En el conflicto con los sindicatos, el gobierno renuncia a estar por encima de las divisiones y se inserta voluntariamente como contendiente en la batalla. Abdica de las ambiciones propias de un gobierno refundacional y se resigna a ser simplemente el representante de una facción de la sociedad argentina.
El tópico de la existencia de dos Argentinas es tan antiguo como el país mismo. Sarmiento en el Facundo y Echeverría en El Matadero son los exponentes clásicos de esta noción, que desde hace siglo y medio atraviesa la historia y las interpretaciones de nuestro país. Hoy hablamos bastante de polarización, pero las divisiones argentinas (y la constante discusión sobre ellas) no son para nada una novedad de nuestra época. Muchos autores, con algo de hegeliansimo, han leído estos enfrentamientos como sucesivas manifestaciones históricas de un mismo conflicto originario: el que opone a los sectores populares del país con las elites. Casi todos los gobiernos argentinos (y casi todos sus creadores orgánicos de relatos) han presentado entonces su turno en la historia como un momento de refundación. Como el fin de la prehistoria argentina de divisiones fratricidas y atraso y el comienzo de un venturoso porvenir de unión nacional y progreso, desarrollo o bienestar (según correspondiera a la época).
El gobierno de Mauricio Macri no fue la excepción. Su consigna de “unir a los argentinos” podía parecer ingenua o cínica al círculo de politizados, pero es heredera de una larga tradición policromática de intentos de refundación nacional. El PRO claramente no era un actor nuevo e imparcial apto para promover la superación de las animosidades entre los diferentes estratos sociales argentinos. El partido nace de uno de esos sectores y representa sus intereses mejor que cualquier otro gobierno democrático en nuestra historia. Pero a la luz pública se presentaba como superador. Se imaginaba como un Mandela que, viniendo de una de las facciones enfrentadas, no llegaba al poder para aplicar revanchismo, sino para pacificar de una vez por todas, uniendo a toda la población. Como una dirigencia “capaz de unir” como dijera Bullrich diferenciándose de los nazis.
Pro tenía indudablemente en el antikirchnerismo fanático, en aquel ya viejo lanatismo, su núcleo originario. Y en la vieja derecha golpista el grupo social a cuyos intereses sirve. Pero era también algo más. Era la vocación por ser el partido de ese grupo social (pretendidamente mayoritario) al que no le gusta la política. El votante apático que no lucha ni un día y sin embargo es imprescindible para la victoria electoral y para la sustentabilidad política. Ese era el marco teórico made in Durán Barba: el 80% de la gente no es ni de izquierda ni de derecha, ni peronista ni radical. Con esos se gana y a esos hay que hablarles. Sin pensar en alianzas de dirigentes, ni en actos masivos. Contacto directo controlado y escenificado, comunicaciones plurales y liberales livianas. Sin importar lo que diga el círculo rojo de periodistas sobrepolitizados.
Como hijo de derecha del brote antipolítico del 2001, el PRO no tenía como fin el reemplazo de una facción por otra, sino el reemplazo de la clase política corrupta por administradores más eficientes y honestos. Liberales argentinos como Sarmiento, sus ideólogos originales tenían una fe desmedida en las posibilidades de prosperidad argentina a partir de sus maravillosos dones naturales, una vez que el yugo de sus malos gobernantes fuera depuesto. A dieciséis meses de haber asumido, la realidad demuestra ser bastante menos idílica. El mundo al que el PRO quería insertarse terminó hace quince años y la unión de los argentinos demostró ser bastante difícil de lograr a través del aumento del desempleo, de la pobreza y de la pérdida del poder adquisitivo del salario.
Como hijo de derecha del brote antipolítico del 2001, el PRO no tenía como fin el reemplazo de una facción por otra, sino el reemplazo de la clase política corrupta por administradores más eficientes y honestos
Tras un marzo de movilizaciones opositoras, abril amaneció con un pequeño rayo de luz para el oficialismo: una convocatoria para bancarlos. De pronto el escenario volvió a tener dos contendientes claros y el gobierno, asediado, dejó su pose zen para refugiarse en una de las partes de la sociedad dividida, aquella que lo vio nacer. Sobrepolitizado ahora él mismo, el PRO comenzó a tildar de kirchnerista a cualquier grupo que se opusiera públicamente a sus políticas. Los docentes y los sindicatos fueron los destinatarios privilegiados. Tal como aquellos partidos capitalistas del siglo XIX que tildaban a cualquier reclamo igualitario de “socialista” hasta que los trabajadores empezaron a pensar que si todo eso era socialista, entonces el socialismo no debía ser tan malo, el gobierno corre de esta manera el riesgo de colocar demasiadas demandas del lado de enfrente, ayudando así a su unificación política.
En su decimoséptimo mes de gobierno, el PRO renuncia por estos días de forma bastante explícita a la visión Durán Barba de las cosas, casi lo único que lo distinguía de la vieja derecha conservadora y del antikirchnerismo fanático. En el conflicto con los sindicatos, renuncia a estar por encima de las divisiones y se inserta voluntariamente como contendiente en la batalla. Abdica de las ambiciones propias de un gobierno refundacional y se resigna a ser simplemente el representante de una facción de la sociedad argentina. El abierto portavoz de una parte de la población, opuesta a otra en una repetición más de la historia de divisiones nacionales. Una parte que, además, es cuantitativamente minoritaria, lo cual explica por qué solía llegar al poder por vías no democráticas. Y por qué sólo pudo ganar elecciones cuando jugó a ser algo más.
