Del tránsito de las elecciones primarias a las generales, ¿es esperable alto cambio y nuevos efectos? No. Eso no significa que: a) Pequeños cambios no den vuelta un resultado donde hubo márgenes muy discretos. Con 0,21%, la diferencia en el tramo de senadores en Buenos Aires se modifica con poco y su efecto político será grande. b) Que haya algunos movimientos en distritos con elecciones intermedias locales donde -preferentemente- los oficialismos han tenido desempeños magros. c) O que algún tema en agenda produzca una revisión del voto, como pudiera ser el caso Maldonado, el caso Nisman o algún otro de alto impacto público.
Pero las estrategias serán efectivas en los márgenes. Y probablemente puedan ser más efectivas aquellas que apuesten a conseguir impactar en nichos, mientras más concretos mejor. Se sabe: las campañas se montan para producir efectos. Presuponen la actuación de la política como forma mediatizada. Compuesta de rituales, los rituales derivan de un poder de representación simbólica, y los medios son la fuente de esa representación. La política es entonces una experiencia mediática.
Pero en un contexto de abundancia, celeridad, riqueza de contenidos, respuestas instantáneas y mensajes basura, lo que orienta a la comunicación política es la popularización. Que interese a muchos. Y ello no demanda calidad de comunicación. Demanda comunicación, a secas. Y ya no hay un medio dominante, ni plataforma que le hable a todos al unísono. No hay una agenda única que corra direccionada a un mismo lado.
Es tan alta la sobreabundancia de contenidos que, individualmente considerados, cada vez pesan menos en su intento de producir efectos. Grandes inversiones comunicacionales no garantizan efectos. Pareciera que es tan brutal la oferta de contenidos que la coyuntura tiene cada día menos valor. Por el condicionamiento de la publicidad aportada por el estado, las campañas ya no se contestan entre sí, son monologales. Muchas de las campañas podrían no haberse hecho y el resultado hubiera sido el mismo. En varios distritos Cambiemos no ocupó el espacio público con gráficas por ejemplo. Y los resultados, con publicidad o no, no se modificaron si se comparan encuestas previas, encuestas durante y resultados oficiales.
Son varios los elementos que funcionan como pilares que sostienen un estado de cosas que se mueve (sí se mueve), pero con mucho menos velocidad de lo que las campañas desean.
a) La ideología. Los posicionamientos derivados de lo que vulgarmente se denomina “grieta”, son posturas de ambientes altamente ideologizados. En el debate de los asuntos nacionales, los espacios que representan cada orilla parten de pisos electorales significativos e inconmovibles. Más de dos terceras partes de los argentinos votan alguno de esos espacios. Es mucho. En el caso de opciones filo peronistas adquieren diferentes denominaciones en cada distrito. Pero da firmeza al voto. Más de 8 de cada 10 argentinos tienen decidido su voto ya.
Durante el último cuarto del siglo pasado, en la era dorada de los partidos políticos, había una alta identificación con ellos. Ya no. Incluso en las encuestas se había desterrado la lectura de la intención de voto por partido porque no explicaba nada. Pero vaya paradoja: en esta elección esa medida explicó más que la intención de voto por persona, especialmente donde “Cambiemos” propuso candidatos desconocidos. El voto estaba definido previamente, era a los espacios políticos y se manifestaba desde hace muchos meses. Esto sigue intacto.
b) Las esperanzas. Se traducen como expectativas en el análisis de la opinión pública y explican por qué el voto económico no es central en esta elección, especialmente en votantes de “Cambiemos”, aun siendo afectados por la situación económica. Se encuadran en lo que André Gosselin plantea como argumento “del derroche” -o del primer paso-, que parte de la idea de que, puesto que ya se ha comenzado una obra, se ha comenzado una política, y se han aceptado sacrificios, estos podrían perderse en caso de renunciar a la decisión o la empresa cometida y no que otra que continuar trabajando en la misma dirección. Más de la mitad de los argentinos creen que habría que darle un voto de confianza al oficialismo nacional.
