El menemismo se equivocó al creer que el crecimiento reduciría la desocupación; el kirchnerismo también, al confiar en que la baja de la pobreza frenaría el delito, sin necesidad de tomar medidas específicas
Durante el menemismo, la principal preocupación manifestada por el gobierno era el crecimiento. No había, en cambio, una preocupación específica por la desocupación y la desigualdad, que agobiaban a la sociedad. Cuando después de las principales reformas económicas de los años 90 la desocupación comenzó a aumentar, la primera reacción fue de sorpresa y de negación. ¿Cómo reformas económicas tan exitosas -se preguntaban- podían generar este efecto colateral negativo?
La segunda respuesta de los funcionarios del gobierno a este problema, más sofisticada, fue la «teoría del derrame». Por un lado, las privatizaciones, la estabilidad y la apertura comercial generarían un aumento de la productividad de la economía. Por el otro, los desocupados terminarían aceptando salarios más bajos. Eventualmente, los desempleados serían reabsorbidos por una economía más competitiva y vigorosa. Para el gobierno, no hacían falta políticas activas específicas para reducir la desocupación y la desigualdad. El crecimientoderramaría al conjunto de la sociedad.
Como sabemos, este argumento teórico no funcionó. Las ganancias de productividad fueron inferiores a la apreciación del peso (arrastrado por un dólar fuerte), los salarios nominales fueron rígidos a la baja, la pérdida de competitividad internacional y la caída de la demanda interna indujeron una recesión, los ingresos fiscales cayeron y el país entró en un círculo vicioso que terminó en el estallido de diciembre de 2001.
Durante el kirchnerismo, la principal preocupación manifestada por el Gobierno ha sido la distribución del ingreso. No hubo, en cambio, una preocupación específica por la inseguridad, que agobia a la sociedad. Superados la transición y el caso Blumberg, la primera reacción al rebrote de la inseguridad fue de sorpresa y de negación. ¿Cómo era posible -se preguntaban- que el delito no se hubiera reducido como resultado de las políticas sociales inclusivas? La inseguridad tenía que ser una percepción, fogoneada por los medios.
La segunda respuesta de los funcionarios del Gobierno a este problema, más sofisticada, fue una nueva versión de la «teoría del derrame». El Gobierno confió en que la recuperación del empleo y un conjunto de políticas redistributivas que, en efecto, redujeron la pobreza y la desigualdad, como la Asignación Universal, al mejorar las condiciones de vida de los sectores más desprotegidos solucionarían indirectamente el problema de la inseguridad, sin que fuese necesario implementar políticas activas, ideológicamente incómodas, para atacar específicamente este problema.
Pero, como ocurrió con la teoría del derrame menemista, el derrame kirchnerista tampoco ha funcionado. Aunque no contamos con estadísticas oficiales (las encuestas de victimización criminal se interrumpieron en 2003 y los datos sobre delitos denunciados se publican con años de atraso), índices de victimización como el del Laboratorio de Investigaciones sobre Crimen, Instituciones y Políticas, que depende de la Universidad Torcuato Di Tella, muestran que el porcentaje de hogares víctimas de delitos aumentó de un promedio de 27,1%, en 2007 (primer año completo del índice), a 35,4%, en los últimos doce meses. Por otro lado, en la medida en que los más pudientes fueron contratando diversas formas de seguridad privada, lo que derramó sobre los más pobres fue el delito. Junto con un aumento más que proporcional de la victimización total sufrida por los pobres, las estadísticas muestran también un aumento relativo de los delitos violentos.
Frente al fracaso de esta segunda teoría del derrame hace falta responder con políticas activas de seguridad. Ejemplos exitosos recientes en la lucha contra la inseguridad, tanto en el mundo desarrollado como en América latina, lograron reducir el delito combinando políticas sociales con políticas punitivas, atacando las causas de largo plazo de la inseguridad, pero también, y al mismo tiempo, sus consecuencias y mecanismos reproductivos de corto plazo.
Sin pretender en esta nota desarrollar una lista exhaustiva de políticas concretas, podemos mencionar algunas que probablemente tengan un alto beneficio social. Cada política, por otra parte, debería ser evaluada empíricamente para mejorar su implementación e ir corrigiendo lo que funciona mal o no funciona del todo.
