Sin dudas, al Gobierno le encantaría mostrar con contundencia que la economía se ha encarrilado definitivamente en la senda del crecimiento y la desinflación, sobre todo en este año electoral.
Pero lo cierto es que no está resultando tan sencillo.
De hecho, si bien la economía ha empezado a mejorar (el PBI sin estacionalidad creció 1,1% en el primer trimestre versus el trimestre previo, un resultado mejor al que se esperaba), la recuperación se ha demorado y el nivel de actividad está apenas un 0,3% por encima del registro de un año atrás.
Los últimos datos de la actividad confirman este magro escenario: en abril la economía avanzó un leve 0,6% interanual y se mantuvo virtualmente estancada en la comparación mensual, según el informe del INDEC.
Además, y como es frecuente en las economías que exhiben recuperaciones suaves, se observa una importante disparidad de performance entre los sectores, con algunos que han empezado a avanzar a tasas interesantes como el agro y la construcción, que en abril y mayo creció al 10% interanual, y otros que siguen en retracción como el retail o la industria manufacturera, que venía cayendo y recién en mayo logró mostrar una mejora interanual.
En cuanto a la inflación, una de las variables más sensibles en temporada de elecciones, luego del aumento verificado entre febrero y abril parece haber retomado su sendero declinante a partir de mayo. Pero aún se ubica en niveles que superan las aspiraciones de las autoridades, con una inflación reacia a quebrar el 1,6% mensual (núcleo o macro) y el 21% anualizado.
En definitiva, es una buena noticia que la economía haya comenzado a reactivarse aunque es cierto que hasta el momento no se siente mucho en la calle.
Y que el proceso de desinflación se encamine a afirmar la tendencia es crucial. Pero claramente eso no está sucediendo al ritmo ni con el vigor deseado para mejorar la temperatura del clima electoral.
Desde una visión política, mientras se desarrolla una dinámica de corto plazo que produce una leve reanimación de la economía, la estrategia apunta a un modelo de crecimiento sostenido y de desarrollo.
Y es importante que ese horizonte esté claro porque es sabido que el ciclo político le exige al ritmo de la economía más dinamismo del que puede dar.
Si bien los resultados económicos hasta ahora no dan lugar para un gran entusiasmo, un hecho positivo a resaltar es que las autoridades no han cedido a la “tentación” tradicional de los años electorales que es la de “tirar la casa por la ventana”, sino que han dado señales de estar comprometidas con el objetivo de avanzar paulatinamente hacia la estabilidad macroeconómica y hacia un crecimiento de mediano plazo impulsado por motores genuinos como la inversión y la competitividad.
Prueba de ello es que, pese a ser un año donde el oficialismo plebiscita la gestión, el Gobierno tomó medidas atípicas como continuar con el cronograma de los aumentos de las tarifas de gas y luz o aplicar una política monetaria restrictiva orientada a bajar la tasa de inflación, con el objetivo de construir la credibilidad del Banco Central, lo que sin duda ha inhibido una recuperación económica más enérgica.
Y si bien el excesivo gradualismo fiscal está en el centro del debate, por sus consecuencias macro indeseadas como las presiones bajistas sobre el tipo de cambio y las tensiones sobre la política monetaria (que queda muy sola en el combate con la inflación), la elección de ese camino puede interpretarse como el costo que se tuvo que afrontar por una transición ordenada desde el punto de vista político y social.
De todos modos, es importante destacar que, excluyendo los ingresos extraordinarios que el blanqueo de capitales aportó al Tesoro, el déficit primario apunta a cerrar el año en un nivel equivalente al 4,6% del PBI, aproximadamente 1 punto porcentual por debajo del registro de 2016. Y realmente, reducir en tal magnitud el déficit en un año electoral se muestra como un hecho casi inédito en la historia moderna de nuestro país.
Ya en la recta final hacia las primarias de agosto y la elección de octubre, la realidad es que nada cambiará demasiado en cuanto a los principales resultados económicos.
En otras palabras: lo que resulte en materia de actividad e inflación está prácticamente jugado.
La actividad llegará a octubre con tasas de expansión de algo más de 3% anual que se evidenciará más en la estadística que en el humor social.
La inflación, por su parte, se ubicará en torno al 1% mensual estacionándose en tasas interanuales del orden de 21% hacia el tercer trimestre, lo que tampoco generará la sensación de una tarea con resultado exitoso.
Estas primeras mejoras en las tendencias permiten trazar perspectivas positivas en el mediano plazo pero no bastan para mejorar la percepción de ahora ni la de octubre.
Esta combinación de hechos genera la duda más clásica: ¿hoy la botella está medio llena o medio vacía?
Probablemente lo único que podemos afirmar es que es mucho el trabajo que resta por hacer y que es muy temprano para sacar conclusiones.
