Guillermo O’Donnell fue el politólogo más importante de la Argentina. Creador de conceptos clásicos para la comunidad académica nacional e internacional, dedicó su vida a descifrar la relación entre el Estado y la democracia, a estudiar la naturaleza de los golpes de Estado y las transiciones latinoamericanas. Fue un activista antiautoritario. Fue defensor de una ética profesional ligada a la creatividad, la observación y el rigor metodológico. Propuso una crítica democrática a la democracia, como forma de defender su carácter abierto y transformador. Fue profesor de las universidades más prestigiosas del mundo. Falleció hace dos años, un 29 de noviembre de 2011. Dejó cuarenta años de trabajo y una bibliografía obligatoria para cualquiera que se aproxime a las ciencias sociales.
En homenaje a su obra, un conjunto de investigadores argentinos, norteamericanos e ingleses escribieron Reflexiones sobre democracias desparejas, un libro que publicará en septiembre la editorial de la Universidad de Johns Hopkins, con la colaboración de la Fundación Osde y el Instituto Kellogg. Director de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de San Andrés y uno de los tres compiladores del libro, Marcelo Leiras conversó con Tiempo Argentino sobre el legado de O’Donnell para analizar las transiciones democráticas, la conexión con las estructuras socioeconómicas y las falencias y desafíos de la Argentina actual.
–¿Cuáles son los factores que han colaborado con la consolidación de las democracias en América Latina?
–A nivel internacional, hubo un cambio vinculado al fin de la Guerra Fría y a la disposición de los Estados Unidos a apoyar golpes de Estado. A nivel doméstico, se modificó el compromiso de los actores organizados con la democracia. En los ’50, ’60, ’70, los partidos políticos apoyaban los golpes porque eran una forma de sacarse de encima a los gobiernos opositores. Pero a partir de la década del sesenta, los estados burocráticos autoritarios llevaron adelante iniciativas de transformación social, y las Fuerzas Armadas ganaron protagonismo como actores políticos. Los partidos se dieron cuenta de que eso los dejaba fuera de juego. Existe la idea mítica de que durante la última dictadura, parte del plantel menor del Estado la ofrecieron los partidos tradicionales, cosa que es parcialmente cierta. Porque los políticos se pasaron ocho años guardados. Este aprendizaje fue compartido por otros actores sociales, como los sindicatos. Y esto coincidió además con una revalorización teórica en Occidente de la democracia. Hasta la década del setenta, excepto en EE UU, tanto para la izquierda como para la derecha, la democracia era vista como un híbrido histórico. Se empezó a escribir teoría política a favor de la democracia, a partir de la observación de la experiencia soviética y el desencanto con los fenómenos insurreccionales de los ’60.
–¿Se puede decir que hubo el reemplazo de una matriz populista por una liberal?
–El liberalismo, que fue siempre muy débil en la Argentina, comenzó a fortalecerse como forma de la cultura política con la salida de la dictadura. El puntal fue el movimiento de Derechos Humanos, que tenía un discurso muy individualista y levantaba la consigna de la aparición con vida. Al principio del gobierno de Raúl Alfonsín, hubo un debate entre el progresismo y la izquierda sobre si las Madres de Plaza de Mayo tenían que conservar la consigna, porque ese gobierno no había sido responsable. Y fue muy consistente en la prédica de las Madres, que seguían muy inspiradas y muy sensibles políticamente, la idea de que el reclamo era al Estado. Fue muy filoso. Hay entonces una afinidad entre la prédica de los Derechos Humanos y la campaña de Alfonsín de 1983, una es condición de la otra. Pero también hubo una versión peronista, marginal y poco influyente, que decía: «Los desaparecidos son nuestros, los persiguieron por militantes.» Es la versión que representa ahora el kirchnerismo y que lleva adelante Horacio Verbitsky cuando persigue a los responsables civiles de la dictadura. Es una barbaridad y un retroceso. No hay tal cosa como un delito político. Hay actos políticos que se juzgan políticamente.
–¿El kirchnerismo no cuenta con una matriz liberal?
–Sí, es influyente. Más allá del componente militante, un poco revanchista y un poco extraviado, buena parte de la agenda es liberal. Las experiencias populistas de América Latina son las que tienen un compromiso más fuerte con la agenda liberal. Ese nexo entre populismo y liberalismo está poco explorado. Pero los avances en la agenda identitaria, étnica, sexual, de género, el compromiso con el pluralismo y la protección estatal del pluralismo, son muy difíciles de articular con un vocabulario que no sea individualista.
