No es noticia que en Río de Janeiro los principales indicadores de seguridad hayan empeorado alarmantemente a lo largo del último año. Sí lo es, sin embargo, que los vecinos de las favelas, hartos de pagar la factura de las intervenciones policiales indiscriminadas contra los grupos narcos y de las tristemente populares balas perdidas, hayan decidido romper el silencio y plantarle cara a un Estado que históricamente los ha tratado como ciudadanos de segunda.
Una imagen que viene siendo habitual en los últimos meses es la de grupos de vecinos de diferentes favelas cariocas cortando el tráfico de carreteras y avenidas, incendiando autobuses y vehículos públicos, montando barricadas o emprendiéndola a pedradas contra la policía. Las fotos son bastantes claras: en ellas se aprecia a mujeres y hombres de edad avanzada, madres y jóvenes sin armas de fuego que, espoleados por las permanentes manifestaciones que se extienden por Brasil, lanzan ahora un grito de hartazgo desesperado, contenido durante décadas.
En las inmediaciones de la favela de Caramujo, en Niteroi, una localidad satélite de Río de Janeiro, los vecinos cortaron el viernes una carretera y le prendieron fuego a cuatro autobuses y tres coches en respuesta a dos muertes registradas en las últimas horas en la misma zona. Poco después de abandonar la Iglesia de Nossa Senhora de Nazareth, Anderson Santos Silva, de 21 años, se vio acorralado en un fuego cruzado entre narcotraficantes y policías que pretendían reprimir un baile que se celebraba esa noche en la favela. Al intentar proteger a sus familiares, Anderson recibió un disparo y horas después murió. Su hermana también resultó herida.
El joven Emanoel Gomes circulaba en moto por el mismo suburbio cuando fue atropellado por un blindado del Batallón de Choque de la Policía Militar. Ambas muertes llevaron a un nutrido grupo de vecinos a tomarse la justicia por su mano, incendiando autobuses y coches, y cortando el tráfico. Protestaban contra una policía que parece regresar a los viejos hábitos del acoso y derribo al narco, y que suele actuar sin muchos remilgos con la población local.
La ONG Rio de Paz ha resumido las estadísticas publicadas durante los últimos ocho años por el Instituto de Seguridad Pública de Río de Janeiro. Y los números son alarmantes: en el Estado de Río de Janeiro se registraron en ese periodo 35.879 homicidios dolosos, 285 lesiones corporales seguidas de muerte, 1.169 robos con resultado de muerte, 5.677 muertes derivadas de intervenciones policiales, 155 policías militares y civiles muertos en acto de servicio. Total: 43.165 fallecidos. Es decir, más de 500 muertes al mes provocadas por una violencia desaforada. Estos números no tienen en cuenta los más de 38.000 desaparecidos ni las más de 31.000 tentativas de homicidio.
En el Complexo da Maré, recién ocupado por el Ejército brasileño, también se han registrado en los últimos días dos muertes de civiles sospechosos de trabajar para el narcotráfico. El hecho generó una oleada de indignación entre los vecinos del complejo, que no entienden cómo una ocupación militar con fines pacificadores puede arrancar causando víctimas mortales desde el primer momento.
Una imagen que viene siendo habitual en los últimos meses es la de grupos de vecinos de diferentes favelas cariocas cortando el tráfico de carreteras y avenidas, incendiando autobuses y vehículos públicos, montando barricadas o emprendiéndola a pedradas contra la policía. Las fotos son bastantes claras: en ellas se aprecia a mujeres y hombres de edad avanzada, madres y jóvenes sin armas de fuego que, espoleados por las permanentes manifestaciones que se extienden por Brasil, lanzan ahora un grito de hartazgo desesperado, contenido durante décadas.
En las inmediaciones de la favela de Caramujo, en Niteroi, una localidad satélite de Río de Janeiro, los vecinos cortaron el viernes una carretera y le prendieron fuego a cuatro autobuses y tres coches en respuesta a dos muertes registradas en las últimas horas en la misma zona. Poco después de abandonar la Iglesia de Nossa Senhora de Nazareth, Anderson Santos Silva, de 21 años, se vio acorralado en un fuego cruzado entre narcotraficantes y policías que pretendían reprimir un baile que se celebraba esa noche en la favela. Al intentar proteger a sus familiares, Anderson recibió un disparo y horas después murió. Su hermana también resultó herida.
El joven Emanoel Gomes circulaba en moto por el mismo suburbio cuando fue atropellado por un blindado del Batallón de Choque de la Policía Militar. Ambas muertes llevaron a un nutrido grupo de vecinos a tomarse la justicia por su mano, incendiando autobuses y coches, y cortando el tráfico. Protestaban contra una policía que parece regresar a los viejos hábitos del acoso y derribo al narco, y que suele actuar sin muchos remilgos con la población local.
La ONG Rio de Paz ha resumido las estadísticas publicadas durante los últimos ocho años por el Instituto de Seguridad Pública de Río de Janeiro. Y los números son alarmantes: en el Estado de Río de Janeiro se registraron en ese periodo 35.879 homicidios dolosos, 285 lesiones corporales seguidas de muerte, 1.169 robos con resultado de muerte, 5.677 muertes derivadas de intervenciones policiales, 155 policías militares y civiles muertos en acto de servicio. Total: 43.165 fallecidos. Es decir, más de 500 muertes al mes provocadas por una violencia desaforada. Estos números no tienen en cuenta los más de 38.000 desaparecidos ni las más de 31.000 tentativas de homicidio.
En el Complexo da Maré, recién ocupado por el Ejército brasileño, también se han registrado en los últimos días dos muertes de civiles sospechosos de trabajar para el narcotráfico. El hecho generó una oleada de indignación entre los vecinos del complejo, que no entienden cómo una ocupación militar con fines pacificadores puede arrancar causando víctimas mortales desde el primer momento.