Tiene todas las razones para sentir que ha llegado adonde, hace diez años, ni siquiera se lo proponía.
El peronismo es vertiginoso. José Luis Romero llamó a la Argentina «país aluvial», porque los inmigrantes lo cambiaron en pocas décadas. El peronismo tiene esa cualidad. Movimiento aluvial, que Perón formó primero con retazos: caudillos provinciales conservadores, dirigentes sindicales que abandonaron el socialismo y hombres en disponibilidad para la aventura nacional. El líder de ese ejército tradujo a la Argentina en términos políticos. Fue el gran interpretador, en épocas en que todavía no era fashion la palabra «relato». Quien acierta en la interpretación, representa a los interpretados.
El peronismo también es un portaaviones, donde no se examinan demasiado los papeles de quienes aterrizan en su plataforma. Poroso y abierto a las incorporaciones, necesita, por eso mismo, de la lealtad hacia el dirigente como garantía de que los nuevos, o los que vienen de otras líneas internas, reconozcan la voz de mando. El peronismo tiene una jerarquía de valores que son imprescindibles a su estilo: verticalidad y lealtad, por encima de innumerables peleas, ambiciones e intrigas. Los ascensos y los descensos tienen lugar según la regla de la obediencia a quien dirige. Por eso, Menem tuvo como leales a casi todos los leales al kirchnerismo. Por eso, también, existen las promociones más veloces que la luz y los descensos fulminantes.
La plasticidad del peronismo ha sido la razón de su supervivencia y de los giros de 180 grados que le echan en cara quienes no comprenden que interpreta a la Argentina. Lo que a Cristina Kirchner le gusta llamar «el relato» es eso: poner en discurso el aire de la época (que también captó Menem). Trazar una línea de tiempo: estábamos en el infierno, pasamos al purgatorio, para sintetizarlo con una frase de Néstor Kirchner.
Esa fórmula expresó con sencillez un principio de esperanza, sostenido en un haz de medidas de gobierno, organizadas sobre tres ejes: la memoria de los años 70, los planes sociales y la abstención a reprimir las protestas. Las inconsistencias se hacen visibles a medida que salimos de la crisis y nos acercamos al presente. La inflación real corroe el alcance de los planes; el desempleo y el empleo en negro atentan contra los derechos. Se tiroteó a los que reclamaron tierras en Jujuy y en Santiago del Estero, y a empleados públicos en el Chaco; la gendarmería comenzó a desalojar piquetes. El futuro de la protesta social no tiene asegurado la paciencia benevolente del kirchnerismo y su liga de gobernadores.
Otro capítulo concierne a la definición de amigos y enemigos: todos recuerdan los «destituyentes» de la resolución 125 y los «apropiadores» de la ley de medios. Separaciones nítidas. No estoy juzgando la verdad intrínseca de esas denominaciones, sino su cualidad para organizar el campo de conflicto. Esta fue una especialidad de Néstor Kirchner, su forma de transmitir las batallas del Gobierno.
La forma en que la Presidenta las transmite tiene algunas diferencias. Su muy reciente aporte al discurso hegemónico es la búsqueda de un momento de unidad imaginaria entre sectores que compiten por la distribución de los ingresos. Ella sabe que esa competencia es inevitable. Pero tiene un plan: que el Estado (es decir, ella misma) la habilite o la suspenda. Eso es lo que le está diciendo a la CGT en los últimos meses, con un enternecedor llamado a la cooperación social. Moyano se da cuenta de que la cosa va contra él y se abroquela.
Se necesita mucha institucionalidad, en diferentes niveles, para que un pacto tramite los conflictos por la distribución del ingreso, en un país donde hay un 30% de pobres y millones de excluidos. La Presidenta se concibe a sí misma como pivote y única garantía de una discusión que abra ese gran tema nacional. Es cierto que tiene una idea exaltada de su capacidad, pero no será suficiente. Donde cosas así funcionan, las instituciones políticas y corporativas, de arriba abajo, también funcionan plenamente. En los próximos cuatro años se acentuará la protesta que tendrá como motivo una menor disponibilidad de recursos estatales. A la Presidenta, que monopoliza las decisiones sobre los recursos, quizá le toque ahora monopolizar también las consecuencias de sus propias decisiones.