–¿Y por qué se caracteriza a la militancia kirchnerista como antiliberal?
–Creo que ahí hay una muy mala comprensión del liberalismo y hay un profundo equívoco incluso de la experiencia peronista. Muchas veces se presenta al peronismo como disolvente del orden constitucional, como si la Argentina hubiese sido un país legalista y hubiese llegado el peronismo y hubiera hecho de la ley, sólo un instrumento del poder. Hay un desarrollo de la legalidad en la Argentina súper importante, del Estado de Derecho, que es el derecho laboral, y que es una creación institucional del peronismo.
–O’Donnell hablaba de democracias delegativas para denunciar poderes ejecutivos desapegados de lo institucional, que gobiernan mediante decretos y poderes especiales. ¿Mantienen ese diagnóstico?
–Decir que los regímenes son delegativos no sería válido como una descripción general. El retrato de Guillermo estaba basado en experiencias particulares, en líderes singulares como Carlos Menem, Alberto Fujimori, Fernando Collor de Mello. Y coincidía con otros estudios que marcaban las tendencias hiperpresidenciales en Latinoamérica. Pero esa tendencia es mucho menos dominante de lo que se cree. Los presidencialismos latinoamericanos son un sistema de división de poderes. La figura de los presidentes domina más que, por ejemplo, en los Estados Unidos. Pero eso es todo. En la Argentina, el Congreso funcionó en momentos muy importantes; por ejemplo, bloqueó la Resolución 125. Es cierto que hay un predominio en la elaboración de políticas públicas muy significativo desde la presidencia, pero no es cierto que gobierne unilateralmente.
–Ahora parecería abrirse un paréntesis en el proyecto político del kirchnerismo ante la instancia de la sucesión.
–La continuidad de las políticas parece estar asociada a los liderazgos que la llevaron adelante, porque no hay partidos que puedan encarnar proyectos. En ese sentido, la continuidad del kirchnerismo, porque no sé qué sería la continuidad del modelo, no es segura.
–Siempre se habla de la necesidad de un acuerdo estable entre partidos o entre actores económicos para un modelo de desarrollo. ¿Es una fantasía?
–Sí una fantasía indeseable. La democracia es un sistema hecho para competir políticamente. Si las preferencias electorales cambian, las políticas deberían cambiar. No es bueno que haya políticas inmunes. En lugar de una política de Estado, hace falta un Estado de políticas. Un Estado que pueda albergar el disenso y procesarlo. Es cierto que este es un país de contrastes socioeconómicos muy marcados, no sólo entre ricos y pobres, y que oscila mucho en su política económica, en su tipo de cambio. Los gobiernos están sujetos a fuertes tensiones distributivas y eso hay que tratar de procesarlo de algún modo. Pero me parece más interesante crear un ámbito de negociación. Se necesitan políticas flexibles, no estables, que puedan acomodarse a los shocks.
–¿Se puede llevar adelante ese Estado de políticas con el debilitamiento actual de los partidos?
–Los partidos no existen, pero la Argentina no sólo tiene una crisis de partidos, tiene una crisis de representación en general, de los trabajadores, empresarios, productores. La 125 se recuerda como una demostración de la capacidad política de los productores agropecuarios. ¿Mostró capacidad política o impotencia política? Cuando tu potencial es cortar la ruta y tirar leche, no es político.
–¿Es un problema de los líderes que se niegan a las mediaciones políticas?
–Es más de abajo que de arriba. Es el problema de encontrar fórmulas que permitan repartir el poder, un problema endémico de todos los sistemas políticos, no sólo del argentino.
–O’Donnell se dedicó a estudiar las debilidades democráticas y cuestionar sus límites formales. ¿Está superado ese fetichismo legal?
