Existen dos narraciones predominantes sobre el enfrentamiento entre Clarín, el mayor grupo de medios de la Argentina, y el Gobierno de Cristina Kirchner.
Una sostiene que, con el ataque a Clarín, el Gobierno busca aplastar la prensa libre, sofocar el pensamiento crítico, destruir el sustrato mismo de la democracia.
La otra asegura que Clarín el eje del mal, el culpable de todos los problemas nacionales, y que su destrucción será seguida, automáticamente, por una impresionante mejoría de nuestra calidad democrática.
Ninguna de las dos versiones refleja la realidad.
Para entender esta guerra, que ya lleva cuatro años y medio, es preciso conocer la historia reciente.
Antes de ser enemigos, Clarín y el Gobierno fueron amigos.
Cuando Néstor Kirchner llegó a la presidencia en 2003, trazó una línea entre medios aliados y enemigos, concedió a unos el acceso a la información y primicias, y retribuyó a los otros con silencio informativo y una confrontación pública en la que los señaló como opositores políticos. Desde el momento inaugural de su mandato, el adversario fue el diario La Nación, que quedó excluido del plan informativo del Gobierno (de por sí, tremendamente restrictivo). Este enfrentamiento, definido por el propio Kirchner como ideológico, sirvió a los dos: al Gobierno y al diario, cuya tirada volvió a crecer luego de años en caída.
Al mismo tiempo, Kirchner eligió a Clarín y a su CEO, Héctor Magnetto, como aliados.
Como todos los presidentes de la democracia antes que él, Kirchner creía que un “sistema de buen trato” con Clarín le garantizaría “un buen trato” recíproco. Veía en Clarín mucho más que un grupo de medios: lo consideraba uno de los principales factores de poder de la Argentina.
Desde 1976, cuando el joven Magnetto dio su primer paso hacia la construcción del multimedios al negociar con la dictadura militar la compra de Papel Prensa, Clarín llevó adelante negociaciones con los Gobiernos para obtener los beneficios económicos que lo convirtieron en el principal grupo de medios del país. Utilizó su gran poder de lobby para obtener de los Gobiernos democráticos medidas oficiales, decretos necesarios para su expansión, incluso leyes (notoriamente, la de Bienes Culturales que le permitió sobrevivir a la crisis de 2001). Hizo acuerdos con presidentes para apoyar sus Gobiernos y los rompió cuando no le convenían.
Por esta ubicuidad, su relación utilitaria con el poder solía comenzar con la fascinación y acabar en conflicto. Los presidentes Raúl Alfonsín (1983-1989) y Carlos Menem (1989-1999) le declararon la guerra en algún momento de sus Gobiernos e intentaron golpearlo con hechos y palabras.
Néstor Kirchner (2003-2007) fue más lejos que sus predecesores: se fascinó genuinamente con Magnetto. Había entre ellos un entendimiento natural. Durante cuatro años compartieron ideas sobre el país y hablaron de negocios. Clarín apoyó las principales medidas del Gobierno y —casi hasta el final del período— se abstuvo de criticarlo en todo lo significativo. Magnetto obtuvo de Kirchner, entre otras cosas, la aprobación para la fusión de Multicanal y Cablevisión y la promesa de la adquisición de una parte de Telecom.
Cristina no llevaba cien días en el Gobierno cuando se produjo la ruptura, por razones de estrategia y cálculo político. Néstor abrió un frente de batalla tras otro, apuntó a dañar a Clarín en sus negocios e intereses directos, hasta intentó meter preso a Magnetto. Cuando, en octubre de 2010, el expresidente murió de un ataque fulminante, pareció que Clarín había ganado: el mismo día en que había luto nacional, la Bolsa premiaba al Grupo con una suba espectacular de 49% en sus acciones.
Pero ocurrió lo contrario. Cristina se decidió a acabar con el poderío de Clarín así fuera su último acto como presidenta. El instrumento elegido fue la llamada Ley de Medios, una ley antimonopolio, aprobada con aportes de organizaciones civiles, expertos y sectores de la oposición.
Este viernes vence la medida cautelar que permitió a Clarín incumplir la ley durante dos años. La maraña judicial es compleja. Por ahora, hay un juez de primera instancia que no se decide a emitir su fallo; una Cámara de Apelaciones desmantelada en una subguerra de presiones; y una Corte Suprema fastidiada por tantas demoras e intrigas y renuente a resolver el asunto ella misma.
Más allá de los procedimientos, ambos rivales parecen decididos a llevar el asunto hasta el final. Sorprendentemente, Clarín parece empecinado en rebelarse ante una ley del Congreso aunque librar esta batalla pueda costarle la derrota total.
Desde 2009, no ha hecho más que perder.
Ya perdió negocios multimillonarios: la exclusividad de la transmisión de los partidos de fútbol y la libertad de controlar la producción de papel periódico, y otros de resolución todavía pendiente en la justicia. También perdió el ingreso a negocios estratégicos: por ejemplo, el acceso a una telefónica que tanto quería Magnetto. También perdió lectores: el diario tiene menos de 300.000 lectores diarios de promedio y no deja de caer desde 2005, mientras algunos competidores, como La Nación, crecieron. También perdió prestigio y credibilidad.
Y, sin embargo, persiste como si no tuviera ya más nada que perder. No es cierto: aún maneja un negocio de 522 millones de pesos de ganancia anual que juega cada día en la trinchera de lo que, a todas luces, parece una batalla perdida. Porque, como ocurrió en la Gran Bretaña de Rupert Murdoch, un modelo de relación entre la prensa y el poder político, que dio una posición dominante a Clarín en los últimos 30 años, ha muerto.