Martin Schuster es sociólogo por la Universidad de Buenos Aires. Es maestrando en Sociología Económica por el IDAES-UNSAM. Se desempeña como columnista enPanamá Revista y ABC en Línea
El tópico de la existencia de dos Argentinas es tan antiguo como el país mismo. Sarmiento en el Facundo y Echeverría en El Matadero son los exponentes clásicos de esta noción, que desde hace siglo y medio atraviesa la historia y las interpretaciones de nuestro país. Hoy hablamos bastante de polarización, pero las divisiones argentinas (y la constante discusión sobre ellas) no son para nada una novedad de nuestra época. Muchos autores, con algo de hegeliansimo, han leído estos enfrentamientos como sucesivas manifestaciones históricas de un mismo conflicto originario: el que opone a los sectores populares del país con las elites. Casi todos los gobiernos argentinos (y casi todos sus creadores orgánicos de relatos) han presentado entonces su turno en la historia como un momento de refundación. Como el fin de la prehistoria argentina de divisiones fratricidas y atraso y el comienzo de un venturoso porvenir de unión nacional y progreso, desarrollo o bienestar (según correspondiera a la época).
El gobierno de Mauricio Macri no fue la excepción. Su consigna de “unir a los argentinos” podía parecer ingenua o cínica al círculo de politizados, pero es heredera de una larga tradición policromática de intentos de refundación nacional. El PRO claramente no era un actor nuevo e imparcial apto para promover la superación de las animosidades entre los diferentes estratos sociales argentinos. El partido nace de uno de esos sectores y representa sus intereses mejor que cualquier otro gobierno democrático en nuestra historia. Pero a la luz pública se presentaba como superador. Se imaginaba como un Mandela que, viniendo de una de las facciones enfrentadas, no llegaba al poder para aplicar revanchismo, sino para pacificar de una vez por todas, uniendo a toda la población. Como una dirigencia “capaz de unir” como dijera Bullrich diferenciándose de los nazis.
Pro tenía indudablemente en el antikirchnerismo fanático, en aquel ya viejo lanatismo, su núcleo originario. Y en la vieja derecha golpista el grupo social a cuyos intereses sirve. Pero era también algo más. Era la vocación por ser el partido de ese grupo social (pretendidamente mayoritario) al que no le gusta la política. El votante apático que no lucha ni un día y sin embargo es imprescindible para la victoria electoral y para la sustentabilidad política. Ese era el marco teórico made in Durán Barba: el 80% de la gente no es ni de izquierda ni de derecha, ni peronista ni radical. Con esos se gana y a esos hay que hablarles. Sin pensar en alianzas de dirigentes, ni en actos masivos. Contacto directo controlado y escenificado, comunicaciones plurales y liberales livianas. Sin importar lo que diga el círculo rojo de periodistas sobrepolitizados.
Como hijo de derecha del brote antipolítico del 2001, el PRO no tenía como fin el reemplazo de una facción por otra, sino el reemplazo de la clase política corrupta por administradores más eficientes y honestos. Liberales argentinos como Sarmiento, sus ideólogos originales tenían una fe desmedida en las posibilidades de prosperidad argentina a partir de sus maravillosos dones naturales, una vez que el yugo de sus malos gobernantes fuera depuesto. A dieciséis meses de haber asumido, la realidad demuestra ser bastante menos idílica. El mundo al que el PRO quería insertarse terminó hace quince años y la unión de los argentinos demostró ser bastante difícil de lograr a través del aumento del desempleo, de la pobreza y de la pérdida del poder adquisitivo del salario.
Como hijo de derecha del brote antipolítico del 2001, el PRO no tenía como fin el reemplazo de una facción por otra, sino el reemplazo de la clase política corrupta por administradores más eficientes y honestos
Tras un marzo de movilizaciones opositoras, abril amaneció con un pequeño rayo de luz para el oficialismo: una convocatoria para bancarlos. De pronto el escenario volvió a tener dos contendientes claros y el gobierno, asediado, dejó su pose zen para refugiarse en una de las partes de la sociedad dividida, aquella que lo vio nacer. Sobrepolitizado ahora él mismo, el PRO comenzó a tildar de kirchnerista a cualquier grupo que se opusiera públicamente a sus políticas. Los docentes y los sindicatos fueron los destinatarios privilegiados. Tal como aquellos partidos capitalistas del siglo XIX que tildaban a cualquier reclamo igualitario de “socialista” hasta que los trabajadores empezaron a pensar que si todo eso era socialista, entonces el socialismo no debía ser tan malo, el gobierno corre de esta manera el riesgo de colocar demasiadas demandas del lado de enfrente, ayudando así a su unificación política.
En su decimoséptimo mes de gobierno, el PRO renuncia por estos días de forma bastante explícita a la visión Durán Barba de las cosas, casi lo único que lo distinguía de la vieja derecha conservadora y del antikirchnerismo fanático. En el conflicto con los sindicatos, renuncia a estar por encima de las divisiones y se inserta voluntariamente como contendiente en la batalla. Abdica de las ambiciones propias de un gobierno refundacional y se resigna a ser simplemente el representante de una facción de la sociedad argentina. El abierto portavoz de una parte de la población, opuesta a otra en una repetición más de la historia de divisiones nacionales. Una parte que, además, es cuantitativamente minoritaria, lo cual explica por qué solía llegar al poder por vías no democráticas. Y por qué sólo pudo ganar elecciones cuando jugó a ser algo más.
Martin Schuster es sociólogo por la Universidad de Buenos Aires. Es maestrando en Sociología Económica por el IDAES-UNSAM. Se desempeña como columnista enPanamá Revista y ABC en Línea