–El fetichismo legal es hijo de la disputa ideológica de la Guerra Fría y luego, de la disputa antidictatorial. En ese tiempo hubo un esfuerzo por asignar un significado a la palabra democracia y se impuso una interpretación que algunos caracterizaron como elitista. Es la idea de que no es un régimen en el que los gobiernos hacen lo que el pueblo quiere, sino que el pueblo elige a la gente que compite por llegar al poder. Ese fetichismo tiene sus buenos motivos, porque es muy difícil establecer una democracia aun en este sentido formal. Argentina no tuvo democracia sino hasta 1983. Es cierto que el énfasis exclusivo en las reglas que estructuran el ejercicio pierde de vista el ejercicio de gobierno, pero al mismo tiempo hay un riesgo en pensar que la ley es epifenomenal e irrelevante. ¿Hay una diferencia de naturaleza entre el poder de iure y de facto? Yo creo que sí, que la ley o la legalidad nos comprometen con cierto lenguaje, con un modo de interactuar que es distinto y que distribuye las cargas de otro modo: referirse al texto, aceptar que tiene diferentes interpretaciones, que los jueces tienen una palabra autorizada, reconocer la autoridad soberana del Congreso. Todo eso es la ley. Otra pregunta interesante es ver si la ley es progresista o no. Hay mucha gente que cree que la ley refleja la distribución de poder actual y la resolución de conflictos es siempre pro statu quo, que es lo que a veces parece demostrar el kirchnerismo.
–¿En qué sentido?
–A veces entiende que la ley es como una especie de obstáculo y cree que la legitimidad reside en la voluntad popular que se expresa en las elecciones, especialmente de los cargos ejecutivos. Y que si se tiene el 54% de los votos, se puede hacer lo que se le dé la gana. Es cierto que el kirchnerismo nunca ha sido extra legal, excepto en la reforma judicial, que fue declarada inconstitucional. Pero antes, nunca. Mucha gente cree que la ley es conservadora y yo creo que no necesariamente. Esa fue la reivindicación de la democracia de los ochenta. Darse cuenta de que los trabajadores en general no tienen buenas chances, pero que tienen mejores bajo la democracia. El reconocer que una opción redistributiva progresista es una opción democrática.
–¿En qué sentido se relacionan estos déficits con lo que O’Donnell llamaba «zonas marrones» de la democracia?
–Las zonas marrones son regiones en las que el ejercicio de los derechos garantizados por el Estado está comprometido, tanto porque la autoridad del Estado es desafiada, como cuando la aplicación del derecho es muy desigual. Son los bolsones de inseguridad urbana, o los regímenes provinciales con rasgos muy autoritarios. En 1993, Guillermo advertía que se estaban desmantelando las capacidades regulatorias de los estados. Pero sin autoridad estatal, no hay ejercicio democrático. En buena medida, la observación de Guillermo sigue vigente. Que la policía de Córdoba no obedezca al gobierno, eso es zona marrón. Ahora, al cabo de diez años del boom de las commodities, incluso de progreso social, de situación fiscal más cómoda, de cierta reducción de la pobreza, ¿debería ser mejor esta situación? Sí. Pasa que, del mismo modo que los gobiernos de centroderecha en los ’90 tenían una visión del Estado inadecuada, las experiencias de centroizquierda de los 2000 menosprecian el problema de la estatalidad o la resumen a una cuestión fiscal. Son, ambas, miradas fiscalistas. La autoridad del Estado sigue siendo el superávit fiscal. En los noventa, Guillermo ya había escrito un artículo importante sobre el Estado y la democratización, donde decía que para que haya un ejercicio pleno de los derechos democráticos, hace falta un Estado democrático.
–¿Un Estado nacional más fuerte es la opción para resolver esas diferencias territoriales?
–La Argentina es un país federal. Nunca el orden público va a ser responsabilidad exclusiva de la autoridad nacional, pero hace falta un esquema de reglas. El problema de la estatalidad es un problema de integración. El Estado argentino tiene regiones que no controla bien: la más importante, el Conurbano. Es el lugar del país donde hay menos presencia estatal, menor PBI per cápita, donde no hay planificación urbana, no hay seguridad social, hay mucha economía informal.
–Pero al mismo tiempo los ciudadanos más pobres de esas zonas dependen del Estado casi exclusivamente.
–Pero es una presencia remedial. No puede ser que una provincia que tiene esa capacidad de generar riqueza tenga esos bolsones de pobreza. Eso tiene que ver con el federalismo fiscal argentino. Es una locura que el Conurbano esté en la situación en la que está.
–¿Cómo se explican los liderazgos locales que demandan más autonomía, pero que luego piden más presencia del Estado nacional?
