La oposición mediática y política está generando un clima en el que los límites para la convivencia democrática están siendo derribados, y esto ya es muy preocupante. Este enrarecimiento de la atmósfera política y social viene desarrollándose desde los agresivos cacerolazos del 13 de septiembre y el 8 de noviembre de 2012, en donde la violencia fue «in crescendo» hasta llegar a la agresión física a periodistas. Pero también puede rastrearse en el ataque a «huevazos» del que fuera víctima, en 2008, Agustín Rossi.
Este viraje hacia expresiones de violencia simbólica y verbal estuvo presente también en los insultos a Luis D’Elía durante los tensos días por la discusión de la resolución 125. Pero la larga marcha de las agresiones «republicanas» no comenzó ni terminó allí. Desde que asumió su segundo mandato, la presidenta de la República Cristina Fernández de Kirchner ha sido agraviada e insultada a diario y con variados recursos: Hermenegildo Sábat –excelente dibujante– la caricaturizó primero con una mordaza en su boca. Así el gobierno que no censura fue conminado al silencio-mordaza por «abuso de cadena nacional», sintetizando además el mandato cultural machista: «Cállese» es el significado de la caricatura. Luego Sábat insistió, ya en una inocultable confesión ideológico-cultural, dibujando a la presidenta con un ojo en compota como producto del revés sufrido por el gobierno tras el 7D, fecha signada por la prórroga que los jueces Francisco de las Carreras y Susana Najurieta le extendieron a la cautelar presentada por el Grupo Clarín SA. He allí un claro ejemplo de violencia simbólica y de género. Ese es el golpe asestado por el Grupo y su dibujante a una ley de la democracia, pero ese ojo violáceo es también la exhibición misógina de un poder fáctico confrontado por una mujer que ha encarnado el poder político del Estado. La última agresión fue protagonizada por la contundente degradación de un ser hace rato degradado, pero ahora en su actualización de realidad pestilente.
Estos episodios de violencia, y acepto que se me critique cierta linealidad histórico-política, expresan la confirmación del odio visceral que las clases medias altas y altas sienten por todo aquello que huela a peronismo, a populismo, el que remite a Evita con su potencia femenina y política (el ser que se rebela a un destino de servidumbre y le da cuerpo de mujer al conflicto de clase). Odios que desembocaron en el golpe militar de 1955 contra el peronismo –bautismo de fuego de nuestra fuerza aérea descargando sus bombas sobre la población civil–, y en el asesinato de militares y militantes leales a Perón, fusilados en los basurales de José León Suárez en 1956.
Las agresiones vividas por Kicillof y su familia dentro del Buquebús no son sólo simbólicas, en abstracto, sino que ya han probado el cebo del garrote al cuerpo real. Contienen la memoria de los años de muerte y terror. ¿Qué pretendía esa minoría exacerbada? ¿Tirar a los Kicillof al medio del río, ya que se encontraban en plena travesía? ¿Hacerlos desaparecer de ese espacio cerrado que combina las posibilidades del viaje de clase con la experiencia del shopping flotante? ¿Descargar sobre la humanidad del viceministro las pasiones de aquellos que han sido envenenados por la toxicidad mediática de las corporaciones? Esas son las pasiones tristes que envilecen a aquellos que las corporizan.
Tampoco es admisible el «escrache» a funcionarios públicos que llevan adelante políticas de Estado inclusivas, de defensa del mercado interno y el trabajo, porque el «escrache» intenta homologar a un funcionario público encuadrado dentro de un Estado de Derecho con un genocida que ha cometido crímenes de lesa humanidad durante una dictadura en la cual todos los derechos fueron suspendidos y se creó un Estado de Excepción con Centros Clandestinos de Detención y Campos de Concentración.
Los escraches surgieron ya en democracia con HIJOS y ante la obturación política de llevar a juicio a los genocidas de la última dictadura cívico-militar. Y este es el sustrato profundo de esas agresiones: el rechazo expresado a políticas de Estado como las implementadas en Economía –de intervención estatal contra el libre imperio del Mercado– y a las políticas de Derechos Humanos. Hay allí un punto de conexión ideológica y de complicidad social con lo criminal que subsiste aun en nuestro país. En estas agresiones sufridas por el viceministro de Economía y su familia tallan también prerrogativas de clase y un fascismo indisimulable ya: le gritaban «marxista» y «ladrón».
