Las fracturas del mosaico kirchnerista

Mientras Cristina hablaba de las balas de tinta que atacan a su gobierno, balas de plomo caían sobre los manifestantes que protestaban contra el acuerdo con Chevron, en la provincia de Neuquén. Casi inmediatamente después, el Gobierno, en la voz de Parrilli, hizo reaparecer los viejos argumentos de la derecha tradicional para justificar la brutal represión. La expresión «un grupo de 150 inadaptados querían hacer un golpe institucional en Neuquén» es contundente: recurren al conocido cliché que utilizaban aquellos a los cuales dicen enfrentar.
Parrilli aparece con toda su coherencia: de miembro informante en el Congreso para la privatización de YPF durante el gobierno de Menem, a justificador de la represión en Neuquén, cuando se pronunciaban miles de personas contra un acuerdo que ya había sido deslegitimado por la votación popular en las PASO pocos días antes.
Los hechos son demasiados brutales y el golpe sufrido en las elecciones da lugar a que en el oficialismo afloren las diferencias y peleas internas, las disputas de hegemonía y de poder. En este marco, aparecieron en su seno algunas voces con tibias críticas a la represión de Neuquén y Jujuy. Sin embargo, las mismas sostienen el argumento de las responsabilidades «locales», ocultando el hilo conductor de una política que se ejecutó durante toda la década y que se profundizó en los últimos años.
Se trata de una política nacional institucional que tiene expresiones legales, como la ley antiterrorista, y disposiciones instrumentales más o menos ocultas, como el proyecto X, de infiltración y espionaje a organizaciones sociales y políticas. En estos años hubo numerosas acciones represivas, que durante un tiempo fueron fundamentalmente tercerizadas a través de patotas y que pasaron luego a ser asumidas directa y abiertamente por las fuerzas de seguridad, aunque nunca renunciaron a la colaboración de estas bandas. Gildo Insfrán y Berni son figuras paradigmáticas de esa política.
El pedido de ascenso y la designación de Milani al frente del Ejército, designación que se mantiene a pesar de los cuestionamientos por violaciones a los DD.HH. y por corrupción, y recientemente el nombramiento de Alejandro Marambio, acusado de torturador, al frente del Servicio Penitenciario Federal, tornan manifiesto lo que antes se intentaba ocultar a través del relato: que esta política requiere ejecutores precisos.
El resultado electoral puso en crisis el mosaico kirchnerista, cuyos componentes parecían amalgamarse en un todo homogéneo. Esta totalización perdió ahora su estabilidad y los fragmentos parecen comenzar a descomponerla.
La fascinación de un relato monolítico va perdiendo fuerza. Curiosamente, lo mismo que nos indigna de las palabras de Parrilli es lo que nos alivia del efecto enloquecedor que nos producía la apropiación del discurso nacional, popular y democrático, y la violencia de los enmascaramientos. Era el efecto de un tipo de violencia que tiende a bloquear nuestra capacidad de pensamiento y que exige adhesiones incondicionales. En este sentido, no se trata sólo del contenido del discurso, sino también, y esto es lo más importante, de su inscripción en una lógica binaria. Lógica que define sólo dos posiciones posibles, en este caso, el «monopolio» o el Gobierno, pretendiendo obturar todo planteo de diferencia. La consecuencia inevitable es la angustia de no lugar para los que no se identifican con ninguno de los polos de ese dispositivo. La necesidad de pertenencia social crea una vía regia para la adscripción a ideales colectivos hegemónicos y, por lo tanto, para la adhesión espontánea, la naturalización y la internalización de ese discurso.