–Es una demanda electoral, con muy poco contenido conceptual, y no creo que la descentralización sea per se el principio de la integración territorial. Más bien todo lo contrario: no sé si recentralización, pero sí un esquema de coordinación.
–¿Cómo garantizar una mejor aplicación de las leyes nacionales sin dejar de respetar el federalismo?
–Tiene que haber leyes nacionales que establezcan objetivos nacionales, con resultados que deban cumplirse; herramientas financieras para las provincias que estén más lejos de sus objetivos; consejos federales donde se coordine efectivamente; y consecuencias para quienes no respetan estos objetivos. En Brasil, hay una ley de responsabilidad federal y los gobernadores que no la cumplen, van presos. Ahí se puede ejercer esa autoridad, porque hay una coalición nacional de gobierno muy potente. Es un esquema de reparto de poder que, si bien tiene sus problemas, es muy interesante. Los partidos locales que respaldan al presidente en el Congreso tienen sus propios ministerios. Es una manera de dejarlos comprometidos. Hay que encontrar un esquema de reparto para que en la Argentina, el presidente pueda imponer objetivos de integración social. La anatomía del poder en la Argentina tiene una base provincial muy fuerte, pero la mayoría de las provincias nunca tuvo un ministro. Quiere decir que tenés un presidente cuyo gabinete no tiene fuerza para disciplinar. Creo que los presidentes argentinos son débiles porque sus coaliciones son débiles, quiero decir, dependientes de su popularidad. «
golpes con salidas constitucionales
–¿Paraguay y Honduras expresan nuevas formas de golpes de Estado en la región?
–En Honduras, el golpe triunfó pero no se mantuvo mucho tiempo el gobierno de facto. Y el remplazo de Fernando Lugo en Paraguay fue irregular, sin las reglas del debido proceso constitucional, pero no fue un golpe. Ha habido muchos presidentes que no culminaron mandato, muchas veces en contextos de crisis, conflictos con el Poder Legislativo o Judicial, pero en ningún caso implicó la interrupción del orden constitucional. Siempre hubo salidas que retornaron a la Constitución.
–Pero, sin embargo, demuestran que no deja de existir una disposición y una capacidad destituyentes de ciertos actores…
–Sí. Es cierto que América Latina tiene dificultades para institucionalizar la competencia política definitivamente. Pero procesar esos problemas en el contexto de un compromiso con el orden constitucional, hace una diferencia. Y, en particular, ya no existe la violación sistemática a los Derechos Humanos, excepto en contextos de guerras internas, como sucede en Colombia, o en situaciones de gran desafío a la autoridad pública, como vive México.
En homenaje a su obra, un conjunto de investigadores argentinos, norteamericanos e ingleses escribieron Reflexiones sobre democracias desparejas, un libro que publicará en septiembre la editorial de la Universidad de Johns Hopkins, con la colaboración de la Fundación Osde y el Instituto Kellogg. Director de la carrera de Ciencia Política de la Universidad de San Andrés y uno de los tres compiladores del libro, Marcelo Leiras conversó con Tiempo Argentino sobre el legado de O’Donnell para analizar las transiciones democráticas, la conexión con las estructuras socioeconómicas y las falencias y desafíos de la Argentina actual.
–¿Cuáles son los factores que han colaborado con la consolidación de las democracias en América Latina?
–A nivel internacional, hubo un cambio vinculado al fin de la Guerra Fría y a la disposición de los Estados Unidos a apoyar golpes de Estado. A nivel doméstico, se modificó el compromiso de los actores organizados con la democracia. En los ’50, ’60, ’70, los partidos políticos apoyaban los golpes porque eran una forma de sacarse de encima a los gobiernos opositores. Pero a partir de la década del sesenta, los estados burocráticos autoritarios llevaron adelante iniciativas de transformación social, y las Fuerzas Armadas ganaron protagonismo como actores políticos. Los partidos se dieron cuenta de que eso los dejaba fuera de juego. Existe la idea mítica de que durante la última dictadura, parte del plantel menor del Estado la ofrecieron los partidos tradicionales, cosa que es parcialmente cierta. Porque los políticos se pasaron ocho años guardados. Este aprendizaje fue compartido por otros actores sociales, como los sindicatos. Y esto coincidió además con una revalorización teórica en Occidente de la democracia. Hasta la década del setenta, excepto en EE UU, tanto para la izquierda como para la derecha, la democracia era vista como un híbrido histórico. Se empezó a escribir teoría política a favor de la democracia, a partir de la observación de la experiencia soviética y el desencanto con los fenómenos insurreccionales de los ’60.