Los medios hegemónicos de comunicación deben revisar el fogoneo constante con que alimentan y exasperan a un sector de la sociedad que evidentemente ya ha demostrado que de republicano y democrático nada tiene. De las futuras rupturas de esos diques –y la habilitación a nuevas expresiones de violencia– que nos permiten vivir en democracia, aceptando la voluntad popular expresada en elecciones democráticas, serán responsables también los medios hegemónicos. Como lo fueron durante la última dictadura cívico-militar, y como los son de las agresiones que tuvo que vivir Kicillof junto a su familia. Basta recordar la andanada de editoriales y notas, en particular la del columnista del diario La Nación, Carlos Pagni, en las cuales se sembraron ideas e informaciones falaces sobre el viceministro; notas cuya argumentación hacía fuerte hincapié en la formación marxista de Axel Kicillof, reinstalando la idea de la amenaza roja afincada en el poder . La sociedad que realmente desea vivir en democracia debe repudiar esas agresiones. De lo contrario es complicidad con el lado más oscuro y homicida que anida todavía entre nosotros y que no sólo agrede simbólicamente sino que ejerce su odio criminal sobre la humanidad de los agredidos también. – <dl
(*) Director de la revista La Tecl@ Eñe – Cultura y Política . Miembro de COMUNA – <dl
Este viraje hacia expresiones de violencia simbólica y verbal estuvo presente también en los insultos a Luis D’Elía durante los tensos días por la discusión de la resolución 125. Pero la larga marcha de las agresiones «republicanas» no comenzó ni terminó allí. Desde que asumió su segundo mandato, la presidenta de la República Cristina Fernández de Kirchner ha sido agraviada e insultada a diario y con variados recursos: Hermenegildo Sábat –excelente dibujante– la caricaturizó primero con una mordaza en su boca. Así el gobierno que no censura fue conminado al silencio-mordaza por «abuso de cadena nacional», sintetizando además el mandato cultural machista: «Cállese» es el significado de la caricatura. Luego Sábat insistió, ya en una inocultable confesión ideológico-cultural, dibujando a la presidenta con un ojo en compota como producto del revés sufrido por el gobierno tras el 7D, fecha signada por la prórroga que los jueces Francisco de las Carreras y Susana Najurieta le extendieron a la cautelar presentada por el Grupo Clarín SA. He allí un claro ejemplo de violencia simbólica y de género. Ese es el golpe asestado por el Grupo y su dibujante a una ley de la democracia, pero ese ojo violáceo es también la exhibición misógina de un poder fáctico confrontado por una mujer que ha encarnado el poder político del Estado. La última agresión fue protagonizada por la contundente degradación de un ser hace rato degradado, pero ahora en su actualización de realidad pestilente.
Estos episodios de violencia, y acepto que se me critique cierta linealidad histórico-política, expresan la confirmación del odio visceral que las clases medias altas y altas sienten por todo aquello que huela a peronismo, a populismo, el que remite a Evita con su potencia femenina y política (el ser que se rebela a un destino de servidumbre y le da cuerpo de mujer al conflicto de clase). Odios que desembocaron en el golpe militar de 1955 contra el peronismo –bautismo de fuego de nuestra fuerza aérea descargando sus bombas sobre la población civil–, y en el asesinato de militares y militantes leales a Perón, fusilados en los basurales de José León Suárez en 1956.
Las agresiones vividas por Kicillof y su familia dentro del Buquebús no son sólo simbólicas, en abstracto, sino que ya han probado el cebo del garrote al cuerpo real. Contienen la memoria de los años de muerte y terror. ¿Qué pretendía esa minoría exacerbada? ¿Tirar a los Kicillof al medio del río, ya que se encontraban en plena travesía? ¿Hacerlos desaparecer de ese espacio cerrado que combina las posibilidades del viaje de clase con la experiencia del shopping flotante? ¿Descargar sobre la humanidad del viceministro las pasiones de aquellos que han sido envenenados por la toxicidad mediática de las corporaciones? Esas son las pasiones tristes que envilecen a aquellos que las corporizan.
Tampoco es admisible el «escrache» a funcionarios públicos que llevan adelante políticas de Estado inclusivas, de defensa del mercado interno y el trabajo, porque el «escrache» intenta homologar a un funcionario público encuadrado dentro de un Estado de Derecho con un genocida que ha cometido crímenes de lesa humanidad durante una dictadura en la cual todos los derechos fueron suspendidos y se creó un Estado de Excepción con Centros Clandestinos de Detención y Campos de Concentración.
Los escraches surgieron ya en democracia con HIJOS y ante la obturación política de llevar a juicio a los genocidas de la última dictadura cívico-militar. Y este es el sustrato profundo de esas agresiones: el rechazo expresado a políticas de Estado como las implementadas en Economía –de intervención estatal contra el libre imperio del Mercado– y a las políticas de Derechos Humanos. Hay allí un punto de conexión ideológica y de complicidad social con lo criminal que subsiste aun en nuestro país. En estas agresiones sufridas por el viceministro de Economía y su familia tallan también prerrogativas de clase y un fascismo indisimulable ya: le gritaban «marxista» y «ladrón».
Los medios hegemónicos de comunicación deben revisar el fogoneo constante con que alimentan y exasperan a un sector de la sociedad que evidentemente ya ha demostrado que de republicano y democrático nada tiene. De las futuras rupturas de esos diques –y la habilitación a nuevas expresiones de violencia– que nos permiten vivir en democracia, aceptando la voluntad popular expresada en elecciones democráticas, serán responsables también los medios hegemónicos. Como lo fueron durante la última dictadura cívico-militar, y como los son de las agresiones que tuvo que vivir Kicillof junto a su familia. Basta recordar la andanada de editoriales y notas, en particular la del columnista del diario La Nación, Carlos Pagni, en las cuales se sembraron ideas e informaciones falaces sobre el viceministro; notas cuya argumentación hacía fuerte hincapié en la formación marxista de Axel Kicillof, reinstalando la idea de la amenaza roja afincada en el poder . La sociedad que realmente desea vivir en democracia debe repudiar esas agresiones. De lo contrario es complicidad con el lado más oscuro y homicida que anida todavía entre nosotros y que no sólo agrede simbólicamente sino que ejerce su odio criminal sobre la humanidad de los agredidos también. – <dl
(*) Director de la revista La Tecl@ Eñe – Cultura y Política . Miembro de COMUNA – <dl