c) Los prejuicios. Forman parte de la idiosincrasia, suelen no desaparecer y mantenerse agazapados cuando se tornan políticamente incorrectos. Son juicios categóricos sin que la evidencia intervenga. Son negativos, discriminan e implican una especulación para hacer que mucho del voto sea pétreo y estanco. ¿Su consecuencia? Quitan toda pretensión de racionalidad a una campaña. Si las ideologías son atajos cognitivos para algunos, los prejuicios son su manifestación más espectacular y ruidosa.
d) Consumo a la carta. Cada uno ve lo que quiere ver. Hace 70 años, con una oferta mínima de medios -comparada a la actualidad-, surgía la tesis de la exposición selectiva a los medios, una visión tranquilizante tras el auge propagandístico de los totalitarismos. Explica que la persuasión tiene límites y depende del consumo de mensajes que concuerdan con las creencias.
La propaganda generaba miedos, la postverdad también hoy. Sin embargo esta tesis sigue vigente y ampliada. Infinitamente ampliada. En redes, se da una especie de consumo circular donde los algoritmos afianzan todo lo que está cerca de nuestro punto de vista. Por otro lado, se evidencia un fin de la pretensión de neutralidad de los medios. Ya no revisten valores de imparcialidad. Los medios como actores políticos (siempre lo fueron), son cada vez más políticos. A favor o en contra de alguien. Y mucho de su consumo depende de su posicionamiento explícito. Veo a tal medio por su postura. Y termino reafirmando mi sistema de creencias.
Así, una campaña, como hecho de comunicación política, no es sólo es un hecho mediático y lábil. Podría serlo y siempre es el deseo de los políticos, los periodistas y los consultores. Habla de su tarea, de su capacidad de modificar la agenda. Pero no. Una campaña es básicamente política. Y tiene los límites que el sistema social donde actúa impone. Y los sistemas sociales donde trabaja la política tiene en general movimientos más lentos. Curiosamente, las tendencias electorales, de modo comprobado y mayoritario en el mundo occidental, se gestan antes que las campañas inicien. En este caso así fue. Y, con alta probabilidad, seguirá siéndolo en esta elección.
Mario Riorda es politólogo. Director de la Maestría en Comunicación Política de la Universidad Austral
Pero las estrategias serán efectivas en los márgenes. Y probablemente puedan ser más efectivas aquellas que apuesten a conseguir impactar en nichos, mientras más concretos mejor. Se sabe: las campañas se montan para producir efectos. Presuponen la actuación de la política como forma mediatizada. Compuesta de rituales, los rituales derivan de un poder de representación simbólica, y los medios son la fuente de esa representación. La política es entonces una experiencia mediática.
Pero en un contexto de abundancia, celeridad, riqueza de contenidos, respuestas instantáneas y mensajes basura, lo que orienta a la comunicación política es la popularización. Que interese a muchos. Y ello no demanda calidad de comunicación. Demanda comunicación, a secas. Y ya no hay un medio dominante, ni plataforma que le hable a todos al unísono. No hay una agenda única que corra direccionada a un mismo lado.
Es tan alta la sobreabundancia de contenidos que, individualmente considerados, cada vez pesan menos en su intento de producir efectos. Grandes inversiones comunicacionales no garantizan efectos. Pareciera que es tan brutal la oferta de contenidos que la coyuntura tiene cada día menos valor. Por el condicionamiento de la publicidad aportada por el estado, las campañas ya no se contestan entre sí, son monologales. Muchas de las campañas podrían no haberse hecho y el resultado hubiera sido el mismo. En varios distritos Cambiemos no ocupó el espacio público con gráficas por ejemplo. Y los resultados, con publicidad o no, no se modificaron si se comparan encuestas previas, encuestas durante y resultados oficiales.
