atrevieron a criticar su gestión. Sería mejor que el principio de la próxima década se dirimiera en un ballottage, para que la enorme botonera del comando central del poder presidencial no vuelva a ser usada de manera irresponsable, personal y errática.
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