–¿Se puede decir que hubo el reemplazo de una matriz populista por una liberal?
–El liberalismo, que fue siempre muy débil en la Argentina, comenzó a fortalecerse como forma de la cultura política con la salida de la dictadura. El puntal fue el movimiento de Derechos Humanos, que tenía un discurso muy individualista y levantaba la consigna de la aparición con vida. Al principio del gobierno de Raúl Alfonsín, hubo un debate entre el progresismo y la izquierda sobre si las Madres de Plaza de Mayo tenían que conservar la consigna, porque ese gobierno no había sido responsable. Y fue muy consistente en la prédica de las Madres, que seguían muy inspiradas y muy sensibles políticamente, la idea de que el reclamo era al Estado. Fue muy filoso. Hay entonces una afinidad entre la prédica de los Derechos Humanos y la campaña de Alfonsín de 1983, una es condición de la otra. Pero también hubo una versión peronista, marginal y poco influyente, que decía: «Los desaparecidos son nuestros, los persiguieron por militantes.» Es la versión que representa ahora el kirchnerismo y que lleva adelante Horacio Verbitsky cuando persigue a los responsables civiles de la dictadura. Es una barbaridad y un retroceso. No hay tal cosa como un delito político. Hay actos políticos que se juzgan políticamente.
–¿El kirchnerismo no cuenta con una matriz liberal?
–Sí, es influyente. Más allá del componente militante, un poco revanchista y un poco extraviado, buena parte de la agenda es liberal. Las experiencias populistas de América Latina son las que tienen un compromiso más fuerte con la agenda liberal. Ese nexo entre populismo y liberalismo está poco explorado. Pero los avances en la agenda identitaria, étnica, sexual, de género, el compromiso con el pluralismo y la protección estatal del pluralismo, son muy difíciles de articular con un vocabulario que no sea individualista.
–¿Y por qué se caracteriza a la militancia kirchnerista como antiliberal?
–Creo que ahí hay una muy mala comprensión del liberalismo y hay un profundo equívoco incluso de la experiencia peronista. Muchas veces se presenta al peronismo como disolvente del orden constitucional, como si la Argentina hubiese sido un país legalista y hubiese llegado el peronismo y hubiera hecho de la ley, sólo un instrumento del poder. Hay un desarrollo de la legalidad en la Argentina súper importante, del Estado de Derecho, que es el derecho laboral, y que es una creación institucional del peronismo.
–O’Donnell hablaba de democracias delegativas para denunciar poderes ejecutivos desapegados de lo institucional, que gobiernan mediante decretos y poderes especiales. ¿Mantienen ese diagnóstico?
–Decir que los regímenes son delegativos no sería válido como una descripción general. El retrato de Guillermo estaba basado en experiencias particulares, en líderes singulares como Carlos Menem, Alberto Fujimori, Fernando Collor de Mello. Y coincidía con otros estudios que marcaban las tendencias hiperpresidenciales en Latinoamérica. Pero esa tendencia es mucho menos dominante de lo que se cree. Los presidencialismos latinoamericanos son un sistema de división de poderes. La figura de los presidentes domina más que, por ejemplo, en los Estados Unidos. Pero eso es todo. En la Argentina, el Congreso funcionó en momentos muy importantes; por ejemplo, bloqueó la Resolución 125. Es cierto que hay un predominio en la elaboración de políticas públicas muy significativo desde la presidencia, pero no es cierto que gobierne unilateralmente.
–Ahora parecería abrirse un paréntesis en el proyecto político del kirchnerismo ante la instancia de la sucesión.
–La continuidad de las políticas parece estar asociada a los liderazgos que la llevaron adelante, porque no hay partidos que puedan encarnar proyectos. En ese sentido, la continuidad del kirchnerismo, porque no sé qué sería la continuidad del modelo, no es segura.
–Siempre se habla de la necesidad de un acuerdo estable entre partidos o entre actores económicos para un modelo de desarrollo. ¿Es una fantasía?