Sólo Clarín parece no entenderlo.
Una sostiene que, con el ataque a Clarín, el Gobierno busca aplastar la prensa libre, sofocar el pensamiento crítico, destruir el sustrato mismo de la democracia.
La otra asegura que Clarín el eje del mal, el culpable de todos los problemas nacionales, y que su destrucción será seguida, automáticamente, por una impresionante mejoría de nuestra calidad democrática.
Ninguna de las dos versiones refleja la realidad.
Para entender esta guerra, que ya lleva cuatro años y medio, es preciso conocer la historia reciente.
Antes de ser enemigos, Clarín y el Gobierno fueron amigos.
Cuando Néstor Kirchner llegó a la presidencia en 2003, trazó una línea entre medios aliados y enemigos, concedió a unos el acceso a la información y primicias, y retribuyó a los otros con silencio informativo y una confrontación pública en la que los señaló como opositores políticos. Desde el momento inaugural de su mandato, el adversario fue el diario La Nación, que quedó excluido del plan informativo del Gobierno (de por sí, tremendamente restrictivo). Este enfrentamiento, definido por el propio Kirchner como ideológico, sirvió a los dos: al Gobierno y al diario, cuya tirada volvió a crecer luego de años en caída.
Al mismo tiempo, Kirchner eligió a Clarín y a su CEO, Héctor Magnetto, como aliados.
Como todos los presidentes de la democracia antes que él, Kirchner creía que un “sistema de buen trato” con Clarín le garantizaría “un buen trato” recíproco. Veía en Clarín mucho más que un grupo de medios: lo consideraba uno de los principales factores de poder de la Argentina.
Desde 1976, cuando el joven Magnetto dio su primer paso hacia la construcción del multimedios al negociar con la dictadura militar la compra de Papel Prensa, Clarín llevó adelante negociaciones con los Gobiernos para obtener los beneficios económicos que lo convirtieron en el principal grupo de medios del país. Utilizó su gran poder de lobby para obtener de los Gobiernos democráticos medidas oficiales, decretos necesarios para su expansión, incluso leyes (notoriamente, la de Bienes Culturales que le permitió sobrevivir a la crisis de 2001). Hizo acuerdos con presidentes para apoyar sus Gobiernos y los rompió cuando no le convenían.
Por esta ubicuidad, su relación utilitaria con el poder solía comenzar con la fascinación y acabar en conflicto. Los presidentes Raúl Alfonsín (1983-1989) y Carlos Menem (1989-1999) le declararon la guerra en algún momento de sus Gobiernos e intentaron golpearlo con hechos y palabras.
Néstor Kirchner (2003-2007) fue más lejos que sus predecesores: se fascinó genuinamente con Magnetto. Había entre ellos un entendimiento natural. Durante cuatro años compartieron ideas sobre el país y hablaron de negocios. Clarín apoyó las principales medidas del Gobierno y —casi hasta el final del período— se abstuvo de criticarlo en todo lo significativo. Magnetto obtuvo de Kirchner, entre otras cosas, la aprobación para la fusión de Multicanal y Cablevisión y la promesa de la adquisición de una parte de Telecom.
Cristina no llevaba cien días en el Gobierno cuando se produjo la ruptura, por razones de estrategia y cálculo político. Néstor abrió un frente de batalla tras otro, apuntó a dañar a Clarín en sus negocios e intereses directos, hasta intentó meter preso a Magnetto. Cuando, en octubre de 2010, el expresidente murió de un ataque fulminante, pareció que Clarín había ganado: el mismo día en que había luto nacional, la Bolsa premiaba al Grupo con una suba espectacular de 49% en sus acciones.
Pero ocurrió lo contrario. Cristina se decidió a acabar con el poderío de Clarín así fuera su último acto como presidenta. El instrumento elegido fue la llamada Ley de Medios, una ley antimonopolio, aprobada con aportes de organizaciones civiles, expertos y sectores de la oposición.
Este viernes vence la medida cautelar que permitió a Clarín incumplir la ley durante dos años. La maraña judicial es compleja. Por ahora, hay un juez de primera instancia que no se decide a emitir su fallo; una Cámara de Apelaciones desmantelada en una subguerra de presiones; y una Corte Suprema fastidiada por tantas demoras e intrigas y renuente a resolver el asunto ella misma.
Más allá de los procedimientos, ambos rivales parecen decididos a llevar el asunto hasta el final. Sorprendentemente, Clarín parece empecinado en rebelarse ante una ley del Congreso aunque librar esta batalla pueda costarle la derrota total.
Desde 2009, no ha hecho más que perder.
Ya perdió negocios multimillonarios: la exclusividad de la transmisión de los partidos de fútbol y la libertad de controlar la producción de papel periódico, y otros de resolución todavía pendiente en la justicia. También perdió el ingreso a negocios estratégicos: por ejemplo, el acceso a una telefónica que tanto quería Magnetto. También perdió lectores: el diario tiene menos de 300.000 lectores diarios de promedio y no deja de caer desde 2005, mientras algunos competidores, como La Nación, crecieron. También perdió prestigio y credibilidad.
Y, sin embargo, persiste como si no tuviera ya más nada que perder. No es cierto: aún maneja un negocio de 522 millones de pesos de ganancia anual que juega cada día en la trinchera de lo que, a todas luces, parece una batalla perdida. Porque, como ocurrió en la Gran Bretaña de Rupert Murdoch, un modelo de relación entre la prensa y el poder político, que dio una posición dominante a Clarín en los últimos 30 años, ha muerto.
Sólo Clarín parece no entenderlo.