Son varios los elementos que funcionan como pilares que sostienen un estado de cosas que se mueve (sí se mueve), pero con mucho menos velocidad de lo que las campañas desean.
a) La ideología. Los posicionamientos derivados de lo que vulgarmente se denomina “grieta”, son posturas de ambientes altamente ideologizados. En el debate de los asuntos nacionales, los espacios que representan cada orilla parten de pisos electorales significativos e inconmovibles. Más de dos terceras partes de los argentinos votan alguno de esos espacios. Es mucho. En el caso de opciones filo peronistas adquieren diferentes denominaciones en cada distrito. Pero da firmeza al voto. Más de 8 de cada 10 argentinos tienen decidido su voto ya.
Durante el último cuarto del siglo pasado, en la era dorada de los partidos políticos, había una alta identificación con ellos. Ya no. Incluso en las encuestas se había desterrado la lectura de la intención de voto por partido porque no explicaba nada. Pero vaya paradoja: en esta elección esa medida explicó más que la intención de voto por persona, especialmente donde “Cambiemos” propuso candidatos desconocidos. El voto estaba definido previamente, era a los espacios políticos y se manifestaba desde hace muchos meses. Esto sigue intacto.
b) Las esperanzas. Se traducen como expectativas en el análisis de la opinión pública y explican por qué el voto económico no es central en esta elección, especialmente en votantes de “Cambiemos”, aun siendo afectados por la situación económica. Se encuadran en lo que André Gosselin plantea como argumento “del derroche” -o del primer paso-, que parte de la idea de que, puesto que ya se ha comenzado una obra, se ha comenzado una política, y se han aceptado sacrificios, estos podrían perderse en caso de renunciar a la decisión o la empresa cometida y no que otra que continuar trabajando en la misma dirección. Más de la mitad de los argentinos creen que habría que darle un voto de confianza al oficialismo nacional.
c) Los prejuicios. Forman parte de la idiosincrasia, suelen no desaparecer y mantenerse agazapados cuando se tornan políticamente incorrectos. Son juicios categóricos sin que la evidencia intervenga. Son negativos, discriminan e implican una especulación para hacer que mucho del voto sea pétreo y estanco. ¿Su consecuencia? Quitan toda pretensión de racionalidad a una campaña. Si las ideologías son atajos cognitivos para algunos, los prejuicios son su manifestación más espectacular y ruidosa.
d) Consumo a la carta. Cada uno ve lo que quiere ver. Hace 70 años, con una oferta mínima de medios -comparada a la actualidad-, surgía la tesis de la exposición selectiva a los medios, una visión tranquilizante tras el auge propagandístico de los totalitarismos. Explica que la persuasión tiene límites y depende del consumo de mensajes que concuerdan con las creencias.
La propaganda generaba miedos, la postverdad también hoy. Sin embargo esta tesis sigue vigente y ampliada. Infinitamente ampliada. En redes, se da una especie de consumo circular donde los algoritmos afianzan todo lo que está cerca de nuestro punto de vista. Por otro lado, se evidencia un fin de la pretensión de neutralidad de los medios. Ya no revisten valores de imparcialidad. Los medios como actores políticos (siempre lo fueron), son cada vez más políticos. A favor o en contra de alguien. Y mucho de su consumo depende de su posicionamiento explícito. Veo a tal medio por su postura. Y termino reafirmando mi sistema de creencias.
Así, una campaña, como hecho de comunicación política, no es sólo es un hecho mediático y lábil. Podría serlo y siempre es el deseo de los políticos, los periodistas y los consultores. Habla de su tarea, de su capacidad de modificar la agenda. Pero no. Una campaña es básicamente política. Y tiene los límites que el sistema social donde actúa impone. Y los sistemas sociales donde trabaja la política tiene en general movimientos más lentos. Curiosamente, las tendencias electorales, de modo comprobado y mayoritario en el mundo occidental, se gestan antes que las campañas inicien. En este caso así fue. Y, con alta probabilidad, seguirá siéndolo en esta elección.
Mario Riorda es politólogo. Director de la Maestría en Comunicación Política de la Universidad Austral