Uno de los componentes punitivos de varios de estos programas exitosos fue el aumento de los niveles de encarcelamiento. Este aumento de la población encarcelada no requiere un endurecimiento de las penas, sino, sencillamente, su cumplimiento. Su eficacia no proviene de que el encarcelamiento reduzca el delito por disuadir a delincuentes racionales, como se confunde en el debate local, sino que tiene un efecto directo al incapacitarlos para la comisión de nuevos delitos (siempre que los presos no se evadan ni delincan en salidas permitidas, en muchos casos con complicidad). A su vez, un mayor cumplimiento efectivo de las penas requiere corregir el efecto criminogénico de las cárceles, que está en íntima relación con las brutales condiciones carcelarias de nuestro país. Es urgente reducir el hacinamiento, erradicar la violencia carcelaria y garantizar plenamente los derechos de los detenidos. Por otra parte, la utilización de tecnologías modernas como el monitoreo electrónico de detenidos podría expandirse, bajo criterios sensatos de selección. Además, para reducir el fenómeno de la reincidencia necesitamos intervenciones específicas -tales como programas de formación, subsidios y desgravaciones impositivas- que promuevan la reinserción laboral de los liberados. También es necesario mejorar la identificación biométrica de la población criminal y compartir esos registros entre distritos.
Por supuesto que las políticas activas deben incluir una atención directa al flagelo del narcotráfico. Hay que completar la radarización del país, aumentar los controles migratorios, desarrollar tareas de inteligencia con colaboración internacional y atacar las diversas formas de corrupción policial, judicial y política relacionadas.
Las experiencias de otros países también muestran los beneficios de focalizarse en los hot spots (áreas calientes) del delito, a través de la identificación de zonas geográficas y grupos de alta criminalidad (como las barras bravas) que derraman sobre el conjunto de la sociedad, y desarrollando en esas zonas programas de urbanización, de recuperación del espacio público y de desarme.
También pueden desarrollarse programas sociales específicos. El reciente Plan Progresar, por ejemplo, está dirigido a jóvenes que no estudian ni trabajan. Pero las tasas de criminalidad de los varones son ampliamente superiores a las de las mujeres. Un programa social que tuviese como objetivo la reducción del delito debería concentrar sus beneficios y diseño en la población masculina. Por otra parte, además de programas sociales específicos, la evidencia muestra beneficios de crear actividades alternativas para los jóvenes a través de instituciones educativas, culturales, sociales y deportivas.
Como ocurrió durante el menemismo con la desocupación, durante el kirchnerismo la nueva versión de la teoría del derrame no resolvió el problema de la inseguridad. Al cabo de una década, la seguridad de los ciudadanos se encuentra hoy en una situación de emergencia declarada. El conjunto de la sociedad, y en particular los que menos tienen (y por lo tanto no pueden contratar sistemas de protección privada), no pueden esperar a que se resuelva el problema de la pobreza y la desigualdad para que recién entonces enfrentemos el problema de la inseguridad..
Durante el menemismo, la principal preocupación manifestada por el gobierno era el crecimiento. No había, en cambio, una preocupación específica por la desocupación y la desigualdad, que agobiaban a la sociedad. Cuando después de las principales reformas económicas de los años 90 la desocupación comenzó a aumentar, la primera reacción fue de sorpresa y de negación. ¿Cómo reformas económicas tan exitosas -se preguntaban- podían generar este efecto colateral negativo?
La segunda respuesta de los funcionarios del gobierno a este problema, más sofisticada, fue la «teoría del derrame». Por un lado, las privatizaciones, la estabilidad y la apertura comercial generarían un aumento de la productividad de la economía. Por el otro, los desocupados terminarían aceptando salarios más bajos. Eventualmente, los desempleados serían reabsorbidos por una economía más competitiva y vigorosa. Para el gobierno, no hacían falta políticas activas específicas para reducir la desocupación y la desigualdad. El crecimientoderramaría al conjunto de la sociedad.
Como sabemos, este argumento teórico no funcionó. Las ganancias de productividad fueron inferiores a la apreciación del peso (arrastrado por un dólar fuerte), los salarios nominales fueron rígidos a la baja, la pérdida de competitividad internacional y la caída de la demanda interna indujeron una recesión, los ingresos fiscales cayeron y el país entró en un círculo vicioso que terminó en el estallido de diciembre de 2001.
Durante el kirchnerismo, la principal preocupación manifestada por el Gobierno ha sido la distribución del ingreso. No hubo, en cambio, una preocupación específica por la inseguridad, que agobia a la sociedad. Superados la transición y el caso Blumberg, la primera reacción al rebrote de la inseguridad fue de sorpresa y de negación. ¿Cómo era posible -se preguntaban- que el delito no se hubiera reducido como resultado de las políticas sociales inclusivas? La inseguridad tenía que ser una percepción, fogoneada por los medios.
La segunda respuesta de los funcionarios del Gobierno a este problema, más sofisticada, fue una nueva versión de la «teoría del derrame». El Gobierno confió en que la recuperación del empleo y un conjunto de políticas redistributivas que, en efecto, redujeron la pobreza y la desigualdad, como la Asignación Universal, al mejorar las condiciones de vida de los sectores más desprotegidos solucionarían indirectamente el problema de la inseguridad, sin que fuese necesario implementar políticas activas, ideológicamente incómodas, para atacar específicamente este problema.
