Lecciones de Weber para Carrió

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Sábado 18 de mayo de 2013 | Publicado en edición impresa
Por Eduardo Fidanza | Para LA NACION
Elisa Carrió ha vuelto al centro de la escena en las últimas semanas . Sus declaraciones controvertidas escalaron rápidamente en los medios logrando el efecto habitual: la conformidad de algunos, que la consideran un testigo lúcido y limpio de la política, y el malestar de otros, agredidos por sus injurias. El balance actual de pérdidas y ganancias que exhiben las encuestas sobre ella arroja saldo negativo, aunque su imagen empieza a recuperarse. Eso no augura, sin embargo, un desempeño electoral relevante. En rigor, Carrió tiene un piso firme aunque estrecho de votantes y despierta limitadas expectativas en el electorado independiente.
La actualización de la figura de Carrió es paralela a las denuncias de corrupción que sacuden al Gobierno. Esa coincidencia parece reafirmar una de las caras de su imagen: ser una dirigente guiada por ideales antes que por apetencias de poder. La otra cara asimila su persona a la inestabilidad emocional, por impulsiva, imprevisible, desinteresada por las consecuencias de sus actos y desconsiderada hacia los demás.
Esa imagen iguala, de un modo pasmoso, la manera de proceder de Carrió a una de las construcciones conceptuales más famosas de Max Weber: la política de las convicciones, opuesta por principio a la política de la responsabilidad. No es nuevo asimilar a Carrió a la cara fundamentalista de la política que iluminó Weber. Pero acaso sea fructífero volver sobre ello, para tratar de entender sus motivos y efectos esperables, en momentos en que la democracia argentina atraviesa una de sus crisis más severas.
Weber se refirió a los dilemas morales de la política en una célebre conferencia titulada «La política como profesión», ofrecida en 1919. Las circunstancias eran particularmente conflictivas: Alemania había perdido la guerra y estaba en un proceso de reconstrucción política que culminaría en la adopción de la democracia representativa con sufragio universal. Acechaban al emprendimiento la revolución bolchevique y la reacción oligárquica de los grandes propietarios. Weber caminaba por una senda estrecha en medio del vendaval: creía en la erección de una democracia progresista moderada, dotada de liderazgo político y administración eficiente. Sus ideas representaban a la burguesía lúcida que alumbraría la República de Weimar, finalmente destrozada por Hitler, luego de que la debilitaran los fundamentalistas de izquierda y derecha y la codicia internacional.
En «La política como profesión», Weber esboza una democracia posible, según las condiciones de la Alemania de la época. Entre los requisitos de ese proyecto, la existencia de políticos profesionales era crucial. Tal vez empiece aquí la lección de Weber a Carrió y a dirigentes de su especie. Según el sociólogo, tres son las cualidades decisivas de un político: pasión, sentido de la responsabilidad y capacidad de distanciamiento. Weber creía en una amalgama de pasión y distanciamiento, como requisitos de la responsabilidad. Según él, la política se hace con la cabeza, pero sin sentimiento puede derivar en un frívolo juego intelectual. La señal del fracaso de esta síntesis es la vanidad, esa «necesidad de ponerse a sí mismo en el primer plano, lo más visiblemente posible», según palabras de Weber. La vanidad le impide al político volcarse a lo concreto y responsabilizarse por las consecuencias de su acción. Y lo torna inepto para construir fuerzas políticas sólidas y estables. La egolatría hace colapsar a las organizaciones.
La lección weberiana llega a su núcleo con la reflexión acerca del vínculo entre ética y política. Esto le incumbe específicamente a Carrió, en tanto que ella hace de la ética el centro de su mensaje. Weber enseña, con erudición histórica y realismo, que la política que pretende construir instituciones no se vale sólo de ética, sino de previsibilidad y aceptación de las condiciones culturales. La ética absoluta en política, dirá Weber, desconoce el hecho probado por la historia de que con frecuencia medios nobles no derivan en fines buenos y no siempre medios cuestionables producen resultados malos. El fundamentalismo político se desentiende de este hecho desconcertante, enarbolando su lema misional: «Mi Dios me manda, que el mundo me soporte».
Si nos atenemos a la enseñanza de Max Weber, proclamar que todos los dirigentes son corruptos o necios, con excepción del que emite el juicio, es antes un acto de vanidad irresponsable y destructivo que un aporte a la mejora de la actividad política. Carrió vuelve al ruedo con esa ética absolutista, ante la que pareciera no caber otra actitud que acatarla o arrepentirse.
Pero quizás haya un riesgo que advertir y una trampa que evitar: la guerra entre el bien y el mal -o, personalizando, entre Carrió y el sistema- puede opacar un proyecto opositor de reconstrucción institucional, tan imperfecto y necesario como el que inspiró a Weber cuando Alemania parecía agonizar.
© LA NACION.
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