Durante toda la década, con espectacularidad en el montaje de escenas y escenarios, el relato se teatralizó, capturando anhelos y expectativas populares. Lo ocurrido con YPF es un ejemplo de esto: el Gobierno primero propició el negociado de la entrada del grupo Eskenazi, que favorecía también a Repsol y descapitalizaba a la empresa. Luego se decidió la supuesta recuperación de YPF, medida que nos devolvería el orgullo de aquella primera empresa petrolera de América latina y nos permitiría la resolución de los problemas energéticos, a su vez, también negados. En el proyecto había elementos que avalaban la sospecha de que se trataba de una maniobra para ocultar que la dependencia se mantenía. Una campaña propagandística intensa acompañaba la espectacularidad con la que se presentaba la medida. Se exigía aprobación inmediata y a libro cerrado. Recién tiempo después, como una novela en capítulos, aparece el acuerdo con Chevron, que anula en los hechos aquello que se había festejado.
En los últimos días, el candidato del oficialismo y el gobernador de la provincia de Buenos Aires reconocen el problema de la inseguridad con el discurso y las medidas tradicionales al estilo Blumberg: disminución de la edad de imputabilidad de menores, designación de ejecutores de políticas de mano dura, mientras se conoce que después de una década la cifra de jóvenes que no estudian ni trabajan permanece igual que en 2003.
La pregnancia de lo real es tan potente que va haciendo caer algunos ropajes. Algunas hendiduras van dañando el paraguas del relato.
Los colectivos orgánicos de la intelectualidad K habían ido aportando a la elaboración conceptual de este nuevo grupo hegemónico de poder, necesaria para garantizar su hegemonía cultural, contribuyendo a la construcción de consensos y del sistema de coerción que sostiene el control social.
El relato que contribuyeron a crear presenta la paradoja de sostener que se han producido cambios instituyentes, mientras se mantiene el orden de lo instituido.
Frente al debilitamiento de su hegemonía como resultado de las PASO, el oficialismo reaccionó al principio lavándose las lágrimas e intentando mostrarse en un clima de euforia, como si hubiera ratificado una marcada mayoría. Casi inmediatamente, desempolvó el fantasma del peligro destituyente.
Este término, inventado por Carta Abierta, al que otorgan un sentido de golpismo, ha quedado como muletilla para no hacerse cargo de los efectos contestatarios que la política del Gobierno produce y que nada tiene que ver con un golpe. Toda manifestación de desacuerdo o cuestionamiento queda traducida en una amenaza de vuelta al pasado si ellos no están. Hoy algunos dicen: «si nos ganan se pierde todo».
La expresión «destituyente» no es inocua: su gravedad reside en la resonancia trágica de toda imagen que pueda asociarse al golpismo en la Argentina, y se utiliza, por lo tanto, para producir intimidación, afectando el trabajo de lo simbólico.
Pero en el movimiento de desmitificación de lo «destituyente», no elegido sino obligado por los escasos márgenes que da la situación económica y social, se pasa a la palabra golpe, empleada por Parrilli. Las máscaras ahora tienen movimiento, se ponen y se sacan.
Los intelectuales K no sólo inventaron la palabra destituyente. Abroquelados en un espíritu de cuerpo, sobre la base de la defensa de una causa superior que todos deberíamos compartir, no cuestionaron medidas políticas con las que la mayoría de ellos jamás hubiera acordado. Hoy, cuando afloran las heterogeneidades, no se pronuncian sobre la represión en Neuquén o Jujuy, sobre la designación de Marambio al frente del Servicio Penitenciario Federal, pero sí apoyan, como Estela Carlotto, la designación de Milani al frente del Ejército. Esta combinación de explicitaciones de apoyo con silencios ante situaciones que interpelan al espíritu crítico nos hace pensar que los márgenes de autonomía todavía están muy acotados.
En un clima social atravesado por fluctuaciones, como ocurre en los momentos de transición, quedan abiertos múltiples interrogantes sobre los cambios de roles y los destinos en el mosaico K.
© LA NACION .

Acerca de Nicolás Tereschuk (Escriba)

"Escriba" es Nicolás Tereschuk. Politólogo (UBA), Maestría en Sociologìa Económica (IDAES-UNSAM). Me interesa la política y la forma en que la política moldea lo económico (¿o era al revés?).

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