–Sí una fantasía indeseable. La democracia es un sistema hecho para competir políticamente. Si las preferencias electorales cambian, las políticas deberían cambiar. No es bueno que haya políticas inmunes. En lugar de una política de Estado, hace falta un Estado de políticas. Un Estado que pueda albergar el disenso y procesarlo. Es cierto que este es un país de contrastes socioeconómicos muy marcados, no sólo entre ricos y pobres, y que oscila mucho en su política económica, en su tipo de cambio. Los gobiernos están sujetos a fuertes tensiones distributivas y eso hay que tratar de procesarlo de algún modo. Pero me parece más interesante crear un ámbito de negociación. Se necesitan políticas flexibles, no estables, que puedan acomodarse a los shocks.
–¿Se puede llevar adelante ese Estado de políticas con el debilitamiento actual de los partidos?
–Los partidos no existen, pero la Argentina no sólo tiene una crisis de partidos, tiene una crisis de representación en general, de los trabajadores, empresarios, productores. La 125 se recuerda como una demostración de la capacidad política de los productores agropecuarios. ¿Mostró capacidad política o impotencia política? Cuando tu potencial es cortar la ruta y tirar leche, no es político.
–¿Es un problema de los líderes que se niegan a las mediaciones políticas?
–Es más de abajo que de arriba. Es el problema de encontrar fórmulas que permitan repartir el poder, un problema endémico de todos los sistemas políticos, no sólo del argentino.
–O’Donnell se dedicó a estudiar las debilidades democráticas y cuestionar sus límites formales. ¿Está superado ese fetichismo legal?
–El fetichismo legal es hijo de la disputa ideológica de la Guerra Fría y luego, de la disputa antidictatorial. En ese tiempo hubo un esfuerzo por asignar un significado a la palabra democracia y se impuso una interpretación que algunos caracterizaron como elitista. Es la idea de que no es un régimen en el que los gobiernos hacen lo que el pueblo quiere, sino que el pueblo elige a la gente que compite por llegar al poder. Ese fetichismo tiene sus buenos motivos, porque es muy difícil establecer una democracia aun en este sentido formal. Argentina no tuvo democracia sino hasta 1983. Es cierto que el énfasis exclusivo en las reglas que estructuran el ejercicio pierde de vista el ejercicio de gobierno, pero al mismo tiempo hay un riesgo en pensar que la ley es epifenomenal e irrelevante. ¿Hay una diferencia de naturaleza entre el poder de iure y de facto? Yo creo que sí, que la ley o la legalidad nos comprometen con cierto lenguaje, con un modo de interactuar que es distinto y que distribuye las cargas de otro modo: referirse al texto, aceptar que tiene diferentes interpretaciones, que los jueces tienen una palabra autorizada, reconocer la autoridad soberana del Congreso. Todo eso es la ley. Otra pregunta interesante es ver si la ley es progresista o no. Hay mucha gente que cree que la ley refleja la distribución de poder actual y la resolución de conflictos es siempre pro statu quo, que es lo que a veces parece demostrar el kirchnerismo.
–¿En qué sentido?
–A veces entiende que la ley es como una especie de obstáculo y cree que la legitimidad reside en la voluntad popular que se expresa en las elecciones, especialmente de los cargos ejecutivos. Y que si se tiene el 54% de los votos, se puede hacer lo que se le dé la gana. Es cierto que el kirchnerismo nunca ha sido extra legal, excepto en la reforma judicial, que fue declarada inconstitucional. Pero antes, nunca. Mucha gente cree que la ley es conservadora y yo creo que no necesariamente. Esa fue la reivindicación de la democracia de los ochenta. Darse cuenta de que los trabajadores en general no tienen buenas chances, pero que tienen mejores bajo la democracia. El reconocer que una opción redistributiva progresista es una opción democrática.
–¿En qué sentido se relacionan estos déficits con lo que O’Donnell llamaba «zonas marrones» de la democracia?