Cristina Kirchner tiene dos creencias. La primera, de índole subjetivo, concierne a su autoestima. La ratificación de su gabinete (excepto cambios imprescindibles por el paso a otras funciones electivas) indica un pensamiento rector: nada se ha hecho mal. Si se reconociera que algo no salió del todo bien implicaría que ella misma, la Presidenta, ha fallado, ya que se presenta como inventora y motor omnisciente. La segunda es que el poder sólo está en el vértice y es indivisible, porque cualquier otro esquema no vuelve al poder más democrático sino que lo pone a disposición de sus enemigos. Por lo tanto, sólo ella enuncia. Entre la Babel del conflicto de posiciones, que no permite el momento indispensable de la unidad resolutiva, y el unicato personalista, eligió el personalismo y las decisiones secretas. No sabemos si sostendrá el estilo hasta el final de su segundo mandato. Por el momento prorrogará la ley de emergencia económica, que es, entre otras, una máquina concentradora de decisiones.
Sin tocar el tema de la sucesión, que quedará abierto a partir de mañana, otras complejidades están en el horizonte, sobre todo si las elecciones de medio término no son tan favorables al kirchnerismo como fueron las presidenciales; sobre todo si las «medidas de austeridad» tocan el nervio de las capas medias, que, como en los años 90, creyeron que la bonanza podía durar más de lo verosímil; sobre todo si algunas líneas intransigentes del sindicalismo (que se sienten amenazadas y con las que la Presidenta no simpatiza) ganan la calle.
Otro desafío, más importante, es dejar una construcción a largo plazo, algo del orden material o institucional. La Presidenta tiene cuatro años para corregir los errores y omisiones cometidos en términos de políticas energéticas, territoriales (transporte, ecología, industrias depredadoras) y en términos de distribución (la reforma de un sistema impositivo donde el IVA deje de ser la vía de transferencia hacia arriba de los ingresos). Quizás haya tiempo para encarar esas tareas que dejarían un balance más perdurable.
De todos modos, la Presidenta inicia su segundo mandato como figura reconocida en la escena política latinoamericana. Néstor Kirchner, cuando terminó su gobierno, pasó a la Unasur. Su viuda acaba de firmar con decenas de presidentes latinoamericanos la carta fundadora de la Celac. En 1985, Raúl Alfonsín suscribió con el brasileño José Sarney un acuerdo de integración, que anunciaba el Mercosur, cuyo tratado ratificaron, en Asunción, en 1991, Menem y Collor de Mello. El final de ambos en los tribunales de sus respectivos países no alcanza para opacarlo. Es posible que cuando Cristina Kirchner termine su presidencia, la Celac todavía esté organizándose, pero eso no le quita significación, como tampoco aligera sus problemas.
¿Por qué señalar el final de lo que hoy comienza con el juramento de Cristina Kirchner? Porque es la única apuesta relativamente segura. Duhalde también tendrá en su balance la confianza que ganó mientras estuvo en la Comisión Permanente de Mercosur y activó en la fundación de lo que poco después se llamó Unasur. Son proyectos a largo plazo y pensar en ellos permite hacer foco sobre un futuro que, en otros términos económicos y políticos, no parece asegurado. Los Kirchner no trabajaron para perfeccionar la democracia ni para liberar a los sectores populares del tutelaje de caudillos provinciales y locales del más alto conservadurismo. Esto no figura dentro de sus cualidades ni de su espontaneidad. Pero hicieron un aporte en la construcción de una idea de nación inserta en América latina.
La Presidenta ha demostrado que no figura en la lista de sus deberes escuchar distintas voces. Ganó limpiamente las elecciones. Cree que la victoria da derechos. Sería inútil pedirle que abra el juego y no se limite al pequeño círculo político que ha elegido. Justamente hoy, en esa plenitud tan segura como frágil, no necesita consejos porque no va a seguirlos. Mientras pueda, hará lo que quiera. Después, veremos cómo encara los obstáculos que se planteen a su voluntad política, acostumbrada, como está, a tener la voz de mando, pese a sus vistosos y emotivos efectos de discurso.
© La Nacion.
El peronismo es vertiginoso. José Luis Romero llamó a la Argentina «país aluvial», porque los inmigrantes lo cambiaron en pocas décadas. El peronismo tiene esa cualidad. Movimiento aluvial, que Perón formó primero con retazos: caudillos provinciales conservadores, dirigentes sindicales que abandonaron el socialismo y hombres en disponibilidad para la aventura nacional. El líder de ese ejército tradujo a la Argentina en términos políticos. Fue el gran interpretador, en épocas en que todavía no era fashion la palabra «relato». Quien acierta en la interpretación, representa a los interpretados.