Pero, como ocurrió con la teoría del derrame menemista, el derrame kirchnerista tampoco ha funcionado. Aunque no contamos con estadísticas oficiales (las encuestas de victimización criminal se interrumpieron en 2003 y los datos sobre delitos denunciados se publican con años de atraso), índices de victimización como el del Laboratorio de Investigaciones sobre Crimen, Instituciones y Políticas, que depende de la Universidad Torcuato Di Tella, muestran que el porcentaje de hogares víctimas de delitos aumentó de un promedio de 27,1%, en 2007 (primer año completo del índice), a 35,4%, en los últimos doce meses. Por otro lado, en la medida en que los más pudientes fueron contratando diversas formas de seguridad privada, lo que derramó sobre los más pobres fue el delito. Junto con un aumento más que proporcional de la victimización total sufrida por los pobres, las estadísticas muestran también un aumento relativo de los delitos violentos.
Frente al fracaso de esta segunda teoría del derrame hace falta responder con políticas activas de seguridad. Ejemplos exitosos recientes en la lucha contra la inseguridad, tanto en el mundo desarrollado como en América latina, lograron reducir el delito combinando políticas sociales con políticas punitivas, atacando las causas de largo plazo de la inseguridad, pero también, y al mismo tiempo, sus consecuencias y mecanismos reproductivos de corto plazo.
Sin pretender en esta nota desarrollar una lista exhaustiva de políticas concretas, podemos mencionar algunas que probablemente tengan un alto beneficio social. Cada política, por otra parte, debería ser evaluada empíricamente para mejorar su implementación e ir corrigiendo lo que funciona mal o no funciona del todo.
Uno de los componentes punitivos de varios de estos programas exitosos fue el aumento de los niveles de encarcelamiento. Este aumento de la población encarcelada no requiere un endurecimiento de las penas, sino, sencillamente, su cumplimiento. Su eficacia no proviene de que el encarcelamiento reduzca el delito por disuadir a delincuentes racionales, como se confunde en el debate local, sino que tiene un efecto directo al incapacitarlos para la comisión de nuevos delitos (siempre que los presos no se evadan ni delincan en salidas permitidas, en muchos casos con complicidad). A su vez, un mayor cumplimiento efectivo de las penas requiere corregir el efecto criminogénico de las cárceles, que está en íntima relación con las brutales condiciones carcelarias de nuestro país. Es urgente reducir el hacinamiento, erradicar la violencia carcelaria y garantizar plenamente los derechos de los detenidos. Por otra parte, la utilización de tecnologías modernas como el monitoreo electrónico de detenidos podría expandirse, bajo criterios sensatos de selección. Además, para reducir el fenómeno de la reincidencia necesitamos intervenciones específicas -tales como programas de formación, subsidios y desgravaciones impositivas- que promuevan la reinserción laboral de los liberados. También es necesario mejorar la identificación biométrica de la población criminal y compartir esos registros entre distritos.
Por supuesto que las políticas activas deben incluir una atención directa al flagelo del narcotráfico. Hay que completar la radarización del país, aumentar los controles migratorios, desarrollar tareas de inteligencia con colaboración internacional y atacar las diversas formas de corrupción policial, judicial y política relacionadas.
Las experiencias de otros países también muestran los beneficios de focalizarse en los hot spots (áreas calientes) del delito, a través de la identificación de zonas geográficas y grupos de alta criminalidad (como las barras bravas) que derraman sobre el conjunto de la sociedad, y desarrollando en esas zonas programas de urbanización, de recuperación del espacio público y de desarme.
También pueden desarrollarse programas sociales específicos. El reciente Plan Progresar, por ejemplo, está dirigido a jóvenes que no estudian ni trabajan. Pero las tasas de criminalidad de los varones son ampliamente superiores a las de las mujeres. Un programa social que tuviese como objetivo la reducción del delito debería concentrar sus beneficios y diseño en la población masculina. Por otra parte, además de programas sociales específicos, la evidencia muestra beneficios de crear actividades alternativas para los jóvenes a través de instituciones educativas, culturales, sociales y deportivas.
Como ocurrió durante el menemismo con la desocupación, durante el kirchnerismo la nueva versión de la teoría del derrame no resolvió el problema de la inseguridad. Al cabo de una década, la seguridad de los ciudadanos se encuentra hoy en una situación de emergencia declarada. El conjunto de la sociedad, y en particular los que menos tienen (y por lo tanto no pueden contratar sistemas de protección privada), no pueden esperar a que se resuelva el problema de la pobreza y la desigualdad para que recién entonces enfrentemos el problema de la inseguridad..