–Las zonas marrones son regiones en las que el ejercicio de los derechos garantizados por el Estado está comprometido, tanto porque la autoridad del Estado es desafiada, como cuando la aplicación del derecho es muy desigual. Son los bolsones de inseguridad urbana, o los regímenes provinciales con rasgos muy autoritarios. En 1993, Guillermo advertía que se estaban desmantelando las capacidades regulatorias de los estados. Pero sin autoridad estatal, no hay ejercicio democrático. En buena medida, la observación de Guillermo sigue vigente. Que la policía de Córdoba no obedezca al gobierno, eso es zona marrón. Ahora, al cabo de diez años del boom de las commodities, incluso de progreso social, de situación fiscal más cómoda, de cierta reducción de la pobreza, ¿debería ser mejor esta situación? Sí. Pasa que, del mismo modo que los gobiernos de centroderecha en los ’90 tenían una visión del Estado inadecuada, las experiencias de centroizquierda de los 2000 menosprecian el problema de la estatalidad o la resumen a una cuestión fiscal. Son, ambas, miradas fiscalistas. La autoridad del Estado sigue siendo el superávit fiscal. En los noventa, Guillermo ya había escrito un artículo importante sobre el Estado y la democratización, donde decía que para que haya un ejercicio pleno de los derechos democráticos, hace falta un Estado democrático.
–¿Un Estado nacional más fuerte es la opción para resolver esas diferencias territoriales?
–La Argentina es un país federal. Nunca el orden público va a ser responsabilidad exclusiva de la autoridad nacional, pero hace falta un esquema de reglas. El problema de la estatalidad es un problema de integración. El Estado argentino tiene regiones que no controla bien: la más importante, el Conurbano. Es el lugar del país donde hay menos presencia estatal, menor PBI per cápita, donde no hay planificación urbana, no hay seguridad social, hay mucha economía informal.
–Pero al mismo tiempo los ciudadanos más pobres de esas zonas dependen del Estado casi exclusivamente.
–Pero es una presencia remedial. No puede ser que una provincia que tiene esa capacidad de generar riqueza tenga esos bolsones de pobreza. Eso tiene que ver con el federalismo fiscal argentino. Es una locura que el Conurbano esté en la situación en la que está.
–¿Cómo se explican los liderazgos locales que demandan más autonomía, pero que luego piden más presencia del Estado nacional?
–Es una demanda electoral, con muy poco contenido conceptual, y no creo que la descentralización sea per se el principio de la integración territorial. Más bien todo lo contrario: no sé si recentralización, pero sí un esquema de coordinación.
–¿Cómo garantizar una mejor aplicación de las leyes nacionales sin dejar de respetar el federalismo?
–Tiene que haber leyes nacionales que establezcan objetivos nacionales, con resultados que deban cumplirse; herramientas financieras para las provincias que estén más lejos de sus objetivos; consejos federales donde se coordine efectivamente; y consecuencias para quienes no respetan estos objetivos. En Brasil, hay una ley de responsabilidad federal y los gobernadores que no la cumplen, van presos. Ahí se puede ejercer esa autoridad, porque hay una coalición nacional de gobierno muy potente. Es un esquema de reparto de poder que, si bien tiene sus problemas, es muy interesante. Los partidos locales que respaldan al presidente en el Congreso tienen sus propios ministerios. Es una manera de dejarlos comprometidos. Hay que encontrar un esquema de reparto para que en la Argentina, el presidente pueda imponer objetivos de integración social. La anatomía del poder en la Argentina tiene una base provincial muy fuerte, pero la mayoría de las provincias nunca tuvo un ministro. Quiere decir que tenés un presidente cuyo gabinete no tiene fuerza para disciplinar. Creo que los presidentes argentinos son débiles porque sus coaliciones son débiles, quiero decir, dependientes de su popularidad. «
golpes con salidas constitucionales
–¿Paraguay y Honduras expresan nuevas formas de golpes de Estado en la región?
–En Honduras, el golpe triunfó pero no se mantuvo mucho tiempo el gobierno de facto. Y el remplazo de Fernando Lugo en Paraguay fue irregular, sin las reglas del debido proceso constitucional, pero no fue un golpe. Ha habido muchos presidentes que no culminaron mandato, muchas veces en contextos de crisis, conflictos con el Poder Legislativo o Judicial, pero en ningún caso implicó la interrupción del orden constitucional. Siempre hubo salidas que retornaron a la Constitución.
–Pero, sin embargo, demuestran que no deja de existir una disposición y una capacidad destituyentes de ciertos actores…
–Sí. Es cierto que América Latina tiene dificultades para institucionalizar la competencia política definitivamente. Pero procesar esos problemas en el contexto de un compromiso con el orden constitucional, hace una diferencia. Y, en particular, ya no existe la violación sistemática a los Derechos Humanos, excepto en contextos de guerras internas, como sucede en Colombia, o en situaciones de gran desafío a la autoridad pública, como vive México.