El peronismo también es un portaaviones, donde no se examinan demasiado los papeles de quienes aterrizan en su plataforma. Poroso y abierto a las incorporaciones, necesita, por eso mismo, de la lealtad hacia el dirigente como garantía de que los nuevos, o los que vienen de otras líneas internas, reconozcan la voz de mando. El peronismo tiene una jerarquía de valores que son imprescindibles a su estilo: verticalidad y lealtad, por encima de innumerables peleas, ambiciones e intrigas. Los ascensos y los descensos tienen lugar según la regla de la obediencia a quien dirige. Por eso, Menem tuvo como leales a casi todos los leales al kirchnerismo. Por eso, también, existen las promociones más veloces que la luz y los descensos fulminantes.
La plasticidad del peronismo ha sido la razón de su supervivencia y de los giros de 180 grados que le echan en cara quienes no comprenden que interpreta a la Argentina. Lo que a Cristina Kirchner le gusta llamar «el relato» es eso: poner en discurso el aire de la época (que también captó Menem). Trazar una línea de tiempo: estábamos en el infierno, pasamos al purgatorio, para sintetizarlo con una frase de Néstor Kirchner.
Esa fórmula expresó con sencillez un principio de esperanza, sostenido en un haz de medidas de gobierno, organizadas sobre tres ejes: la memoria de los años 70, los planes sociales y la abstención a reprimir las protestas. Las inconsistencias se hacen visibles a medida que salimos de la crisis y nos acercamos al presente. La inflación real corroe el alcance de los planes; el desempleo y el empleo en negro atentan contra los derechos. Se tiroteó a los que reclamaron tierras en Jujuy y en Santiago del Estero, y a empleados públicos en el Chaco; la gendarmería comenzó a desalojar piquetes. El futuro de la protesta social no tiene asegurado la paciencia benevolente del kirchnerismo y su liga de gobernadores.
Otro capítulo concierne a la definición de amigos y enemigos: todos recuerdan los «destituyentes» de la resolución 125 y los «apropiadores» de la ley de medios. Separaciones nítidas. No estoy juzgando la verdad intrínseca de esas denominaciones, sino su cualidad para organizar el campo de conflicto. Esta fue una especialidad de Néstor Kirchner, su forma de transmitir las batallas del Gobierno.
La forma en que la Presidenta las transmite tiene algunas diferencias. Su muy reciente aporte al discurso hegemónico es la búsqueda de un momento de unidad imaginaria entre sectores que compiten por la distribución de los ingresos. Ella sabe que esa competencia es inevitable. Pero tiene un plan: que el Estado (es decir, ella misma) la habilite o la suspenda. Eso es lo que le está diciendo a la CGT en los últimos meses, con un enternecedor llamado a la cooperación social. Moyano se da cuenta de que la cosa va contra él y se abroquela.
Se necesita mucha institucionalidad, en diferentes niveles, para que un pacto tramite los conflictos por la distribución del ingreso, en un país donde hay un 30% de pobres y millones de excluidos. La Presidenta se concibe a sí misma como pivote y única garantía de una discusión que abra ese gran tema nacional. Es cierto que tiene una idea exaltada de su capacidad, pero no será suficiente. Donde cosas así funcionan, las instituciones políticas y corporativas, de arriba abajo, también funcionan plenamente. En los próximos cuatro años se acentuará la protesta que tendrá como motivo una menor disponibilidad de recursos estatales. A la Presidenta, que monopoliza las decisiones sobre los recursos, quizá le toque ahora monopolizar también las consecuencias de sus propias decisiones.
Cristina Kirchner tiene dos creencias. La primera, de índole subjetivo, concierne a su autoestima. La ratificación de su gabinete (excepto cambios imprescindibles por el paso a otras funciones electivas) indica un pensamiento rector: nada se ha hecho mal. Si se reconociera que algo no salió del todo bien implicaría que ella misma, la Presidenta, ha fallado, ya que se presenta como inventora y motor omnisciente. La segunda es que el poder sólo está en el vértice y es indivisible, porque cualquier otro esquema no vuelve al poder más democrático sino que lo pone a disposición de sus enemigos. Por lo tanto, sólo ella enuncia. Entre la Babel del conflicto de posiciones, que no permite el momento indispensable de la unidad resolutiva, y el unicato personalista, eligió el personalismo y las decisiones secretas. No sabemos si sostendrá el estilo hasta el final de su segundo mandato. Por el momento prorrogará la ley de emergencia económica, que es, entre otras, una máquina concentradora de decisiones.