Pero claro, la botella medio llena es que por lo menos se empezó con la tarea. Algo que no podía decirse hace no tanto.
Pero lo cierto es que no está resultando tan sencillo.
De hecho, si bien la economía ha empezado a mejorar (el PBI sin estacionalidad creció 1,1% en el primer trimestre versus el trimestre previo, un resultado mejor al que se esperaba), la recuperación se ha demorado y el nivel de actividad está apenas un 0,3% por encima del registro de un año atrás.
Los últimos datos de la actividad confirman este magro escenario: en abril la economía avanzó un leve 0,6% interanual y se mantuvo virtualmente estancada en la comparación mensual, según el informe del INDEC.
Además, y como es frecuente en las economías que exhiben recuperaciones suaves, se observa una importante disparidad de performance entre los sectores, con algunos que han empezado a avanzar a tasas interesantes como el agro y la construcción, que en abril y mayo creció al 10% interanual, y otros que siguen en retracción como el retail o la industria manufacturera, que venía cayendo y recién en mayo logró mostrar una mejora interanual.
En cuanto a la inflación, una de las variables más sensibles en temporada de elecciones, luego del aumento verificado entre febrero y abril parece haber retomado su sendero declinante a partir de mayo. Pero aún se ubica en niveles que superan las aspiraciones de las autoridades, con una inflación reacia a quebrar el 1,6% mensual (núcleo o macro) y el 21% anualizado.
En definitiva, es una buena noticia que la economía haya comenzado a reactivarse aunque es cierto que hasta el momento no se siente mucho en la calle.
Y que el proceso de desinflación se encamine a afirmar la tendencia es crucial. Pero claramente eso no está sucediendo al ritmo ni con el vigor deseado para mejorar la temperatura del clima electoral.
Desde una visión política, mientras se desarrolla una dinámica de corto plazo que produce una leve reanimación de la economía, la estrategia apunta a un modelo de crecimiento sostenido y de desarrollo.
Y es importante que ese horizonte esté claro porque es sabido que el ciclo político le exige al ritmo de la economía más dinamismo del que puede dar.
Si bien los resultados económicos hasta ahora no dan lugar para un gran entusiasmo, un hecho positivo a resaltar es que las autoridades no han cedido a la “tentación” tradicional de los años electorales que es la de “tirar la casa por la ventana”, sino que han dado señales de estar comprometidas con el objetivo de avanzar paulatinamente hacia la estabilidad macroeconómica y hacia un crecimiento de mediano plazo impulsado por motores genuinos como la inversión y la competitividad.
Prueba de ello es que, pese a ser un año donde el oficialismo plebiscita la gestión, el Gobierno tomó medidas atípicas como continuar con el cronograma de los aumentos de las tarifas de gas y luz o aplicar una política monetaria restrictiva orientada a bajar la tasa de inflación, con el objetivo de construir la credibilidad del Banco Central, lo que sin duda ha inhibido una recuperación económica más enérgica.
Y si bien el excesivo gradualismo fiscal está en el centro del debate, por sus consecuencias macro indeseadas como las presiones bajistas sobre el tipo de cambio y las tensiones sobre la política monetaria (que queda muy sola en el combate con la inflación), la elección de ese camino puede interpretarse como el costo que se tuvo que afrontar por una transición ordenada desde el punto de vista político y social.
De todos modos, es importante destacar que, excluyendo los ingresos extraordinarios que el blanqueo de capitales aportó al Tesoro, el déficit primario apunta a cerrar el año en un nivel equivalente al 4,6% del PBI, aproximadamente 1 punto porcentual por debajo del registro de 2016. Y realmente, reducir en tal magnitud el déficit en un año electoral se muestra como un hecho casi inédito en la historia moderna de nuestro país.
Ya en la recta final hacia las primarias de agosto y la elección de octubre, la realidad es que nada cambiará demasiado en cuanto a los principales resultados económicos.
En otras palabras: lo que resulte en materia de actividad e inflación está prácticamente jugado.
La actividad llegará a octubre con tasas de expansión de algo más de 3% anual que se evidenciará más en la estadística que en el humor social.
La inflación, por su parte, se ubicará en torno al 1% mensual estacionándose en tasas interanuales del orden de 21% hacia el tercer trimestre, lo que tampoco generará la sensación de una tarea con resultado exitoso.
Estas primeras mejoras en las tendencias permiten trazar perspectivas positivas en el mediano plazo pero no bastan para mejorar la percepción de ahora ni la de octubre.
Esta combinación de hechos genera la duda más clásica: ¿hoy la botella está medio llena o medio vacía?
Probablemente lo único que podemos afirmar es que es mucho el trabajo que resta por hacer y que es muy temprano para sacar conclusiones.
Pero claro, la botella medio llena es que por lo menos se empezó con la tarea. Algo que no podía decirse hace no tanto.