Sin tocar el tema de la sucesión, que quedará abierto a partir de mañana, otras complejidades están en el horizonte, sobre todo si las elecciones de medio término no son tan favorables al kirchnerismo como fueron las presidenciales; sobre todo si las «medidas de austeridad» tocan el nervio de las capas medias, que, como en los años 90, creyeron que la bonanza podía durar más de lo verosímil; sobre todo si algunas líneas intransigentes del sindicalismo (que se sienten amenazadas y con las que la Presidenta no simpatiza) ganan la calle.
Otro desafío, más importante, es dejar una construcción a largo plazo, algo del orden material o institucional. La Presidenta tiene cuatro años para corregir los errores y omisiones cometidos en términos de políticas energéticas, territoriales (transporte, ecología, industrias depredadoras) y en términos de distribución (la reforma de un sistema impositivo donde el IVA deje de ser la vía de transferencia hacia arriba de los ingresos). Quizás haya tiempo para encarar esas tareas que dejarían un balance más perdurable.
De todos modos, la Presidenta inicia su segundo mandato como figura reconocida en la escena política latinoamericana. Néstor Kirchner, cuando terminó su gobierno, pasó a la Unasur. Su viuda acaba de firmar con decenas de presidentes latinoamericanos la carta fundadora de la Celac. En 1985, Raúl Alfonsín suscribió con el brasileño José Sarney un acuerdo de integración, que anunciaba el Mercosur, cuyo tratado ratificaron, en Asunción, en 1991, Menem y Collor de Mello. El final de ambos en los tribunales de sus respectivos países no alcanza para opacarlo. Es posible que cuando Cristina Kirchner termine su presidencia, la Celac todavía esté organizándose, pero eso no le quita significación, como tampoco aligera sus problemas.
¿Por qué señalar el final de lo que hoy comienza con el juramento de Cristina Kirchner? Porque es la única apuesta relativamente segura. Duhalde también tendrá en su balance la confianza que ganó mientras estuvo en la Comisión Permanente de Mercosur y activó en la fundación de lo que poco después se llamó Unasur. Son proyectos a largo plazo y pensar en ellos permite hacer foco sobre un futuro que, en otros términos económicos y políticos, no parece asegurado. Los Kirchner no trabajaron para perfeccionar la democracia ni para liberar a los sectores populares del tutelaje de caudillos provinciales y locales del más alto conservadurismo. Esto no figura dentro de sus cualidades ni de su espontaneidad. Pero hicieron un aporte en la construcción de una idea de nación inserta en América latina.
La Presidenta ha demostrado que no figura en la lista de sus deberes escuchar distintas voces. Ganó limpiamente las elecciones. Cree que la victoria da derechos. Sería inútil pedirle que abra el juego y no se limite al pequeño círculo político que ha elegido. Justamente hoy, en esa plenitud tan segura como frágil, no necesita consejos porque no va a seguirlos. Mientras pueda, hará lo que quiera. Después, veremos cómo encara los obstáculos que se planteen a su voluntad política, acostumbrada, como está, a tener la voz de mando, pese a sus vistosos y emotivos efectos de discurso.
© La Nacion.
claro,no que el pueblo esta de fiesta,sino el»aluvion zoologico».Parece que la presidente fuera B.S.Pretende decir lo que habria que hacer,corriendo,como opositora,por izquierda o por derecha.El titulo de su articulo remeda a»la victoria no da derechos»del fin de la injusta guerra contra el Paraguay llevada adelante por los «guerreros»que le dejaron su impronta ideologica.Incluso,sorprendentemente,y a falta de amarre,cita a Duhalde.Y se olvida de q
se olvida de que los portaviones arrojaron al mar a los desaparecidos,trayendo entonces una imagen infeliz en en momento en que una presidente comienza su discurso defendiendo los derechos humanos.
Qué no se te terminen dando vuelta los gremios y los caudillos…
Este es un buen análisis político para el te canasta que juega con las amigas.
qué envidia debe sentir esta pobre vieja decadente cada vez que ve a cristina en la tv.